28 oct 2011

PAPILLON'S WAY


EL EXTRAÑO CASO DEL ESCRITOR VENEZOLANO ENRIQUE CHARRIERE

(foto tomada de Letralia, 2006)

Escapista perseverante y malogrado, un verdadero anti-Houdini, después de nueve intentos de fuga, once años de presidio y casi quinientas páginas de novela, en 1944 Henri Charriere (1906-1973) logró huir de la Isla del Diablo en una balsa de cocos y llegar a Venezuela en compañía de otros cuatro delincuentes. Aunque su carrera de presidiario escapista comenzó en el momento de 1932 en que un tribunal parisino lo condenó a cadena perpetua por un crimen que en sus dos libros —Papillon (1969) y Banco (1972)— asegura no haber cometido, su vida de escritor se inició en el momento en que —ya que la balsa de cocos sólo había servido para llegar a Georgetown, desde donde saldrían nuevamente en una embarcación menos precaria pero cuya vela estaba hecha de jirones de camisas, pantalones y chaquetas— él y sus compañeros de travesía debieron elegir un destino hacia donde dirigir los retazos de su vela: el Golfo de Paria, en Venezuela, o Trinidad, la isla de Naipaul.
Desastroso comienzo. Después de una discusión concienzuda, en la que fueron consideradas las relaciones de ambos países con Francia y la forma en que éstas habían cambiado con motivo de la guerra en curso, los cinco fugitivos decidieron esperar la luz del día. Para ello, arriaron la vela y ataron la embarcación a lo que parecía ser una boya flotante. La boya resultó ser una mina, pero de eso sólo se darían cuenta en la mañana siguiente luego de la advertencia que les hiciera un guardacostas venezolano.
Atado a esa mina flotante, que hubiera terminado con su carrera de escapista anti-Houdini sin permitirle iniciar la de escritor, el destino de Henri Charriere lucía absolutamente diferente de lo que conocemos actualmente: se trataba de un hombre fuerte y noble, con muchas habilidades manuales, que había ocupado los últimos años de su vida en intentar huir para vengarse de quienes lo habían condenado a un presidio injusto y en vigilar los dos estuches contentivos de dinero que cada mañana debía introducirse a través del ano. Que se sepa sólo había leído un libro, El Conde de Montecristo de Alejandro Dumas, y nunca leería algún otro. En todo caso, el mismo hombre que les advirtiera sobre la naturaleza mortífera de la boya les aconsejó, como si se tratara de Rainer María Rilke en Cartas a un joven poeta, el destino a elegir:
Vayan a Venezuela, serán bien tratados, se los aseguro.
Horas después, Henri Charriere y sus compañeros llegaron a Irapa, en Venezuela. Luego de algunos días de descanso y atención médica, fueron trasladados a la prisión de El Dorado, donde el milagro comenzó a ser notorio. No se trata de que allí escribiera sus primeras páginas sino que por primera vez Henri Charriere —conocido desde su primera juventud como Papillon por la mariposa que se había hecho tatuar en el cuello— no pensaba evadirse. Había dejado de ser un escapista y comenzaba a buscar un oficio productivo, sin saber que esta búsqueda incesante lo terminaría convirtiendo en escritor.
A partir de su salida de El Dorado, ya en las páginas de Banco, Henri Charriere se convirtió, gracias a la influencia de Rita, su mujer, en un antecesor de Maqroll El Gaviero. Le quitó y agregó algunas letras a su nombre: Enrique. Fue minero en Guayana, vendió la rifa de un Cadillac que no era suyo ni de ninguno de sus amigos en Caracas, trabajó como cocinero y hostelero en Maracaibo. Quizás fue dueño de un burdel, ya que —según él mismo confiesa— en su hotel se alojaba un grupo de putas francesas e italianas. Fue apresado en dos ocasiones —una por haber desvalijado un Monte de Piedad fuera de Venezuela y otra por un robo que parece no haber cometido— y se instaló en Ciudad Bolívar. En 1956, le fue concedida la nacionalidad venezolana y pudo viajar para encontrarse con su familia en Barcelona de España. A su regreso, compró algunos bares en Caracas, entre ellos el Gran Café de Sabana Grande, pescó langostinos que exportaba diariamente a Miami, buscó cobre electrolítico en Oriente y, en 1967, ya prescrita su condena, viajó a Francia.
Ese mismo año leyó en El Nacional la noticia de la muerte de Albertine Sarrazin y compró su novela, El Astrágalo. Fue esta lectura la que la que impulsó al novelista que había en él desde hacía veintitrés años —bajo la premisa de que si Albertine Sarrazin con su hueso dañado, el astrágalo que causaba su cojera, había vendido tantas copias, ¿cuántas no vendería él que por ocho veces no había aceptado convertirse en Houdini?— a escribir su propia novela. Primero infructuosamente con ayuda de un magnetófono de quinientos dólares. Luego directamente, bolígrafo sobre cuaderno, en el despacho de su último bar, el Scotch.
En dos meses y medio escribió su odisea y cuatro mecanógrafas que por sus nacionalidades —una rusa, una yugoslava, una alemana y otra de Martinica— bien podrían haber formado parte del staff de secretarias de la ONU la transcribieron en ocho semanas a cambio de tres mil quinientos dólares. Resultado: cuatro mil dólares y seiscientas veinte páginas que un escritor francés le prometió corregir sin que Enrique Charriere aceptara ya que ni a él ni a su mujer les gustó el capítulo edulcorado que éste había enviado como prueba. Enrique Charriere ya quería merecer la contraportada de sus libros y luchaba por ello. Llegada la hora de hacer saber a todos que era un escritor, intentaba hacerlo en un estado puro y salvaje que justificara la advertencia del director editorial —«Charriere no escribe, habla. O mejor aún, escribe como habla»— y colocara su novela en los remates de libros de todo el mundo.
Luego de una azarosa búsqueda, que más que una ronda de conocimiento de las editoriales francesas de la época parece un periplo por varias islas del Caribe rodeado de malhechores fugitivos, en enero de 1969 firmó un contrato con Robert Laffont y, el 19 de mayo del mismo año, Papillon comenzó a ser vendido en las librerías francesas. Este libro, al igual que Banco, está dedicado «al pueblo venezolano, a sus humildes pescadores del golfo de Paria, a todos, intelectuales, militares y otros que me dieron la posibilidad de revivir».
Es obvio o nosotros queremos que así lo sea. En esas palabras, el escritor se refiere al momento de 1944 en que, dándole dos metros de ventaja a Dustin Hoffman, dejó de ser Papillon, el escapista anti-Houdini, y se convirtió en Enrique Charriere, el escritor venezolano.


24 oct 2011

MaraVillas de Italia


Casi todos los recuerdos que conservo del año que me tocó vivir en Italia están vinculados a la comida a pesar de que yo en esa época creía que me dedicaba exclusivamente al trabajo. Había tenido mucha suerte, eso decían mis amigos, y un equipo de fútbol de la Basilicata me había contratado como médico deportivo. No voy a hablar del Cristo de Carlo Levi aunque mucho lo leí en esos días, pero tampoco de la pasta, los latticini, la buena carne ni los dulces exquisitos.
Quiero recordar en estas líneas dos maravillas que me permitió conocer Armando, el propietario del equipo, en cuya casa debía comer todos los domingos.
La primera: "la pesca col vino".




Mientras comíamos, después de la pasta y antes del segundo plato, zio Armando sacaba una botella de vino de su propia cosecha, retiraba el corcho y la ponía a respirar. Cuando las berenjenas y la carne ya habían desaparecido, llenaba las copas hasta la mitad y comenzaba a quitarle la cáscara a dos melocotones amarillos en un gesto repleto de respeto y cariño, por lo que yo tenía que abortar cualquier intento de higiénico reproche.
Vedi, si fa cosi —decía mientras hacía caer trozos de melocotón en cada copa—. Adesso, devi aspettare: due, tre, quattro minuti. Mientras el tiempo pasaba, probábamos los dulces que iban llegando a la mesa. Ya al final, antes del café —en verdad habían pasado, veinte o treinta minutos— cada uno cogía una cucharilla y empezábamos a sacar y comer los trozos de melocotón
Enriquecido, el melocotón había ganado al menos dos meses más colgado del árbol de la vida y se convertía de golpe y porrazo en el sabor más corposo de toda la comida. Lo masticábanos lentamente como si fuese la carne de un animal noble y a cada rato zio Armando interrumpía su rito deglutorio para cantar las maravillas de la fruta local.
Madonna mia, come è buona questa pesca.
Luego atacábamos el vino. Era como venir de vuelta, deconstruyendo el sabor del melocotón, también el del vino, convirtiéndolos a los dos en uva dulce pero con un toque ligeramente amargo y a nosotros en armadores de un barco ebrio, como un poema de Teófilo Tortolero.
Ti piace, vero?
Claro que sí, me gustaba muchísimo. Así, el rito podía multilplicarse por dos o tres.





—Pure oggi abbiamo mangiato —interrumpía la nonna y señalaba el café.
Sì, pure oggi abbiamo mangiato — repetía alguna voz en el fondo, quizás en la cocina.
Finalmente, era zio Armando quien cerraba cualquier intento de discusión y levantaba la sesión pronunciando las palabras mágicas de cada domingo:
Tarallucci e vino.
Ésa es la segunda maravilla a la quería referirme hoy. Tarallucci e vino. Los taralli —una suerte de rosquilleta torcida, pero mucho más sólida y especiada— mojados en vino. No se trataba de una nueva invitación a la comida, sino de que zio Armando usaba la expresión para señalar que todo había transcurrido bien, felizmente.
Se refería a una felicidad máxima, terrenal y sublime al mismo tiempo, la del goce de estar en la mesa conversando en familia y comer tarallucci e vino mientras el tiempo pasa, el tarallo se ablanda y el vino humedece sus poros y nuestras papilas.
Tarallucci e vino. Si los delanteros no se hubieran lesionado, el equipo no habría descendido a la Serie C y yo me habría quedado en sus sabores para siempre.


18 oct 2011

LIBROS USADOS: BARBIE, POR ENRIQUE VILA MATAS



No sé si lo volvería a hacer, pero en el año 2000, yo hubiera dado mi mano derecha por estrechar la de Enrique Vila Matas. Había leído la mayoría de sus libros y tenía sobre la mesa de noche un ejemplar de Bartleby y compañía. Incrédulo de que ese invento hubiera sido posible, lo abría cada treinta minutos y, en cada línea, me detenía para sonreír, pensando que ya había leído la siguiente, que sabía hacia dónde iba Enrique y que por eso era que cada vez me gustaba más y más el libro.
¿Cómo saber entonces si fui yo quien la ofreció o si el periódico para el que eventualmente colaboraba en Caracas me lo pidió? El asunto es que, gracias a los favores de un amigo, conseguí el número telefónico de Vila Matas y lo llamé pidiéndole una entrevista para El Nacional. Cuando finalmente aceptó, salté -debería escribir "caí"- de alegría y me fracturé el escafoides de la mano derecha: "Fx de escafoides derecho", escribió el médico de la Universidad Autónoma de Barcelona.
El encuentro terminó en la Librería Central, pero no comenzó allí, porque me recuerdo esperando junto a él la salida de los niños de Colegio Italiano, cerca de Paseo de Gracia.
Al final de la entrevista, que incluyó una comida en la que yo no pude comer mucho porque tenía la mano derecha escayolada, le di a firmar un ejemplar de Bartleby ... y, no pude evitarlo, le entregué un ejemplar de Barbie, una noveleta que yo había escrito cinco años atrás y que Israel Centeno había publicado en Caracas.
Hubiera querido dedicársela, pero no podía. Lo recuerdo todo muy bien: cuando le entregué con la mano izquierda el libro, Vila Matas lo sopesó y, abanicando sus treinta hojitas, hizo referencia a lo pequeños que podían resultar algunos libros publicados en Latinoamérica.
Ese encuentro me hizo más devoto de Enrique y me ayudó a tener una relación más completa con su obra. Luego, incluso, creo que en una ocasión cambiamos algún mail y, en otra, un saludo con ocasión de un viaje suyo a Venezuela, donde debía ser jurado del premio Rómulo Gallegos.
Lo había olvidado todo hasta hace dos días que me puse a hurgar en una página de libros usados en Internet: los libros usados son un género que siempre me ha gustado y que, como se ve, no he dejado de frecuentar.
Entre las cosas que encontré había un ejemplar de la novela Barbie "dedicado por su autor", yo, yo mismo, "a Enrique Vila Matas".
Alguien podría pensar que me disgustó el encuentro y seguramente se equivoca. Siempre he amado los remates de libros y prefiero encontrar un libro mío allí que en una librería glamurosa aunque esto último nunca me ha sucedido. Me encantó el encuentro y, de hecho, he comprado el ejemplar, que en estos momentos se desplaza hacia mi casa desde Madrid.
Lo único que deseo aclarar es que yo nunca dediqué un ejemplar de ese libro a Vila Matas, que cuando se lo di ni siquiera lo firmé. No podía, soy diestro y entonces tenía la mano derecha escayolada.
¿Quién lo hizo entonces? Quizá lo sepa dentro de poco, cuando el libro llegué a mi atalaya en Puzol, junto a Valencia.
Por si acaso, el primer sospechoso es Enrique, Enrique Vila Matas.

12 oct 2011

Cien razones que convierten a El Padrino en la mejor novela del mundo

(Después de la Biblia, El Quijote, la Constitución Italiana y Berlin Alexanderplatz)




  1 - Porque sí.
  4 - Porque la leí por primera vez a los trece años.
  9 - Porque en ese momento sentí que me salía demasiado barata: le robé a mi madre un libro, Historia de la mafia, y se lo cambié a Salas Bustillos por un ejemplar sin tapas de la novela de Puzo.
 12 - Porque desde entonces la he leído u hojeado al menos una vez cada año
 19 - Porque todavía me excita leer las páginas donde Puzo narra el primer encuentro entre Michael Corleone y Apollonia.
 24 - Porque aprendí a cocinar la pasta con la receta de Clemenza.
 32 - Porque de vez en cuando me sucede el encontrarme en una situación en que podría hacer una oferta irrechazable.
 33 - Porque la mejor novela también tiene que enseñarte a defenderte.
 35 - Porque fue a través del libro que le cogí cariño a las películas.
 39 - Porque nunca he entendido a quienes dicen que las películas son muy mucho mejores que la novela.
 42 - Porque en una época cada vez que la mujer que amaba me dejaba sólo sus páginas refugiaban mis planes de venganza.
 47 - Porque todo es personal, como decía Don Vito.
 51 - Porque la mejor novela debe ser lo suficientemente gruesa como para sostener tu cama en caso de que falle una pata, pero nunca tan gorda como para hacerte dormir y que tus ronquidos arruinen una por una las cuatro patas de tu cama.
 62 - Porque Puzo me resulta mucho más simpático que Coppola.
 67 - Porque conviene saber a los trece años que el hombre más malo del mundo es Luca Brassi para así no estigmatizar al gordito Salomón que maltrataba a sus compañeros simplemente porque quería ser Presidente del Colegio de Médicos.
 69 - Porque por años estuve buscando pistolas detrás de la cisterna de los retretes en las pizzerías.
 74 - Porque a pesar de su disgusto esta novela fue el primer tema de conversación que abordé con Giuliana.
 81 - Porque si entonces no se hubiera disgustado quizás no tendríamos ahora dos hijos.
 88 - Porque es un libro que se puede leer muchas veces.
 89 - Porque el mejor libro no tiene por qué ser perfecto.
 92 - Porque me gusta saber que es un libro prodigioso y que los demás sepan que yo lo sé.
 99 - Porque si hubiera que agregarle algo sólo le añadiría la música de Nino Rota.
100 - Porque sí.