30 sept 2018

Dos veces Slavko



En la puerta del hospital, informe en mano, me espera el acompañante del  último paciente. 
"Doctor, somos tocayos".
No le respondo inmediatamente. Me falta la costumbre y toda la vida he aprendido a llevar mi nombre como cruz, a mirarlo desde la acera de enfrente, a deletrearlo como si fuera una presentación (farmacológica o comercial, da igual) de medicamento y con el tiempo, pero muy poco a poco, a quererlo.
Fundamentalmente sé (y durante la infancia lo lamenté muy mucho) que no me llamo Juan ni José, tampoco Santiago ni Carlos. Evidentemente es la misma situación de quien me habla.
"¿Te llamas Slavko?", le pregunto con incredulidad, como un marciano en la tierra le preguntaría a otro si viene de Marte, si acaba de llegar. Es también una forma de preguntarle cómo lo lleva.
"Bien", me responde y entre nuestros ojos se escribe una historia sobre la migración de los nombres. El mío desde Zagreb hasta La Guaira en los hombros de mi padre después de la segunda guerra.
"Eran otros tiempos", me dice.
El suyo desde Sarajevo hasta Madrid en medio de la guerra de los Balcanes. Ya han pasado 25 años.
Juntos recordamos a los tocayos célebres: Slavko Barbaric, el cura que se empoderó de la Virgen de Medjugorje, y cómo no, el niño partisano de los dibujos animados hace más de sesenta años: Slavko, el amigo de Mirko.
Podríamos hablar más. Yo le podría hablar de la biografía que le he inventado a mi padre. Podría preguntarle por su vida, si sabe quién es Salvador Prasel o Izet Sarajlic. Si se ha estremecido leyendo La enciclopedia de los muertos de Danilo Kis, si se emociona como yo cuando ve el Mar Adriático o cuando Croacia le mete dos goles a la Argentina de Messi y Maradona.
Podría podría pero el curso vital, sus heridas, las mías, y el encuadre hospitalario no lo permiten.
Nos despedimos con un apretón de manos. Todos los pacientes deberían ser iguales, pero es imposible.
Comienzo a caminar hacia la estación. Sonrío. No estoy solo. En esta provincia no soy el único que se llama Slavko. Haber haber, ya sé por lo menos de dos.

27 sept 2018

Reivindicación de Turkey



Cuando Enrique Vila Matas publicó Bartleby y compañía (Anagrama, 2000), quienes inmediatamente empezamos a adorar ese libro leímos otra vez a Herman Melville para encontrarnos con el escribiente Bartleby. Presentado por Vila Matas, relacionado con los escritores de obra amputada, que habían dejado de escribir o que nunca lo habían hecho, el escribiente Bartleby se antojaba encantador. La oración "preferiría no hacerlo" vinculada con el no escribir, que en realidad es la exageración extendida a lo largo de toda la vida del miedo matutino que impregna la vida de la mayoría de los escritores,  resulta(ba) atractiva y engancha(ba), fundamentalmente porque a partir de ella Vila Matas había construido un libro precioso. Fue por eso y no por otra cosa que empezamos a querer a Bartleby. También es verdad que antes de Vila Matas está el propio texto de Melville y la edición que de este hizo Bruguera: cubierta diseñada por Mario Eskenazy, prólogo y traducción de Jorge Luis Borges. Por todo ello comenzaron a proliferar libros que citaban a Vila Matas y nombraban a Bartleby, editoriales y librerías bellísimas que usaban su nombre como bandera, empresas que obviamente Bartleby habría preferido no acometer.


Bartleby en verdad es un personaje que carece de encanto. Inmóvil, pálido, desolado y morigerado desde el primer momento en que aparece en el relato. Fue contratado para influir positivamente en los dos copistas que ya trabajaban en el despacho: Turkey y Snipers, el primero de arrebatado carácter matutino, el segundo fogoso y ocupado en trapicheos. Durante los primeros dos días desempeña sus funciones de manera extraordinaria, pero ya al tercer día, cuando se le pide confrontar copia y original con su jefe-narrador pronuncia su inevitable "preferiría no hacerlo". A partir de allí, la repite ante toda propuesta que se le formula. Gris y pálido, por hacer, no hace nada. No habla, no participa, no copia. Incluso al final del relato se niega a renunciar y dejar de dormir durante las noches en el despacho. Pasivo y agresivo, obliga al abogado agregado a la Suprema Corte de New York a mudarse, dejando a Bartleby como mueble olvidado en un rincón. Para imaginárselo en la actualidad, habría que recordar a un huésped incómodo que permanece eternamente sentado en la mesa de la cocina, no saluda a los niños y, sobre todo, se niega abandonar la casa en el tercero, el cuarto y el trigésimo día. Aunque es inglés, como el relato sucede en New York, habría que diagnosticarlo con el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders): rasgos evitativos y esquizotípicos de personalidad. Más importante es que universalmente sería, ha sido y es un personaje incómodo, un amanuense silencioso e inútil, raro, gris, a quien solo el carácter pacífico y carente de ambición de su abogado-jefe-narrador puede encontrar interés.



Por si fuera poco, contrapuesto a Bartleby, en ese mismo relato de Melville hay un personaje fascinante. Se trata de Turkey, un copista también inglés que resplandece en las mañanas pero que se va apagando progresivamente a partir de las doce. Este declinar hace que en las tardes se descuide al mojar la pluma en el tintero y manche originales y copias llegando a mortificar a compañeros y jefe. Es, qué duda cabe, un personaje incómodo, pero florido, productivo. Una especie de Sancho Panza eficaz durante cuatro horas. "Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar... Una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y los estampó como sello en un título hipotecario".
Obviamente cada escritor elige el personaje que quiere. Y en el relato de Melville, Vila Matas eligió a Bartleby. Yo, sin posibilidad de duda, solo por el bizcocho de jengibre y la hipomanía matutina habría elegido a Turkey. Es mi personaje favorito de todo el relato. Si a partir de ahora veo en el Levante que habito una panadería, una tienda de jardinería o una carnicería que lleve su nombre, prometo ser cliente fiel. 

23 sept 2018

Hospital




De vez en cuando aparece en la consulta un paciente que dice odiar a los médicos y que rechaza todo lo que tiene que ver con el ambiente hospitalario. Habría que esforzarse para encontrar alguna diferencia con el profesional que lo atiende. Tiene manos y pies. Puede también ser depositario de carisma y estudios. No siempre viene obligado, lo que resulta paradójico. Pero igual aprovecha la primera oportunidad que se le presenta para despotricar del entorno al que nos sentimos especialmente vinculados desde las prácticas de la facultad; un edificio, un discurso, para muchos un sistema, con el que hemos construido una relación de pertenencia. Habla del hospital y es como si hablara de nosotros mismos. Así de profunda y lacerante sentimos la herida. Dice que incluso a lo lejos le disgusta: es por el color de las paredes. Construye al decirlo una paleta infinita que va del blanco al azul pasando por el verde y el gris ya que salvo el rojo y el negro colores los ha habido todos. Pero también por la arquitectura particular: desde fuera el hospital parece un cajón, así dice, pero dentro resulta que es un laberinto. Continúa con el olor. En su memoria se mezclan, como si se tratase de la pócima de la bruja, gotas de alcohol, iodo, asafétida, sangre, orín y lejía. Su recuerdo no considera que la mercromina, igual que los dinosaurios, está desapareciendo. Es lo que hay. Habla también de nuestras ropas. Dice que odia la bata blanca, que le produce rechazo y, escudándose en algún texto divulgativo, incluso enfermedad. Habla desde la memoria porque el médico que le atiende viste casaca y, hoy por un error del ropero, de color azul. ¿Cuánto de E.R. y Hospital Central hay en el discurso que esgrime y multiplica? Mucho quizá. ¿Y de las fobias de Tony Soprano? También, igual que quizá parte de la culpa la tienen las novelas de A. J. Cronin o algún artículo de tono médico de Juanjo Millás o de Manuel Vicent. Pero nosotros inevitablemente intuimos que la mayor parte de su rechazo viene de dos temas estigmatizados, la enfermedad y la muerte. Dos temas que hemos hecho nuestros cuando son ajenos, de los que nos hemos apoderado a través de un sistema que permite que los manejemos con guantes, pinzas y ordenador. Por eso y por la técnica adquirida con la formación y el trabajo al médico no le hacen tanto daño. Pero a este paciente sí. Cuando se marcha deja como duda si acaso hubo una experiencia primigenia: una primera visita al hospital en la infancia, la enfermedad o la muerte de un ser querido. Esa vivencia que quizá a nuestro paciente alejó de la clorhexidina a alguno de nosotros, al médico que le ha atendido por ejemplo, le sirvió de acicate para acudir a la facultad y hacer luego del hospital su casa. Esa es la única diferencia.

14 sept 2018

Cuartientos por encargo



Nada de miedo, Cuartientos no pretende multiplicarse en franquicias: estos textos no son productos sino perceptos y entre sus ingredientes no hay salsas, minerales ni telas, elementos que se han demostrado imprescindibles en el tema del franquiciado. Cuartientos tampoco se convertirá en un programa de radio al que los oyentes puedan llamar pidiendo sus canciones. Esto a pesar de que Radio Cuartientos es un excelente título para relato o novela. No repartiremos (ni el blog ni yo) pizzas ni paellas a domicilio. No por nada sino simplemente porque blog no cocina y servidor nunca lo ha hecho para más de cuatro. Lo que pasa es que ha habido un parón, en parte por el verano pero también por el otoño, y los lectores de Cuartientos reclaman su dosis. Quien lo explicitó por primera vez fue mi madre a través del teléfono: "No has escrito nada últimamente" En uno de esos bucles que solo es posible rizar cuando hay mucho sentimiento me hice un ovillo explicándole que publicar en Cuartientos era solo una pequeña parte del escribir y que bla-bla-bla-bla-bla. "El asunto es que no estás publicando nada en las últimas semanas", concluyó ella y cambió de tema sin posibilidad de protesta. Luego, el vecino con el que comparto las hojas de una falsa pimienta. Barrió su lado y en lugar de llevarse su parte la amontonó junto a mi parcela. "¿Y que pasa con Cuartientos?", me dijo cuando intenté acercarme para preguntarle si le ocurría algo. "Nada, nada. Es que estoy corrigiendo unos relatos", le respondí mientras, avergonzado, recogía sus hojas y las juntaba con las mías. Así fue hasta ayer, dos o tres reproches a la semana. Hoy, he podido notar, los lectores han depurado su técnica.. Simplemente me proponen temas: como si se tratara de un período de infertilidad creativa me rocían con las hormonas de su imaginación. Comenzó al cerrar la consulta, al final de la mañana. El primero fue Félix, el administrador de la clínica: un hombre que en diez años nunca ha hecho nada más que saludarme, en el ascensor comenzó a contarme su vida toda y luego, frente a admisiones, la de la mitad de sus representados. No terminaba de digerir tanta información y entré en la frutería, quizá buscando un laxante. Era el turno de Khalid: en diez minutos me contó el año más rocambolesco de su vida, repleto de sustancias, aduanas y piernas bonitas. Caminé como pude hasta la estación y, mientras esperaba el tren, el vigilante me abordó. Pensé que se trataba del abono a punto de caducar, pero no. El hombre también lee Cuartientos. "¿Tú eres el escritor, verdad?". Acto seguido, empezó a hablar de su pasión por las motos. Las donaciones en general me gustaban pero eran tantas que para metabolizarlas decidí refugiarme en el sofá. Sonó el teléfono. Era Bárbara, mi gran compañera de la facultad. Sin ton ni son, sin que nunca hubiéramos hablado de nada parecido, comenzó a referirme detalles del encuentro amoroso con un actor catalán, tan desconocido él para mí como yo para él seguramente. La escuché con atención. Cuando me pidió que registrase bien los detalles, comencé a amuñuñar una hoja de papel para que creyese que los estaba escribiendo con pluma sobre el escritorio de madera. Cuando terminó, vine corriendo a la cama a escribir este cuartiento simplemente para decir que el blog ha vuelto, que estoy escribiendo y que poco a poco iré perpetrando los cuartientos que mis lectores tengan a bien encargarme pero, eso sí, uno por uno, por favor.

10 sept 2018

Toro o "trainer"




A pesar de lo viva que es la fiesta del toro en la provincia reconozco no haberla vivido como tal. Sin embargo, por residencia y resiliencia, me toca ver la multitud a lo lejos. Los veo y no los escucho. Es que están muy lejos y ni siquiera abro la ventana. Los veo simplemente. Hace veinte años vestían de blanco, llevaban pañuelos rojos y algún sombrero. Parecía, por culpa del polvo en la ventana y la precariedad novicia de mis ojos, un cuadro de Sorolla pasado por aguarrás. En ocasiones se veía un cuerpo volar. Cuando caía, a pesar de que no había escuchado ruido hasta entonces, sentía el silencio y luego, siempre a través de la ventana, podía percibir el alivio o el espanto, grito o suspiro. Al día siguiente la radio enumeraba las costillas que se había roto el hombre y refería si había habido o no traumatismo craneal. El diagnóstico se comentaba en la panadería, en el trabajo, en el jardín, con los vecinos.
Después llegó el chándal. Estaba en todas partes, también detrás del toro, delante y a los lados. En esa época tampoco veía el animal. Solo la masa de tejidos acrílicos caminar hacia delante y atrás, hacia los lados. Dejó de parecerse a Sorolla y, negro sobre blanco, más bien me hacía recordar a Miquel Barceló, alguna cúpula bancaria apenas pintada. Por si acaso aprendí a limpiar las ventanas y empecé a ir al oftalmólogo. Igual. Lo que se veía era un conglomerado de telas oscuras y brillantes que iban y venían. Pensé en alguna ocasión que el toro bien podría ser yo, yo mismo, o que él y yo veíamos lo mismo. Más razones para no abrir la ventana a pesar de respetar las costumbres de mis vecinos y mi disposición a atenderles en caso de que mis servicios fuesen requeridos.
Ahora todo ha cambiado. Lo que veo es una marejada de colores. Rojo, amarillo, azul celeste, negro y blanco. Verde fosfito. Ropas estrechas. Mallas y zapatillas de running. Antes de la salida del toro, parece que está a punto de correrse una maratón. Y es que quienes acuden a la fiesta lo hacen con la misma ropa con que acuden al gimnasio, a la volta a peu, a los 10 K, a la maratón y tres cuartos. Algo de razón llevan: vestir así es más cómodo y seguro, quizá también resulta fashion. Cuando el toro sale, la masa se mueve hacia delante y atrás, a la izquierda y a la derecha. Suben y bajan frente a mis ojos. Dos pasitos p’alante y uno p’atrás. No puedo creer lo que veo. Quizá el cristal está empañado, quizá la miopía ha aumentado. Ellos lo distorsionan todo. Pero no, es la verdad. Está pasando a lo lejos, allá junto a la plaza en la plaza. Es una clase de cross fit o una sesión de zumba. Los clientes del gimnasio se mueven a tope. Y el toro, señores, por culpa de la vestimenta de los aficionados, el toro es el monitor. Sus ojos y sus cuernos hoy dirigen el entrenamiento colectivo.