Recuerdo los treinta rodeado de amigos en Barcelona, la promesa incumplida de hacer una gran fiesta para los cuarenta y, especialmente, dos de esos días: el de cumplir veinte y el más reciente, los cuarenta y uno.
A los veinte, como todo el mundo quería cumplir veinticinco y no tenía nada preparado. Por si fuera poco, ese mismo día mi tío Pablo protagonizó una pequeña desgracia familiar y las mujeres de la familia corrieron en su auxilio. Eso significó que, a pesar de ser el día de mi cumpleaños, me quedé absolutamente solo durante toda la tarde y parte de la noche. Menos mal que a las cinco de la tarde sonó el timbre: era Gustavo, mi amigo de entonces y de siempre, el padrino de mi hija Letizia. Me hizo compañía, grata y amable, durante más de dos horas. Nos recuerdo sentados junto a la casa y frente a la montaña, hablando de cualquier cosa, celebrando sin saber qué celebrábamos, pasando el tiempo sin pensar que construíamos un momento bonito, fundamental e insuperable de la vida.
El cumpleaños más reciente fue hace muy poco. Empezó a comienzos de mes cuando vi la plantilla de guardias en el hospital. Día veinte, ¿médico de guardia?: Slavko Corazón de Jesús Zupcic Rivas. Guardia el día de mi cumpleaños. Lo asumí sin rechistar: un poco fatalista, otro realista. Además, guardia cambiada, seguramente mala. Mejor no hacerlo. La noche anterior, mis hijos me dijeron que no importaba. Y la guardia comenzó buena. Sólo me quejé en un momento durante la tarde. Hablaba con mi madre al teléfono y le dije que nadie me había cantado las mañanitas. Es una costumbre de la casa materna, de cuando éramos cuatro, que yo pretendo prolongar con mis hijos, pero como salí temprano de la casa mientras todos dormían esta vez había sido imposible. Era entonces un cumpleaños sin mañanitas y me hacían falta, pero no tanto porque estaba bien, muy bien. Trabajé un poco, otro, y cuando la guardia se relajó respondí algunos mensajes. Luego, a las doce y media, me fui a la habitación, a leer el periódico, y me quedé dormido. Al rato sonó el teléfono: era el supervisor que anunciaba un paciente. Me alcé sin quejarme y me asomé al pasillo. Pensaba entrar directamente a la consulta, pero el supervisor me hizo saber con sus gestos que el paciente estaba en la sala de espera. Fui hasta allí. Al apenas entrar, los vi a todos, los enfermeros y celadores con quienes había trabajado durante el día sosteniendo una torta de chocolate y una guitarra imposible. No lo podía creer entonces y todavía me cuesta. De sus bocas y de sus manos salían los acordes de una canción que he escuchado casi cuarenta y un veces en mi vida: las mañanitas, las mañanitas del Rey David. Los abracé uno por uno y, acariciando con la lengua un trozo de torta, terminé de pasar un cumpleaños bello y extraño, seguramente especial.