26 sept 2019

La verdadera casa de papel




La casa de papel  hubiera podido ser un título de Cortázar pero, se ve, prefirió "Casa tomada". Ahora es lugar donde imprimir valores y también una serie televisiva de éxito. No dudaré de la calidad de los billetes ni de los episodios del uno y la otra ya que para ello aquí están la Policía Nacional y el crítico de cine y televisión Carlos Boyero, pero en este cuartiento, a partir de un ejemplar de La muerte en Venecia de Thomas Mann comprado hace casi cuarenta años en una librería más cerca de Alicante que de Valencia, intentaré demostrar que la verdadera casa de papel es el libro, el libro literario, mucho mejor si impreso en papel y comprado en librería. 
La librería en la que se compró originalmente este libro le roba el nombre a un poema del griego Contantino Cavafis, quien  a su vez se lo roba a Odiseo a quien su creador, Homero, le atribuye el haber nacido en Ítaca, una pequeña isla jónica ubicada entre Cefalonia y Lefkada. Se trata de la librería Ítaca, situada entonces y todavía en Villena, que como pequeña ciudad bien podría ser el barrio en que se encuentra la casa de papel que estamos construyendo aunque visto lo visto también podría serlo Ítaca.
Allí, entre Ítaca y Villena,  debería estar el primer jardín de esta casa. Un jardín pequeño porque se trata de una edición de bolsillo y con árboles altos porque el libro fue editado por Destino hace 37 años. Sería necesario hablar también de un segundo jardín más cerca del lugar que yo habito, Puzol, no Pozzuoli a pesar de que estamos hablando de Venecia, ya que fue en su mercado (el de Puzol) donde, entre puestos de frutas, bragas y embutidos, le compré por un euro el ejemplar al vendedor de libros usados. Este jardín sería frutícola y nada ornamental: naranjas y olivos, quizá alguna tomatera. 
Entre ambos jardines, en una casa de tres alturas se desarrollan las idas y venidas de Gustav Von Aschenbach. Este tipo de casas se componen de espacios y habitaciones, pero cuando se entra en confianza se entiende que también son capítulos y páginas, párrafos y líneas. En una de los primeros espacios está la calle de Múnich donde comienzan los devaneos de Von Aschenbach. En la siguiente, Trieste: es impresionante que una ciudad tan bella quepa en una sola habitación pero mucho más que Thomas Mann solo la nombre en una línea del libro. Junto al jardín posterior está Pula, la isla ahora croata donde Von Aschenbach solo resiste cinco días. Y en las dos alturas superiores, se encuentra el Lido veneciano. Cerca, muy cerca, morirá el personaje para hacerle justicia al título y, como suele pasar con los protagonistas, no tendrá posibilidad de conocer la dedicatoria que en el tejado dejó registrada el comprador original, a quien siento más padre que amante o hermano: "¿Que siempre te regalo libros? Sí, ya sé. Pero no lo puedo evitar. Debe ser mi obsesión. Me gusta transmitir mi entusiasmo hacia ellos. Quiero que tú lo compartas. Disfruta leyéndolo".
Hoy, entre mis manos, La muerte en Venecia es la verdadera casa de papel.

20 sept 2019

Enterrar el perro



Mi perro, Lazarillo, hubiera podido morir de viejo pero, escapándose de casa, se adelantó unos días y fue arrollado por un camión en la carretera al borde la cual vivíamos. No es que fuese tan fuerte que necesitase un camión para morir. Simplemente le tocó al camión. Igual hubiera podido ser un carro pequeño o, con lo mal que estaba, incluso una bicicleta. Pero le tocó el camión. 
Lazarillo era un perro negro con manchas blancas. Más grande que pequeño, en casa fantaseábamos con la posibilidad de que fuese pastor alemán, pero yo creo que realmente no lo era. Nos habíamos encontrado en la calle y él había decidido venir conmigo. Mi madre Aura inmediatamente interpretó su cara y le preparó un tazón de sopa de leche que él en menos de un minuto devoró. Luego se fue quedando con nosotros. Era una casa abierta, sin vallas ni empalizadas, pero él no salía. Había asumido la casa como recinto y, aunque ambulante, se había convertido en árbol de su patio.
Mientras yo crecía Lazarillo hizo familia. A la casa llegó una perra más pequeña que él de la que mi hermana dijo que estaba embarazada. Él la acogió y, porque así pasaban las cosas en el pueblo, la noche en que ella se retiró a parir, Lazarillo fue quien la acompañó. Recuerdo la mañana siguiente como una fiesta de la saliva. Lazarillo la lamía a ella y ella los lamía a él y a los cachorritos. Uno de ellos se quedó en casa y, por largo que parezca, lo llamamos Lazarillo Segundo. 
Él estaba conmigo cuando Lazarillo murió. Yo, que tenía catorce años, escuché un frenazo y luego vi el cadáver de Lazarillo desde la ventana. Bajé inmediatamente por la escalera que en la piedra habían esculpido los hombres de la familia Aular y, sin pensar mucho en lo que hacía, empujé el cadáver de mi perro hacia el bordillo. No recuerdo haber llorado ni gritado. Ni siquiera llamé a las mayores, yo que era hijo de dos madres. Regresé a la casa, que permanentemente estaba en obras. Nadie me vio mientras iba y venía, tampoco cuando regresé junto a Lazarillo provisto de carretilla, pico y pala. Me guiaba, más que el sentido común, la necesidad de hacer lo que creía que debía. Desde el momento en que había sido yo quien había llevado a Lazarillo a casa, Lazarillo era mi perro y yo sentía que debía ser yo quien se encargase del asunto ahora que Lazarillo no era perro ni nada sino esa masa enorme inanimada con apenas un hilo de sangre que le salía por una de las fosas nasales. 
Así, con ayuda de la carretilla, trasladé lo que quedaba de Lazarillo hasta la iglesia del pueblo, apenas separada de la casa por una rambla cementada que a veces usábamos como estacionamiento. Realmente lo llevé hasta el patio de la iglesia, del lado izquierdo mirando desde la cocina de mi casa, a la altura del altar que el Padre Pedrón usaba para gritar e insultar (con la sana intención de convertir, de terminar de convertir) a sus escasos feligreses, y allí comencé a cavar una fosa. La tierra era blanda y no tuve mayor problema en cumplir mi cometido. Volqué el cadáver en la fosa y lo cubrí. Luego recogí mis cosas y regresé a casa.
Allí le conté a mi madre Leticia lo que había pasado. Ella recordó que Lazarillo se llamaba así en homenaje al de Tormes y me sirvió un taza de leche tibia con trozos de arepa que yo ingerí poco a poco, sin saber que olvidaría lo ocurrido durante casi treinta y cinco años.

13 sept 2019

Cajón de médico



Todo médico tiene su cajón, qué duda cabe. Y aunque el médico pueda usar eventualmente un cajón de sastre, poco tiene que ver uno con el otro fundamentalmente porque en el de sastre según parece cabe todo, mucho más si no tiene cabida en ningún otro lugar, y en el de médico solo caben (o han de caber) aquellas cosas que tienen que ver con el ejercicio de la profesión.  

El cajón de médico se distingue de cualquier otro cajón por su discreción. De un gris oscuro que se aleja del negro, casi siempre junto a la rodilla derecha del facultativo, incluso para declinar ha elegido el silencio. Nada dice y en ningún parte se queja, pero en él cada vez se meten menos cosas. Es un cajón pobre, venido a menos.  Desde ese punto de vista, incluso el denostado cajón de sastre es actualmente más ambicioso porque entre retazos y trastos diversos el sastre todavía conserva en él hilo y aguja. El cajón de médico en cambio no se puede vanagloriar de nada ya que en la consulta del médico los instrumentos más útiles están en la superficie, a flor de piel, o escondidos detrás del cableado en máquinas mastodónticas. Ello condena al cajón a un uso secundario, absolutamente secundario, en que se depositan objetos que una parte de la medicina quiere convertir en antiguallas.

Pero no por ello este cajón deja de tener encanto. Al contrario, ahora, en esta circunstancia, es cuando empieza a tenerlo. Por si fuera poco no resulta fácil dudar de su utilidad ya que para el desarrollo de cualquier consulta, por escrupulosa que esta sea, siempre será necesario un espacio cerrado donde conservar el cuño, un recetario manual para el momento en que falle la informática, las tarjetas de visita que se van recibiendo y alguna guía de terapia farmacológica.

Pero esto es solo el comienzo, los primeros diez centímetros. El cajón de médico también puede albergar el fonendo, un par de olivas de repuesto, dos reglas de electrocardiograma, el martillo de reflejos y un pulsioxímetro de repuesto. Ofrece además la posibilidad de albergar algún objeto de uso estrictamente personal. El monedero, el estuche de las gafas, el móvil o el reloj si acaso es necesario despojarse de este último. Se fundirían en esta posible instancia hacienda pública y privada, lo cual tiene tanto encanto como peligro.

Así es el cajón de médico, anticuado, útil y universal, entrañable como una cabina de teléfono o un bebé de dinosaurio perdido en la estación de autobuses, que hoy nos ha permitido construir un cuartiento.