28 jul 2019

Barbería delirante, 6


        Publicado en el Dietario del Papel Literario, El Nacional (28/07/2019)

Las instrucciones que han recibido las espías gringas que trabajan aquí son claras. No importa que vayan de mormonas, testigas de Jehová o que simplemente den clases a los pequeños espías. “Cuidado con el tío Teo”. Ellas lo dicen en su lengua y casi nadie las entiende: “Atention with uncle Theo”. Al final casi nadie dice qué fue lo que pasó con este hombre, quién era o es, qué hacía o hace. No aparece ninguna información sobre él en los archivos desclasificados, pero el director del colegio, que caminando por la Avenida Bolívar se topó con mi negocio, me lo hizo saber (sin necesidad de pronunciar palabra) mientras le pulía la calva. Es un hombre extraño y, se nota, tiene problemas. El primero, la calva: ¿qué necesidad tiene de hacérsela pulir? El segundo, el tercero y el cuarto seguro tienen que ver con los genitales. Las placas de seborrea en la coronilla hablan de una denuncia que alguna vez se cursó en Ohio. Por eso, apenas un alumno o un profesor hace alguna referencia sexual, el hombre se tensa y envía telegramas al Pato Donald, en Washington. Para curarse en salud. No quiere que la denuncia de Ohio se ventile nuevamente y entorpezca su carrera. Él es el tío Teo. Castrado farmacológicamente desde hace años. Lo noto mientras lo unto con aceite de Argán. Antes de llegar a Venezuela, un sábado en la tarde llamaron a su puerta dos jovencitas vendiendo el perdón de los pecados. Después de escucharlas durante dos minutos, que si Jehová, que si el Armagedón, que si Joseph Smith, se dio media vuelta y les dijo: “Si lo que quieren es sexo, pasen, que aquí afuera no puedo”. El director no lo contaba, su cuero cabelludo lo dejaba saber, pero pude notar que sus poros se dilataban mientras yo me iba enterando del asunto.

22 jul 2019

El afecto agrandado (de las redes sociales)




Habiendo sido niño solitario, lletra ferit precoz, que tenía por amigos libros, santorales, volúmenes de enciclopedia y, fundamentalmente, el sueño de escribir algún día un cuento decente, cuando hace unos años vio que tenía más de cien amigos en Facebook le costó creer que fuera cierto. Nunca se lo había planteado como meta, nunca lo había creído posible y, por ende, le resultaba inaudito que hubiera sucedido. Sin embargo, encontró explicación en los cambios geográficos (no era marinero, pero igual siempre había trabajado aquí y allá) y, por qué no, en la pasión multidisciplinar de su vida (sus amigos venían de fábricas, librerías y todo tipo de garitos). Cuando sobrepasó los mil, a su asombro se agregó el de sus hijos. Algo así como “míralo, quién lo hubiera dicho”.  Cuando los cinco mil, abrió una segunda cuenta y se sentó a verla crecer.

Supo (o creyó) desde el primer momento que la pantalla a través de la cual veía a sus nuevos amigos magnificaba los eventos de la vida a pesar de que minimizaba la realidad. “No está mal el invento”, publicó a manera de pensamiento. Era y sigue siendo bonito. Los likes gustan incluso más que los dulces: son caricias que alimentan y refrescan al Narciso, gigante o diminuto, que imprescindiblemente llevamos dentro. Los mensajes, las fotos, los videos, los textos y las felicitaciones acercan. “Amigos, somos y seremos amigos, no es mentira”. Por si fuera poco, aunque siempre es posible discutir, las posibilidades son menores que en la vida real y con el contacto frecuente. Esa es, se dijo, la parte positiva del afecto agrandado en las redes sociales.

Pero con los años en la medida en que la segunda cuenta crecía y el invento de Zuckerberg se fue haciendo mayor, pudo comprobar que este afecto agigantado tiene también un lado negativo. “Tantos amigos aumentan la alegría pero también la tristeza”, escribió una mañana en que el caralibro le preguntó que pensaba. No se refería, no quería decir que en las redes sociales se encuentra alivio, pero también desazón: algo así como que si es posible el gusto será también lo será el disgusto. No se trataba de eso. Se trataba, en su cabeza al menos, pero también en la forma en que vivía la red social, de que si se aumenta la masa de relaciones de la misma manera en que crecen las buenas noticias también aumentarán las malas. Tenía razones para pensarlo porque en las semanas precedentes se había enterado por Facebook de la muerte de cinco contactos y todas le habían dolido verdaderamente. Tanta alegría como dolor. “No es exclusivo el asunto de las redes sociales”, le dijo al programa cuando le volvió a preguntar en qué pensaba. “Puede pasar también con la poesía que leo todos los días. Cuando el poeta muere, no importa que no lo haya conocido, igual duele”. Pero cinco muertes son muchas en cualquier circunstancia y por unos días pensó que aquellos días de la infancia, sin tantos amigos, se vivía mejor, mucho mejor.

6 jul 2019

La trampa gringa, by Chester Himes



Se trata de un resto diurno, seguro, porque ayer encontré dos novelas de Chester Himes que no conocía y leí una interesante crónica sobre el final de su vida en Moraira, Alicante. El asunto es que soñé con un libro inédito de Chester Himes que aparecía como si nada justo entre el cortacésped y la motosierra, "La trampa gringa", decía a manera de título, dice todavía en mi recuerdo, entre una mancha de grasa y un resto de gasolina. En la novela, Ataúdes aunque no se apellida Johnson sino Hojelade es el mismo burro maltratador de Cuando el calor aprieta o Por amor a Imabelle. Sepulturero tampoco se apellida Jones sino Flechina. Juntos acuden a una escuela mormona que a pesar de la lectura detenida que hice durante el sueño no puedo recordar si estaba en Panamá, Alicante o Valencia. Puedo asegurar, sí, que no se trataba de Harlem. Acuden a la escuela, "La trampa gringa", para investigar los antecedentes sexuales del director Albino Smith. Era un tema oscuro, pero en la novela la atención de Himes (que sí se apellida Himes) se desvía hacia el encuentro de Sepulturero con la profesora de religión. Se conocen como consecuencia de la vida delictiva del hijo de ella. Hablan inicialmente de sus sustancias y trapicheos, pero un guiño de ella es suficiente para que empiecen a flirtear, Ataúdes llama a Sepulturero, se lo lleva aparte e intenta convencerle de que comete un error: "Pero, ¿acaso no te das cuenta de que es una mujer rara?". Rara era, en verdad, y también fea. En el recuerdo parece una puta verbenera. "Además, se entiende con Albino". "¿Con Albino Smith? ¿No está casado?". No sé cómo hago para recordar claramente el diálogo. "Sí, pero son mormones". Yo en ese momento pensé que más que mormones parecían espías del FBI y cerré el libro No he debido hacerlo porque inmediatamente desperté y de "La trampa gringa" solo me queda la sensación de que Chester Himes quería mandar a la mierda a todos los personajes. A Hojelade, a Sepulturero Flechina, a Albino Smith y obviamente a la profesora de religión. Uno por uno, a la mierda todos.