22 jul 2019

El afecto agrandado (de las redes sociales)




Habiendo sido niño solitario, lletra ferit precoz, que tenía por amigos libros, santorales, volúmenes de enciclopedia y, fundamentalmente, el sueño de escribir algún día un cuento decente, cuando hace unos años vio que tenía más de cien amigos en Facebook le costó creer que fuera cierto. Nunca se lo había planteado como meta, nunca lo había creído posible y, por ende, le resultaba inaudito que hubiera sucedido. Sin embargo, encontró explicación en los cambios geográficos (no era marinero, pero igual siempre había trabajado aquí y allá) y, por qué no, en la pasión multidisciplinar de su vida (sus amigos venían de fábricas, librerías y todo tipo de garitos). Cuando sobrepasó los mil, a su asombro se agregó el de sus hijos. Algo así como “míralo, quién lo hubiera dicho”.  Cuando los cinco mil, abrió una segunda cuenta y se sentó a verla crecer.

Supo (o creyó) desde el primer momento que la pantalla a través de la cual veía a sus nuevos amigos magnificaba los eventos de la vida a pesar de que minimizaba la realidad. “No está mal el invento”, publicó a manera de pensamiento. Era y sigue siendo bonito. Los likes gustan incluso más que los dulces: son caricias que alimentan y refrescan al Narciso, gigante o diminuto, que imprescindiblemente llevamos dentro. Los mensajes, las fotos, los videos, los textos y las felicitaciones acercan. “Amigos, somos y seremos amigos, no es mentira”. Por si fuera poco, aunque siempre es posible discutir, las posibilidades son menores que en la vida real y con el contacto frecuente. Esa es, se dijo, la parte positiva del afecto agrandado en las redes sociales.

Pero con los años en la medida en que la segunda cuenta crecía y el invento de Zuckerberg se fue haciendo mayor, pudo comprobar que este afecto agigantado tiene también un lado negativo. “Tantos amigos aumentan la alegría pero también la tristeza”, escribió una mañana en que el caralibro le preguntó que pensaba. No se refería, no quería decir que en las redes sociales se encuentra alivio, pero también desazón: algo así como que si es posible el gusto será también lo será el disgusto. No se trataba de eso. Se trataba, en su cabeza al menos, pero también en la forma en que vivía la red social, de que si se aumenta la masa de relaciones de la misma manera en que crecen las buenas noticias también aumentarán las malas. Tenía razones para pensarlo porque en las semanas precedentes se había enterado por Facebook de la muerte de cinco contactos y todas le habían dolido verdaderamente. Tanta alegría como dolor. “No es exclusivo el asunto de las redes sociales”, le dijo al programa cuando le volvió a preguntar en qué pensaba. “Puede pasar también con la poesía que leo todos los días. Cuando el poeta muere, no importa que no lo haya conocido, igual duele”. Pero cinco muertes son muchas en cualquier circunstancia y por unos días pensó que aquellos días de la infancia, sin tantos amigos, se vivía mejor, mucho mejor.

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