24 dic 2018

Liturgia venezolana, "El niño criollo"


Lo escuché por primera vez en una iglesia rodeado de niños que, como tiene que ser, luego serían profesores, vendedores, agricultores y, por qué no, políticos y malandros. Era un aguinaldo, un villancico, en el que el Niño Jesús se parecía mucho a nosotros: "Si la Virgen fuera andina / y San José de los llanos / el niño Jesús sería / un niño venezolano". Ahora sé que su letra, formada mayormente por octosílabos, fue creada por Rosario Marciano y que la música (cuatro, furruco, tambor y maracas) la incorporó Luis Morales Bance. Pero entonces, en la novena de misas que nos acercaba a la Navidad y que en Venezuela se conoce como misas de aguinaldo, con los cohetes que encendían las catequistas retumbándome en los oídos y la boca deseosa de desayunar pan de jamón y la media hallaca que me tocaba por estatura y necesidad, entonces solo era capaz de reconocer por instinto una virtud rompedora que acercaba el rito religioso a la vida ya que permitía cantar en la iglesia un aguinaldo que también sonaba en la radio y se bailaba en la televisión. "Tendría los ojos negritos / quién sabe si aguarapados / y la cara tostadita / del sol de por estos lados". A esa irreverencia habría que añadirle ahora la clarividencia de haber avizorado desde la Venezuela pletórica de los años 60 una realidad que lamentablemente ahora nos toca de cerca. Y es que, para quienes hemos crecido entendiendo que la Virgen María y su marido, el carpintero José, eran una pareja de migrantes necesitados, a lo largo de los años, el Niño Jesús ha sido canario y llegó en cayuco a Venezuela entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Luego fue español y sus padres huían de la Guerra Civil. "Por cuna tendría un chinchorro / chiquito y muy bien tejido / y la Virgen mecería / al Niño Jesús dormido". Cinco años después, fue croata e italiano. Luego, colombiano y peruano. Pasaron varias décadas y volvió a ser croata y kosovar aunque simplemente le decían balcánico. En esos mismos años sus padres habían sido comunistas, provenían de Cuba y, más viviente que nunca, el pesebre intentaba pisar la costa de Florida. Ha sido también marroquí intentando caer desde una alambrada en Melilla y sirio caminando con sus padres hacia Alemania. "Él crecería en la montaña / cabalgaría por los llanos / cantándole a las estrellas / con su cuatrico en la mano". Que el Niño Jesús tenga tu nacionalidad es un privilegio que, a pesar de la letra de Marciano y la alegría con que hace cuarenta años cantábamos su aguinaldo, todo el mundo quiere postergar y quizá muchos hubieran deseado que este año no fuera nuestro pero lamentablemente es lo que nos ha tocado y María y José, ella andina y él de los llanos, este año han caminado por debajo del puente Simón Bolívar. Así han llegado a Colombia y de allí a Perú y a Ecuador. Quizá a Chile y Argentina, huyendo de la pobreza, escapando del dolor. Pero también han salido en cayuco hacia las Antillas y hoy María puede estar en un calabozo de Curazao o de Trinidad. O después de pisar el mosaico de Jesús Soto en el Aeropuerto de Maiquetía el pesebre que hoy todos somos como país castigado y migrante recibimos la Navidad en Madrid, en Londrés o en París y el Niño Jesús hoy nace sin hambre pero con la tristeza de no poder sonreírle a sus abuelos. También sigue, multiplicado por millones, viviendo en Venezuela. Allí está siendo engendrado, allí nace, allí incluso muere a cada segundo por falta de antibióticos y vacunas un pobre Niño Jesús desnutrido, un niño criollo que somos todos cuando sabemos de él y lo sentimos tan cerca ya que nace en nuestro dolor. 



A él, a sus "ojos aguarapados", al sol inclemente que está a punto de recibir, le pedimos amor, le rogamos cambio y esperanza.

19 dic 2018

El tiempo literario




Aunque no respete su carácter standard y altere su duración a través de palabras, ideas y líneas, el texto literario puede incluir las unidades de medidas que se le asignan al tiempo. Así, en relatos, novelas y ensayos, incluso en poemas, escribimos segundos y minutos a pesar de que sabemos que, en la literatura, el tiempo viaja en una dimensión especial, absolutamente ajena a la física.
Sin posibilidad de dudas, el tiempo es otra cosa en literatura. No tiene por qué ser necesariamente más lento aunque los asuntos literarios mayormente germinan y se incuban muy lentamente. Pero en ocasiones, la literatura es velocísima. Rápida como un rayo. Por encontrar analogías, el tiempo literario se parece más bien al tiempo amoroso en las redes sociales. Rápido y lento. A veces rapidísimo, a veces lentísimo. En ocasiones inexistente.
Por ello un tocado puede demorar ochenta páginas en deshacerse si quien narra y describe es un novelista francés del siglo XIX o un haiku en apenas tres líneas puede contener una vida completa e integrar en ella generaciones pasadas y venideras. Ni siquiera se trata de sustituir las unidades de medida por líneas o páginas. Es otra cosa. El tiempo literario es anárquico. No acepta las reglas de ninguna academia, ni de artes ni de ciencias. No solo pasa dentro de los textos sino también con sus hacedores. Así, un joven escritor puede tener ochenta años y las dos caderas con prótesis si apenas ha publicado uno o dos libros o si su producción sigue siendo fresca.  En el caso contrario, un hombre de cincuenta años puede ser un escritor anciano desde hace veinte si ya ha publicado varios libros relevantes y su escritura leída en silencio chirría como un puente oxidado, artrósico. Hay también casos de personas que han empleado toda su vida en escribir un solo poema. Un poema de cinco o seis versos. Cincuenta o sesenta años invertidas en ordenar en el espacio cuarenta palabras que un robot podría leer en un minuto pero que para comprenderlo a cabalidad podría necesitar dos o tres generaciones.
Es el tiempo literario. Una de las pocas cosas que respeta es el orden de las estaciones. A mí en invierno se me parece más a una manta, que aprieta y libera donde y cuando quiere. En verano, no lo sé: como cada año cambia, falta todavía tiempo, salud y escritura para verlo. Lo único seguro sigue siendo que no se mide con reloj ni contador de palabras, sino simplemente leyendo y escribiendo.

10 dic 2018

Paganini



Desde pequeño adoro escuchar música clásica. Porque era el sonido natural de la casa en que crecí: mi tía o mi hermana tocando el piano y mi madre rascando el dial del radio de tres bandas hasta encontrar algún acorde de su Beethoven preferido. Luego descubrí un tocadiscos y, junto a él, dos vinilos que desde entonces me han acompañado: el Concierto Nº 4 para violín y orquesta de Nicolo Paganini y el Concierto en Mí menor de Mendelssohn. Por ellos, cuando debí escoger un instrumento en la Escuela de Música, escogí el violín y no el piano. Y por ellos y por la ruidosa vulgaridad del maestro Sienkewicks también lo dejé: sencillamente comprendí que nunca podría tocar la música que tanto me gustaba y que tenía más sentido seguir escuchándola. Eso es lo que he hecho desde entonces, hasta el punto de que no entiendo cómo estos vinilos todavía dan tanto de si y se siguen escuchando. Paganini y Mendelssohn. Con los años, he convertido el dúo en trío agregándole a Tartini, El Trino del Diablo. Los escucho una y otra vez, cada vez que puedo. Pero mi preferido es sin duda Paganini y su concierto Nº 4. No solo lo he escuchado muchísimas veces sino que nunca he dejado de sentir en él un juego amoroso entre el violín y la orquesta. Es, de hecho, la única pieza musical de mi vida en que, emocionado, me permito erigirme en director musical imaginario y con mi mano izquierda, a veces armada con un bolígrafo, en otras con una tijera de podar, inyectarle ritmo al violín de Arthur Grumiaux. Lo sigo escuchando en el vinilo original: una primera edición, registrada pocos días después de su reestreno en París, con la orquesta dirigida por Franco Gallini.



Esta es también una historia interesante, rocambolesca, que como la licuefacción de la sangre, se puede creer o no pero que es mejor creer. El concierto fue presentado por primera vez en Paris, en 1831, pero luego se perdió hasta que en 1936 un descendiente de Nicolo Paganini vendió un baúl con partituras manuscritas, una de las cuales advertía, en la caligrafía de su hijo Achille, que se trataba del Concierto Nº 4. Esta partitura llegó a las manos del coleccionista Natale Gallini quien vio que faltaba la parte correspondiente al solo del violín y, determinado, no descansó hasta encontrarla, entre unas partituras de un paisano suyo, Giovanni Bottesini. Si este pasaje resulta extraño y demasiado endogámico, el que viene lo será más todavía. Con el rompecabezas ya completado y, en ocasión del trigésimo quinto cumpleaños de su hijo Franco, Natale Gallini le obsequió a este la partitura, permitiendo así que Franco dirigiera a Arthur Grumiaux y a la Orquesta de Conciertos Lamourex el 7 de noviembre de 1954, interpretando en Paris el Concierto Nº 4 de Nicolo Paganini.


He escuchado otras versiones quizá más completas del mismo concierto, pero he decidido quedarme con la original y también creer el circuito gracias al que fue hallada la pieza. Escucharlo es uno de mis momentos preferidos y muchas veces he pensado que si alguna vez me llegase a encontrar en el paredón aquel, el de la muerte anunciada, y me fuese concedido un deseo, pediría volver a escucharlo. Eso sí, mucho cuidado: es necesario advertir que este concierto me gusta tanto que podría liberarme de mis heridas y, escuchándolo todavía, encontrar fuerzas para escribir otros cuartientos.