20 nov 2018

Aprender y vivir




Por haber vivido siempre al amparo de la literatura (comulgando en ella, confiando en ella, habiendo sido rescatado innumerables veces por ella) cuando hablo de sus potencias deletreo las palabras vida, goce y sufrimiento. Sigue siendo cierto: leyendo y escribiendo me he convertido en persona y me he hecho mayor; me he enamorado y he aprendido a seguir queriendo; me he multiplicado en hijos y amigos; he visto alguna vez mi nombre escrito en letras gigantes y otras recogiendo la mierda de los pájaros; he sido juez un día y por muchos años también condenado a morir cada noche para despertar luego como si nada hubiera pasado; he sobrevivido angustias profundas y, como si fueran veneno, también he aprendido a cambiarlas de mano para no beberlas. Gracias, señora. Muchísimas gracias.

Esta potencia de vivir es tan grande y parece abarcarlo todo tantas veces que ocasionalmente olvido otra importantísima: es que leyendo y escribiendo no solo se vive sino que se aprende a vivir. No es en absoluto una perogrullada porque no es lo mismo vivir que aprender a vivir.

Intento explicarme. Quien lee y escribe literatura adquiere progresivamente una inteligencia que siendo en origen literaria se hace vital. Hablo de una inteligencia de sentimientos y hechos: poesía y narrativa. 
No se trata solo de oler y recordar lo que olíamos cómo nos ha enseñado Proust, de delirar como Vila Matas dentro de laberintos de autores y ficciones, de seducir, robar y maldecir como Casanova o de caminar recogiendo piedritas y lanzándolas a las nubes como García Márquez. Se trata de que, una vez leídas y escritas, se ven las cosas venir y se puede organizar lo que queda por capítulos. Algo así como que si los olivos no florecen en primavera no habrá aceite en invierno. Gran cosa, puede decir alguno, eso también se hace con el Calendario Zaragozano, viendo El tiempo en la uno o con una aplicación en el móvil.

La maravilla literaria es que no solo se trata de eso. Quien lee y escribe sabe interpretar más rápido que nadie la sonrisa de una mujer, avizora en sus ojos el amor o el odio, intuye qué han comido los ancianos de la plaza luego de escucharles tres chistes, le basta con ver el final de las películas para saber el color de los calcetines de todos los protagonistas, podría incluso predecir el número que con más felicidad cantarán en diciembre los niños de San Ildefonso.

No exagero, no. Quien escribe no lo hace porque ha aprendido a vivir y, en la medida que transcurre la vida, sabe que la literatura es una escuela de la que preferiría nunca egresar.

8 nov 2018

Tarde redonda con espinas



Comienzo leyendo Demencia Precoz, de Teófilo Tortolero. Era un poeta de la Valencia en que crecí  y su libro, que más que  de medicina está impregnado de cuerpo y enfermedad, fue prologado por José Solanes, psiquiatra de Antonin Artaud y de mi tío Fernando. La lectura es maravillosa aunque rápida. La interrumpo cuando empiezo a pensar que todos mis empeños poéticos de la infancia solo pretendían emularle. "Si comienzo a morir esta tarde / caliéntame con fiebre / de tu buena compañía". Con los ojos cerrados recuerdo la ocasión en que le conocí. Yo tenía 20 años y Reinaldo Pérez So ya había pisoteado (calpestato, en italiano, expresa mejor lo que de verdad hizo)  mis poemas y oraciones. Yo ya escribía cuentos y nos habían dado un premio: a Teófilo en poesía, a mí en narrativa. Es mentira que fuese un hombre rural, pero los hechos de que viviese en Nirgua, que estuviese enfermo, a punto de morir, y que su libro premiado llevase por título La última tierra me sacan del sofá y me conducen al patio. Comienzo podando la buganvilla (trinitaria, no sé por qué, la llamábamos en La Entrada) y a pesar de los guantes me pincho los dedos recogiendo las ramas. Cuando termino reviso las plantas que me han traído del vivero. Hay un mango. Parece imposible pero en España ya han domesticado sus fibras y semillas. Ya pasó con las papas y el tomate. Ahora le toca al mango y al aguacate. Obviamente lo elijo de primero para plantarlo. La tierra está blanda. Lo agradezco porque, aunque pasé las tardes de mi infancia cavando agujeros para enterrar perros muertos  y plantar arboles, han pasado muchos años desde entonces y mi espalda no es la misma. Empieza a ser obvio. La ruralidad siempre ha sido mía y hubo un momento de esta tarde en que se la atribuí a Teófilo. Su poesía me ha permitido recordarla y este mango quizá dará frutos el año próximo. Vaya milagro. Para celebrarlo abro una botella de ron nicaragüense. Pienso en Daniel Ortega. Lo maldigo y vuelvo a Teófilo. "Cuando la última tierra sea un terrón / sin amo/ la cola de un caballo tirado en el barro / por su dueño loco / y los candados vuelen de sus nidos …". Con ese poema en el siglo pasado me enamoré cinco veces. Nunca dije que era mío, pero tampoco que no lo era, y solo una vez me descubrieron.

4 nov 2018

Insomnio, fundamentalmente en la noche


La mujer que en la noche acude a urgencias para curar su insomnio encuentra en las ojeras del médico que la atiende una reproducción de su agonía. Son simplemente otros dos ojos, pero sus párpados pesados y la bolsa de carne fofa y oscura sobre los pómulos le resultan tan conocidos que comienza a llorar. Casi todos los dolores aumentan con la oscuridad y el frío, pero ninguno duele más que el insomnio, incluso el ajeno. "Deberían escribirlo con hache, con hache mayúscula", dice ella. "No lo hacen porque mienten. Todos, lingüistas y demógrafos, todos mienten", piensa él, pero nada dice. Se limita a escuchar y se atreve a pensar que de haber podido conciliar el sueño le habrían despertado para atender este aviso. Uno y otro tienen deudas y dolores, aman, odian y se confunden digitando las letras para demostrar que son personas y no robots. Apenas son dos aunque parezcan muchos, como si los estudiantes de la mañana ya hubiesen llegado al hospital o nunca se hubiesen ido de él. También, dependiendo del ángulo, podrían parecer uno, apenas uno, solamente una masa informe y fragmentada que quiere dormir. Un fragmento que quiere y no puede y otro que no puede ni debe por lo que no importa si quiere. Pero igual quiere. Lo que pasa es que por no poder ni querer durante toda la noche rumia y piensa. Juntos hacen un círculo perfecto a fuer de imperfecciones. Ella habla y él escucha. Ella pide consejos y él los da o al menos juega a darlos." ¿Y si los siguiese él también?", se pregunta en silencio. Es verdad que no debe dormir, pero al menos podría tranquilizarse. Con ella está funcionando y ya está dispuesta a irse, a intentarlo otra vez. Quizá también con él funcione. Por eso, cuando ella sale con el informe en la mano, se acerca a su asiento todavía caliente y se deja caer. Juega a ser un paciente imposible porque no ha dado datos ni llamado a la enfermera. Nadie vendrá a atenderle, lo sabe muy bien, pero algo de terapéutico ha de tener esta silla rígida. De hecho comienza a sentirse mejor. Apenas lo nota, la puerta se abre y se asoma la paciente, mira hacia la silla vacía, la que hasta hace un rato ocupaba él, e inmediatamente entiende la situación. "¿Necesitas algo?, le pregunta. "Puedo ayudarte". Él recupera la compostura y, como si no la hubiera escuchado, le pregunta qué quiere. "Es que he olvidado las llaves del coche". Juntos las buscan hasta encontrarlas detrás del ordenador. Ella se marcha sin despedirse y él camina hacia su habitación, inquieto solo de pensar que por un momento consideró la posibilidad de aceptar la ayuda que le ofrecían.