Por haber vivido siempre al amparo de
la literatura (comulgando en ella, confiando en ella, habiendo sido rescatado
innumerables veces por ella) cuando hablo de sus potencias deletreo las
palabras vida, goce y sufrimiento. Sigue siendo cierto: leyendo y escribiendo
me he convertido en persona y me he hecho mayor; me he enamorado y he aprendido
a seguir queriendo; me he multiplicado en hijos y amigos; he visto alguna vez
mi nombre escrito en letras gigantes y otras recogiendo la mierda de los
pájaros; he sido juez un día y por muchos años también condenado a morir cada
noche para despertar luego como si nada hubiera pasado; he sobrevivido angustias
profundas y, como si fueran veneno, también he aprendido a cambiarlas de mano
para no beberlas. Gracias, señora. Muchísimas gracias.
Esta potencia de vivir es tan grande
y parece abarcarlo todo tantas veces que ocasionalmente olvido otra
importantísima: es que leyendo y escribiendo no solo se vive sino que se aprende
a vivir. No es en absoluto una perogrullada porque no es lo mismo vivir que
aprender a vivir.
Intento explicarme. Quien lee y
escribe literatura adquiere progresivamente una inteligencia que siendo en
origen literaria se hace vital. Hablo de una inteligencia de sentimientos y
hechos: poesía y narrativa.
No se trata solo de oler y recordar
lo que olíamos cómo nos ha enseñado Proust, de delirar como Vila Matas dentro
de laberintos de autores y ficciones, de seducir, robar y maldecir como
Casanova o de caminar recogiendo piedritas y lanzándolas a las nubes como
García Márquez. Se trata de que, una vez leídas y escritas, se ven las cosas
venir y se puede organizar lo que queda por capítulos. Algo así como que si los
olivos no florecen en primavera no habrá aceite en invierno. Gran cosa, puede
decir alguno, eso también se hace con el Calendario
Zaragozano, viendo El tiempo en
la uno o con una aplicación en el móvil.
La maravilla literaria es que no solo
se trata de eso. Quien lee y escribe sabe interpretar más rápido que nadie la
sonrisa de una mujer, avizora en sus ojos el amor o el odio, intuye qué han
comido los ancianos de la plaza luego de escucharles tres chistes, le basta con
ver el final de las películas para saber el color de los calcetines de todos
los protagonistas, podría incluso predecir el número que con más felicidad
cantarán en diciembre los niños de San Ildefonso.
No exagero, no. Quien escribe no lo
hace porque ha aprendido a vivir y, en la medida que transcurre la vida, sabe
que la literatura es una escuela de la que preferiría nunca egresar.