20 oct 2019

Cuando un libro te espera



Igual que la Biblia, el Quijote cada día baja de precio. "Aquí estoy, querido. Me están vendiendo. Por cincuenta monedas me voy contigo", me dijo hace cinco años, bello y altivo. "Es una edición ilustrada de siete kilos de peso", apuntó el vendedor aquella vez, como si el peso del libro hubiese sido parte del proyecto de Cervantes, en medio de una calle que insolitamente se llama Calle Enmedio. En estos años han crecido los hijos y los árboles. Quizá la próstata también ha aumentado de tamaño o se ha hecho menos elástica. Pero el Quijote jueves tras jueves siempre ha estado allí y cada día más barato. Lo llevan y lo traen. Los lunes lo intentan vender en Peñíscola, los martes en Torreblanca, los miércoles en Nules, los jueves en Castellón. Quién sabe dónde lo tienen los viernes y los sábados. En Benicasim los domingos. Cada día en una calle diferente, haga frío o calor. Pobre Quijote. Pobres libro y caballero, pobres escudero y escuálido jamelgo. Cuando llueve lo cubren con un plástico amarillo de puro viejo. Del frío y del sol no lo protegen. Por eso está cada vez más barato. El truco está en que pase el tiempo. No tanto para el libro, que es inmortal, sino para mí y el vendedor. Es también importante que yo pase preguntando por él cada seis meses como quien no quiere la cosa. Hace dos años me lo dejaban por cuarenta, hace un año por treinta y cinco. En esas ocasiones siempre lo he abierto hasta verle los ojos y escucharle la voz. De vez en cuando le he sacudido alguna mota de polvo. Hoy en la mañana el libro me ha hablado como nunca. Eran las ilustraciones de Segrelles pero tenían los ojos de la enfermera de novio colombiano y del policía de paisano que atendí la otra noche. En la página 49 me gritó la palabra tristor. "¿Qué haces hablando valenciano, quijotico querido? No me jodas, tú no eres Tirant Lo Blanc. No ne vengas a joder". El libro sigue lindo, estupendo. A pesar de tanto trajín no huele mal y las tapas no están para nada dañadas. "Lo estoy haciendo por ti, chamito lindo". El Quijote nunca deja de sorprenderme. "Pareces el puto Pentecostés", le digo en confianza absoluta: "ahora hablas todas las lenguas". El Quijote sigue altivo sobre la mesa, entre una enciclopedia de cocina y un atlas de anatomía. "Lo hago por ti, compadrito. Para que levantes cabeza. Para que no sigas jodido. Si me sacas de aquí, te voy a ayudar, curaré todos tus males". ¿Qué le ha pasado a este Quijote que pretende psicoanalizarme sin cita previa ni nunca haber acordado honorarios? "Ya no puedo más". Creo que sigue hablando el Quijote pero ahora quien habla es el vendedor. "Si no lo compras hoy lo destruyo, lo mato, le clavo un cuerno de toro en la ingle izquierda". Me sorprende tanta virulencia en un hombre más bien pacífico. "No digas eso, por favor. ¿En cuánto me lo dejas?". El hombre ni siquiera se lo piensa. Se ve que lo tiene decidido desde hace varios meses. "Por quince, por ser tú, te lo dejo por quince". El hombre me tiene fichado y cada vez que he venido a saludar el libro me ha reconocido. "Recuerda que una vez te pedí cincuenta". Me da incluso vergüenza regatear. Solo pido una bolsa y le doy el dinero. "Ve allá, al fondo, ese es el negocio de mi madre. Pídele la bolsa a ella", me dice y coge las monedas. Ahora lo llevo conmigo. Es mi libro, mi Quijote con ilustraciones de Segrelles. Dijo que iba a curarme y me está rompiendo los dedos de la mano derecha, también el corazón.