29 abr 2019

El interventor




Hace 25 años conocí al escritor mexicano Juan José Arreola. Hablaba para un grupo reducido y, joven de mí, me pareció que había bebido. Ahora no podría asegurarlo y daría por válidas las posibilidades de que sus palabras rápidas como balas, que yo pretendí regadas con vino, sencillamente formasen parte de un discurso habitualmente maníaco, acelerado, o que entonces ya empezasen a manifestarse en él los síntomas de alguna neuropatía. Las tres posibilidades son válidas y dudar sobre ellas ha sido vicio mío rumiado y solo a veces escrito a lo largo de estos años pero pierden toda importancia cada vez que me topo con «El guardagujas». No hay cuento más bonito y sencillo, como un bocadillo que relleno con solo una hoja de lechuga se apodera de la boca del comensal. Fundamental, delirante no por locura sino por obviedad, por sencillo y obvio. En sus páginas Arreola construye un manto de palabras para que el minúsculo guardagujas convenza al pasajero con prisas por llegar a T de la conveniencia de alquilar una habitación cerca de la estación. Ningún otro escritor hubiera podido escribir ese cuento, quizá solo Orham Pamuk, pero cincuenta años después y varios miles de kilómetros al Este. Ahora ya no existen guardagujas. Lo que ellos hacían con las manos, desviar las agujas de los rieles para cambiar el recorrido de los trenes, lo hacen ahora computadoras y máquinas. Es una pena porque la palabra es bellísima. No pasa lo mismo en otros idiomas. En italiano al guardagujas se le llamaba simplemente deviatore. En inglés, switchman. La belleza es del español y del valenciano. O quizá simplemente de Arreola. Imagino que no existiendo el oficio el cuento ya no podría escribirse o que en caso de estricta necesidad se llamaría el interventor. Ese oficio sí existe aunque también desaparecerá con el tiempo. Lo desempeñan mayormente hombres, vestidos con trajes planchados y casi siempre repeinados, que en el tren caminan entre un asiento y otro haciendo gala de equilibrio y revisando los títulos de viaje de los pasajeros. Llevan máquinas para leer billetes y también aceptan billetes o monedas. Tienen que dar todo tipo de explicaciones. Hay uno que me saluda siempre con afecto. Un día me preguntó en que trabajaba y le hablé de libros y pacientes. Le gustaron mis asuntos y progresivamente me contó los suyos. Le agobiaba que pronto le cambiarían a una línea en que debía hacer de altavoz, de interventor altavoz. “¿Qué significa?”, le pregunte. “Es sencillo, como los trenes no tienen sistema de sonido, yo debo ir entre uno y otro vagón anunciando el nombre de las estaciones y el final del recorrido. De todos los interventores que han revisado mis billetes es el único que no usa gomina y más bien va despeinado. Habría sido un buen personaje para Arreola, pero habría tenido que nacer ochenta años antes y doce mil kilómetros al Oeste. Claro, en esa situación quizá él no habría sido interventor, sino simplemente guardagujas. Qué palabra tan bonita.

19 abr 2019

Viernes Santo: estriptís en cercanías


Empiezo a escribir, a intentar escribir en el tren a partir de una línea que reposa en el cuaderno de notas desde hace dos o tres semanas. Aunque tengan veneno sus espinas una rosa no es psicópata. Es un tren solitario por la hora y la festividad. Quisiera seguir escribiendo. Realmente no tengo idea del recorrido que pueda tener esta rosa: quizá una descripción de sus pétalos y hojas, de su tallo que se contorsiona para pinchar a quien pasa a su lado. Pero los vigilantes de seguridad hablan entre sí y decido verles. Entre ambos suman cuarenta uñas y casi cien años. Tienen calvas, cicatrices, arrugas, ojeras y barrigas prominentes. De improviso el que está más cerca de mí le pide al otro que le haga una foto. Pienso inicialmente que, orgulloso de su uniforme, quiere una foto para mostrársela a los hijos. En principio no tiene nada de malo. Yo más de una vez me he hecho una foto en el hospital: reconozco que me gustan los selfies lleno de ojeras en las noches en que creo que es imposible continuar. Pero lo de este vigilante de seguridad es otra cosa. Ahora quiere una foto con las gafas de sol, a las siete de la mañana. Luego una foto sin el chaleco de seguridad. Ahora una con la porra entre las manos y el bote de gas (¿paralizante?) en el suelo. Habiendo solo pagado por el transporte, asisto a una sesión de estriptís patrocinada por la empresa española de trenes. La situación es absurda y bonita al mismo tiempo. Por un lado apetece sacar el móvil y hacerle una foto. Sería interesante que eso le gustase y que, motivado por la posibilidad de más fotos, se empeñase todavía más en esto de quitarse y ponerse accesorios. Pero lo más probable es que no: que no le guste mi foto (suya y de su compañero)  y se aproxime a mí intentando quitarme el móvil. Yo tendría que recordarle mis derechos y, bla bla bla mediante, me quedaría con el móvil y la foto. Podría pasar que no se diera cuenta de mí ni de mis actos, mucho menos de mis dudas. Él está tan concentrado en su performance que realmente resulta simpático verle, tan grandote e ingenuo, tan narciso, y no es plan advertirle que (alguien podría pensar que) está haciendo algo inadecuado. El estriptís de todas maneras está a punto de terminar, ha terminado ya. Un pasajero insomne en el otro extremo del vagón se niega a mostrar el título de viaje al revisor porque seguramente no lo tiene. Los dos vigilantes de seguridad acuden rápidamente y yo, gracias a ellos, a partir de una línea floral que carecía de adónde, hoy viernes santo, he podido escribir un cuartiento sobre la vanidad. Humana es, sin duda alguna.