Hace 25 años
conocí al escritor mexicano Juan José Arreola. Hablaba para un grupo reducido
y, joven de mí, me pareció que había bebido. Ahora no podría asegurarlo y daría
por válidas las posibilidades de que sus palabras rápidas como balas, que yo pretendí
regadas con vino, sencillamente formasen parte de un discurso habitualmente
maníaco, acelerado, o que entonces ya empezasen a manifestarse en él los
síntomas de alguna neuropatía. Las tres posibilidades son válidas y dudar sobre
ellas ha sido vicio mío rumiado y solo a veces escrito a lo largo de estos años
pero pierden toda importancia cada vez que me topo con «El guardagujas».
No hay cuento más bonito y sencillo, como un bocadillo que relleno con solo una
hoja de lechuga se apodera de la boca del comensal. Fundamental, delirante no
por locura sino por obviedad, por sencillo y obvio. En sus páginas Arreola
construye un manto de palabras para que el minúsculo guardagujas convenza al
pasajero con prisas por llegar a T de la conveniencia de alquilar una
habitación cerca de la estación. Ningún otro escritor hubiera podido escribir
ese cuento, quizá solo Orham Pamuk, pero cincuenta años después y varios miles de
kilómetros al Este. Ahora ya no existen guardagujas. Lo que ellos hacían con
las manos, desviar las agujas de los rieles para cambiar el recorrido de los
trenes, lo hacen ahora computadoras y máquinas. Es una pena porque la palabra
es bellísima. No pasa lo mismo en otros idiomas. En italiano al guardagujas se
le llamaba simplemente deviatore. En
inglés, switchman. La belleza es del
español y del valenciano. O quizá simplemente de Arreola. Imagino que no
existiendo el oficio el cuento ya no podría escribirse o que en caso de
estricta necesidad se llamaría el interventor. Ese oficio sí existe aunque
también desaparecerá con el tiempo. Lo desempeñan mayormente hombres, vestidos
con trajes planchados y casi siempre repeinados, que en el tren caminan entre
un asiento y otro haciendo gala de equilibrio y revisando los títulos de viaje
de los pasajeros. Llevan máquinas para leer billetes y también aceptan billetes
o monedas. Tienen que dar todo tipo de explicaciones. Hay uno que me saluda
siempre con afecto. Un día me preguntó en que trabajaba y le hablé de libros y pacientes.
Le gustaron mis asuntos y progresivamente me contó los suyos. Le agobiaba que
pronto le cambiarían a una línea en que debía hacer de altavoz, de interventor
altavoz. “¿Qué significa?”, le pregunte. “Es sencillo, como los trenes no tienen
sistema de sonido, yo debo ir entre uno y otro vagón anunciando el nombre de
las estaciones y el final del recorrido. De todos los interventores que han
revisado mis billetes es el único que no usa gomina y más bien va despeinado. Habría
sido un buen personaje para Arreola, pero habría tenido que nacer ochenta años
antes y doce mil kilómetros al Oeste. Claro, en esa situación quizá él no
habría sido interventor, sino simplemente guardagujas. Qué palabra tan bonita.
Ni cuentos ni artículos. Tampoco articuentos o cuentartículos. Se trata de cuartientos.
29 abr 2019
19 abr 2019
Viernes Santo: estriptís en cercanías
Empiezo a escribir, a intentar escribir en el tren a partir de una línea que reposa en el cuaderno de notas desde hace dos o tres semanas. Aunque tengan veneno sus espinas una rosa no es psicópata. Es un tren solitario por la hora y la festividad. Quisiera seguir escribiendo. Realmente no tengo idea del recorrido que pueda tener esta rosa: quizá una descripción de sus pétalos y hojas, de su tallo que se contorsiona para pinchar a quien pasa a su lado. Pero los vigilantes de seguridad hablan entre sí y decido
verles. Entre ambos suman cuarenta uñas y casi cien años. Tienen calvas, cicatrices, arrugas, ojeras y barrigas prominentes. De
improviso el que está más cerca de mí le pide al otro que le haga una foto.
Pienso inicialmente que, orgulloso de su uniforme, quiere una foto para
mostrársela a los hijos. En principio no tiene nada de malo. Yo más de una vez
me he hecho una foto en el hospital: reconozco que me gustan los selfies lleno de ojeras en las noches en que creo que es imposible continuar. Pero lo de este vigilante de seguridad es otra cosa. Ahora quiere una
foto con las gafas de sol, a las siete de la mañana. Luego una foto sin el
chaleco de seguridad. Ahora una con la porra entre las manos y el bote de gas (¿paralizante?) en el suelo. Habiendo solo pagado por el transporte, asisto a una sesión de estriptís patrocinada por la empresa española de trenes. La
situación es absurda y bonita al mismo tiempo. Por un lado apetece sacar el móvil y hacerle una foto. Sería interesante que eso le gustase y que, motivado por la posibilidad de más fotos, se empeñase todavía más en esto de quitarse y ponerse accesorios. Pero lo más probable es que no: que no le guste mi foto (suya y de su compañero) y se aproxime a mí intentando quitarme el móvil. Yo tendría que recordarle mis derechos y, bla bla bla mediante, me quedaría con el móvil y la foto. Podría pasar que no se diera cuenta de mí ni de mis actos, mucho menos de mis dudas. Él está tan concentrado en su performance que realmente resulta simpático verle, tan grandote e ingenuo, tan narciso, y no es plan advertirle que (alguien podría pensar que) está haciendo algo inadecuado. El estriptís de todas maneras está a punto de terminar, ha terminado ya. Un pasajero insomne en el otro extremo del vagón se niega a mostrar el título de viaje al revisor porque seguramente no lo tiene. Los dos vigilantes de seguridad acuden rápidamente y yo, gracias a ellos, a partir de una línea floral que carecía de adónde, hoy viernes santo, he podido
escribir un cuartiento sobre la vanidad. Humana es, sin duda alguna.
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