23 feb 2019

Disparen arepas


Ya era difícil pensar que la guerra fría del siglo XX tendría una reedición portátil en el siglo XXI. Quién lo iba a decir después de Gorbachov, tantos glásnost y George Bush, tamaña Perestroika y Obama. Mucho más difícil resultaba imaginar que esta nueva guerra fría y portátil se escenificaría en Venezuela. Alineados de un lado millones de venezolanos sufrientes, hambrientos e hipertensos sin remedio (por medicina) y del otro un grupo de narcotraficantes (gordinflones e hipertensos a pesar de las toneladas de amlodipino), secundados estos últimos por militares corruptos, intelectuales nostálgicos y personeros (¿estoy hablando del psiquiatra genocida y de su hermana?) que buscan vendetta y, cueste lo que cueste, reivindicación familiar con zapatos marca Gucci. Quién lo iba a decir. Nuestras montañas y sabanas en la primera plana de los periódicos de todo el mundo sin que la noticia tuviese que ver con el Miss Venezuela ni con algún campeón mundial de boxeo o con las novelas de José Balza que tanto gustaban a Cortázar. No, no se trata de ninguna maravilla. Además de hambre, hay miedo y tensión. Temor a que pueda se pueda estar cocinando una tragedia. De un lado están los americanos que por primera vez en mucho tiempo y a pesar del miedo (asco) que nos da Trump parecen abrazar una causa justa: es su dinero, son también sus tropas, los nacionalizados primero seguramente, pero igual de marines. Del otro los mercenarios rusos que en primera instancia paga Putin: su encargo no es resistir ni nada menos, tan solo disparar, sobrevivir y, si la cosa se pone dura, sacar con vida o matar (para convertirlos en mártires) a Nicolás Maduro, al psiquiatra genocida (se llama Jorge Rodríguez), a su hermana y al fiscal Saab.


La escena está montada. La izquierda europea ha alquilado palco con sombra y sostiene binoculares con olor a absenta. La derecha más de lo mismo. Entre rusos y americanos estamos los venezolanos pidiendo que no disparen misiles, que no detonen bombas ni expandan gases. Que por favor nada de eso. Que da un poco de asco a lo que hemos llegado pero que es necesario que Maduro se vaya. Que Venezuela no aguanta más. Que quién lo iba a decir. Que si hay que disparar que disparen arepas, rellenas con hamburguesas y mantequilla de cacahuetes o con arenques y rebanadas de pelmeni. Que a nadie se le ocurra pedir morcilla porque, eso sí se sabe, la sangre tiene un solo pozo del que salir y ese pozo, Venezuela, ya ha dado mucha sangre en los últimos veinte años. Pero que se vaya Maduro de una buena vez. Que no se les vaya a olvidar entre tanto concierto y algarabía. Que lo importante es que se vaya Maduro.
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20 feb 2019

Hacer pan, comer arepas


Por haber hablado de levaduras en voz alta hace una semana, dos personas me han preguntado si de verdad hago pan. La segunda de ellas incluso me pidió que de ser cierta la posibilidad le vendiera una pieza. Dije que sí a la primera pregunta y, obviamente, no a la segunda. 



El asunto es que tengo una larga relación con harinas y masas. Creo que esta proviene fundamentalmente de las arepas ya que crecí viendo cómo una mujer hermosa se despertaba todos los días muy temprano y, luego de llamarnos, presentaba en la mesa ocho maravillas tostadas con las que prácticamente aprendimos a hablar (1). 
La madre también hacía los domingos tres o cuatro hogazas de pan integral y, ocasionalmente, cuando la tribu lo pedía, pizzas y pan de jamón. Así transcurrió la infancia, entre una y otra levitación, que las de la casa no solo eran químicas ya que en una ocasión, luego de rezar cinco rosarios seguidos, mi hermano y yo vimos cómo el tío más santo se separaba de la cama aproximándose cada vez más al techo para luego caer de forma brusca porque una de nuestras bocas maravilladas dejó escapar la palabra coño.
Pero el impulso definitivo proviene del momento en que se atravesó en mi camino El taller blanco de Eugenio Montejo. No fue necesario que viniera Sean Penn para que las palabras que describían la panadería familiar, como si se tratara del mundo dando vueltas, me estimulasen a iniciar una guerra en que las granadas provocaban explosiones de harina y los misiles eran gigantescas barras de pan macizo, indestructible.
La técnica que me faltaba la adquirí en Sardegna. Fueron dos años junto al mar, en el segundo piso de una panadería. A las cinco de la mañana el horno comenzaba a despedir olores y era necesario despertarse. Si bajaba, el panadero me regalaba un cruasán a cambio de escucharle hablar sobre sus masas. Si no bajaba, igual no podía dormir porque, con el horno encendido, el buen hombre silbaba en la puerta trasera de su panadería. Por eso bajaba, para que no silbara. Por eso hago pan miércoles y domingo, pero no lo vendo.



(1): La arepa no es solo pan de maíz. Es un acto de amor. Caricia materna, arepitas de manteca, caricia que enseña a acariciar. 

Hundir los dedos en la masa. Nada más suave, nada más presente, nada más evanescente. 
La masa es cuerpo que se toca y se penetra, que se intenta asir y, aunque rodea las manos, desaparece. 
La masa es un amor que parece imposible pero que la insistencia de pretenderla arepa convierte en pelota. 
Nalga y mejilla, cachetes para acariciar dándole palmaditas. Círculo perfecto, la masa entre las manos, sin ni siquiera una estría, con poros que imitan la piel, la piel de la arepa.
Arepa humana, ni santa ni levita. Se sostiene sobre el acero y el fuego. No se derrite pero emana vapor, como cuerpo en la cama.