Por haber hablado de levaduras en voz alta hace una semana, dos personas me han preguntado si de verdad hago pan. La segunda de ellas incluso me pidió que de ser cierta la posibilidad le vendiera una pieza. Dije que sí a la primera pregunta y, obviamente, no a la segunda.
El asunto es que tengo
una larga relación con harinas y masas. Creo que esta proviene fundamentalmente de las arepas ya que crecí viendo cómo una mujer hermosa se
despertaba todos los días muy temprano y, luego de llamarnos,
presentaba en la mesa ocho maravillas tostadas con las que prácticamente aprendimos a hablar (1).
La madre también hacía los
domingos tres o cuatro hogazas de pan integral y, ocasionalmente, cuando la
tribu lo pedía, pizzas y pan de jamón. Así transcurrió la infancia, entre una y
otra levitación, que las de la casa no solo eran químicas ya que en una
ocasión, luego de rezar cinco rosarios seguidos, mi hermano y yo vimos cómo el tío más santo se separaba de la cama aproximándose
cada vez más al techo para luego caer de forma brusca porque una de nuestras
bocas maravilladas dejó escapar la palabra coño.
Pero el impulso definitivo proviene del momento en que se atravesó en mi camino El
taller blanco de Eugenio Montejo. No fue necesario que viniera Sean Penn para que las palabras que describían la panadería familiar, como si se tratara del mundo dando vueltas, me estimulasen a
iniciar una guerra en que las granadas provocaban explosiones de harina y los
misiles eran gigantescas barras de pan macizo, indestructible.
La técnica que me faltaba la adquirí en Sardegna. Fueron dos años junto al mar, en el
segundo piso de una panadería. A las cinco de la mañana el horno comenzaba a
despedir olores y era necesario despertarse. Si bajaba, el panadero me regalaba
un cruasán a cambio de escucharle hablar sobre sus masas. Si no bajaba, igual
no podía dormir porque, con el horno encendido, el buen hombre silbaba en la
puerta trasera de su panadería. Por eso bajaba, para que no silbara. Por eso
hago pan miércoles y domingo, pero no lo vendo.
(1): La arepa no es solo pan de maíz. Es un acto de amor. Caricia materna, arepitas de manteca, caricia que enseña a acariciar.
Hundir los dedos en la masa. Nada más suave, nada más presente, nada más evanescente.
La masa es cuerpo que se toca y se penetra, que se intenta asir y, aunque rodea las manos, desaparece.
La masa es un amor que parece imposible pero que la insistencia de pretenderla arepa convierte en pelota.
Nalga y mejilla, cachetes para acariciar dándole palmaditas. Círculo perfecto, la masa entre las manos, sin ni siquiera una estría, con poros que imitan la piel, la piel de la arepa.
Arepa humana, ni santa ni levita. Se sostiene sobre el acero y el fuego. No se derrite pero emana vapor, como cuerpo en la cama.
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