20 oct 2019

Cuando un libro te espera



Igual que la Biblia, el Quijote cada día baja de precio. "Aquí estoy, querido. Me están vendiendo. Por cincuenta monedas me voy contigo", me dijo hace cinco años, bello y altivo. "Es una edición ilustrada de siete kilos de peso", apuntó el vendedor aquella vez, como si el peso del libro hubiese sido parte del proyecto de Cervantes, en medio de una calle que insolitamente se llama Calle Enmedio. En estos años han crecido los hijos y los árboles. Quizá la próstata también ha aumentado de tamaño o se ha hecho menos elástica. Pero el Quijote jueves tras jueves siempre ha estado allí y cada día más barato. Lo llevan y lo traen. Los lunes lo intentan vender en Peñíscola, los martes en Torreblanca, los miércoles en Nules, los jueves en Castellón. Quién sabe dónde lo tienen los viernes y los sábados. En Benicasim los domingos. Cada día en una calle diferente, haga frío o calor. Pobre Quijote. Pobres libro y caballero, pobres escudero y escuálido jamelgo. Cuando llueve lo cubren con un plástico amarillo de puro viejo. Del frío y del sol no lo protegen. Por eso está cada vez más barato. El truco está en que pase el tiempo. No tanto para el libro, que es inmortal, sino para mí y el vendedor. Es también importante que yo pase preguntando por él cada seis meses como quien no quiere la cosa. Hace dos años me lo dejaban por cuarenta, hace un año por treinta y cinco. En esas ocasiones siempre lo he abierto hasta verle los ojos y escucharle la voz. De vez en cuando le he sacudido alguna mota de polvo. Hoy en la mañana el libro me ha hablado como nunca. Eran las ilustraciones de Segrelles pero tenían los ojos de la enfermera de novio colombiano y del policía de paisano que atendí la otra noche. En la página 49 me gritó la palabra tristor. "¿Qué haces hablando valenciano, quijotico querido? No me jodas, tú no eres Tirant Lo Blanc. No ne vengas a joder". El libro sigue lindo, estupendo. A pesar de tanto trajín no huele mal y las tapas no están para nada dañadas. "Lo estoy haciendo por ti, chamito lindo". El Quijote nunca deja de sorprenderme. "Pareces el puto Pentecostés", le digo en confianza absoluta: "ahora hablas todas las lenguas". El Quijote sigue altivo sobre la mesa, entre una enciclopedia de cocina y un atlas de anatomía. "Lo hago por ti, compadrito. Para que levantes cabeza. Para que no sigas jodido. Si me sacas de aquí, te voy a ayudar, curaré todos tus males". ¿Qué le ha pasado a este Quijote que pretende psicoanalizarme sin cita previa ni nunca haber acordado honorarios? "Ya no puedo más". Creo que sigue hablando el Quijote pero ahora quien habla es el vendedor. "Si no lo compras hoy lo destruyo, lo mato, le clavo un cuerno de toro en la ingle izquierda". Me sorprende tanta virulencia en un hombre más bien pacífico. "No digas eso, por favor. ¿En cuánto me lo dejas?". El hombre ni siquiera se lo piensa. Se ve que lo tiene decidido desde hace varios meses. "Por quince, por ser tú, te lo dejo por quince". El hombre me tiene fichado y cada vez que he venido a saludar el libro me ha reconocido. "Recuerda que una vez te pedí cincuenta". Me da incluso vergüenza regatear. Solo pido una bolsa y le doy el dinero. "Ve allá, al fondo, ese es el negocio de mi madre. Pídele la bolsa a ella", me dice y coge las monedas. Ahora lo llevo conmigo. Es mi libro, mi Quijote con ilustraciones de Segrelles. Dijo que iba a curarme y me está rompiendo los dedos de la mano derecha, también el corazón.


26 sept 2019

La verdadera casa de papel




La casa de papel  hubiera podido ser un título de Cortázar pero, se ve, prefirió "Casa tomada". Ahora es lugar donde imprimir valores y también una serie televisiva de éxito. No dudaré de la calidad de los billetes ni de los episodios del uno y la otra ya que para ello aquí están la Policía Nacional y el crítico de cine y televisión Carlos Boyero, pero en este cuartiento, a partir de un ejemplar de La muerte en Venecia de Thomas Mann comprado hace casi cuarenta años en una librería más cerca de Alicante que de Valencia, intentaré demostrar que la verdadera casa de papel es el libro, el libro literario, mucho mejor si impreso en papel y comprado en librería. 
La librería en la que se compró originalmente este libro le roba el nombre a un poema del griego Contantino Cavafis, quien  a su vez se lo roba a Odiseo a quien su creador, Homero, le atribuye el haber nacido en Ítaca, una pequeña isla jónica ubicada entre Cefalonia y Lefkada. Se trata de la librería Ítaca, situada entonces y todavía en Villena, que como pequeña ciudad bien podría ser el barrio en que se encuentra la casa de papel que estamos construyendo aunque visto lo visto también podría serlo Ítaca.
Allí, entre Ítaca y Villena,  debería estar el primer jardín de esta casa. Un jardín pequeño porque se trata de una edición de bolsillo y con árboles altos porque el libro fue editado por Destino hace 37 años. Sería necesario hablar también de un segundo jardín más cerca del lugar que yo habito, Puzol, no Pozzuoli a pesar de que estamos hablando de Venecia, ya que fue en su mercado (el de Puzol) donde, entre puestos de frutas, bragas y embutidos, le compré por un euro el ejemplar al vendedor de libros usados. Este jardín sería frutícola y nada ornamental: naranjas y olivos, quizá alguna tomatera. 
Entre ambos jardines, en una casa de tres alturas se desarrollan las idas y venidas de Gustav Von Aschenbach. Este tipo de casas se componen de espacios y habitaciones, pero cuando se entra en confianza se entiende que también son capítulos y páginas, párrafos y líneas. En una de los primeros espacios está la calle de Múnich donde comienzan los devaneos de Von Aschenbach. En la siguiente, Trieste: es impresionante que una ciudad tan bella quepa en una sola habitación pero mucho más que Thomas Mann solo la nombre en una línea del libro. Junto al jardín posterior está Pula, la isla ahora croata donde Von Aschenbach solo resiste cinco días. Y en las dos alturas superiores, se encuentra el Lido veneciano. Cerca, muy cerca, morirá el personaje para hacerle justicia al título y, como suele pasar con los protagonistas, no tendrá posibilidad de conocer la dedicatoria que en el tejado dejó registrada el comprador original, a quien siento más padre que amante o hermano: "¿Que siempre te regalo libros? Sí, ya sé. Pero no lo puedo evitar. Debe ser mi obsesión. Me gusta transmitir mi entusiasmo hacia ellos. Quiero que tú lo compartas. Disfruta leyéndolo".
Hoy, entre mis manos, La muerte en Venecia es la verdadera casa de papel.

20 sept 2019

Enterrar el perro



Mi perro, Lazarillo, hubiera podido morir de viejo pero, escapándose de casa, se adelantó unos días y fue arrollado por un camión en la carretera al borde la cual vivíamos. No es que fuese tan fuerte que necesitase un camión para morir. Simplemente le tocó al camión. Igual hubiera podido ser un carro pequeño o, con lo mal que estaba, incluso una bicicleta. Pero le tocó el camión. 
Lazarillo era un perro negro con manchas blancas. Más grande que pequeño, en casa fantaseábamos con la posibilidad de que fuese pastor alemán, pero yo creo que realmente no lo era. Nos habíamos encontrado en la calle y él había decidido venir conmigo. Mi madre Aura inmediatamente interpretó su cara y le preparó un tazón de sopa de leche que él en menos de un minuto devoró. Luego se fue quedando con nosotros. Era una casa abierta, sin vallas ni empalizadas, pero él no salía. Había asumido la casa como recinto y, aunque ambulante, se había convertido en árbol de su patio.
Mientras yo crecía Lazarillo hizo familia. A la casa llegó una perra más pequeña que él de la que mi hermana dijo que estaba embarazada. Él la acogió y, porque así pasaban las cosas en el pueblo, la noche en que ella se retiró a parir, Lazarillo fue quien la acompañó. Recuerdo la mañana siguiente como una fiesta de la saliva. Lazarillo la lamía a ella y ella los lamía a él y a los cachorritos. Uno de ellos se quedó en casa y, por largo que parezca, lo llamamos Lazarillo Segundo. 
Él estaba conmigo cuando Lazarillo murió. Yo, que tenía catorce años, escuché un frenazo y luego vi el cadáver de Lazarillo desde la ventana. Bajé inmediatamente por la escalera que en la piedra habían esculpido los hombres de la familia Aular y, sin pensar mucho en lo que hacía, empujé el cadáver de mi perro hacia el bordillo. No recuerdo haber llorado ni gritado. Ni siquiera llamé a las mayores, yo que era hijo de dos madres. Regresé a la casa, que permanentemente estaba en obras. Nadie me vio mientras iba y venía, tampoco cuando regresé junto a Lazarillo provisto de carretilla, pico y pala. Me guiaba, más que el sentido común, la necesidad de hacer lo que creía que debía. Desde el momento en que había sido yo quien había llevado a Lazarillo a casa, Lazarillo era mi perro y yo sentía que debía ser yo quien se encargase del asunto ahora que Lazarillo no era perro ni nada sino esa masa enorme inanimada con apenas un hilo de sangre que le salía por una de las fosas nasales. 
Así, con ayuda de la carretilla, trasladé lo que quedaba de Lazarillo hasta la iglesia del pueblo, apenas separada de la casa por una rambla cementada que a veces usábamos como estacionamiento. Realmente lo llevé hasta el patio de la iglesia, del lado izquierdo mirando desde la cocina de mi casa, a la altura del altar que el Padre Pedrón usaba para gritar e insultar (con la sana intención de convertir, de terminar de convertir) a sus escasos feligreses, y allí comencé a cavar una fosa. La tierra era blanda y no tuve mayor problema en cumplir mi cometido. Volqué el cadáver en la fosa y lo cubrí. Luego recogí mis cosas y regresé a casa.
Allí le conté a mi madre Leticia lo que había pasado. Ella recordó que Lazarillo se llamaba así en homenaje al de Tormes y me sirvió un taza de leche tibia con trozos de arepa que yo ingerí poco a poco, sin saber que olvidaría lo ocurrido durante casi treinta y cinco años.

13 sept 2019

Cajón de médico



Todo médico tiene su cajón, qué duda cabe. Y aunque el médico pueda usar eventualmente un cajón de sastre, poco tiene que ver uno con el otro fundamentalmente porque en el de sastre según parece cabe todo, mucho más si no tiene cabida en ningún otro lugar, y en el de médico solo caben (o han de caber) aquellas cosas que tienen que ver con el ejercicio de la profesión.  

El cajón de médico se distingue de cualquier otro cajón por su discreción. De un gris oscuro que se aleja del negro, casi siempre junto a la rodilla derecha del facultativo, incluso para declinar ha elegido el silencio. Nada dice y en ningún parte se queja, pero en él cada vez se meten menos cosas. Es un cajón pobre, venido a menos.  Desde ese punto de vista, incluso el denostado cajón de sastre es actualmente más ambicioso porque entre retazos y trastos diversos el sastre todavía conserva en él hilo y aguja. El cajón de médico en cambio no se puede vanagloriar de nada ya que en la consulta del médico los instrumentos más útiles están en la superficie, a flor de piel, o escondidos detrás del cableado en máquinas mastodónticas. Ello condena al cajón a un uso secundario, absolutamente secundario, en que se depositan objetos que una parte de la medicina quiere convertir en antiguallas.

Pero no por ello este cajón deja de tener encanto. Al contrario, ahora, en esta circunstancia, es cuando empieza a tenerlo. Por si fuera poco no resulta fácil dudar de su utilidad ya que para el desarrollo de cualquier consulta, por escrupulosa que esta sea, siempre será necesario un espacio cerrado donde conservar el cuño, un recetario manual para el momento en que falle la informática, las tarjetas de visita que se van recibiendo y alguna guía de terapia farmacológica.

Pero esto es solo el comienzo, los primeros diez centímetros. El cajón de médico también puede albergar el fonendo, un par de olivas de repuesto, dos reglas de electrocardiograma, el martillo de reflejos y un pulsioxímetro de repuesto. Ofrece además la posibilidad de albergar algún objeto de uso estrictamente personal. El monedero, el estuche de las gafas, el móvil o el reloj si acaso es necesario despojarse de este último. Se fundirían en esta posible instancia hacienda pública y privada, lo cual tiene tanto encanto como peligro.

Así es el cajón de médico, anticuado, útil y universal, entrañable como una cabina de teléfono o un bebé de dinosaurio perdido en la estación de autobuses, que hoy nos ha permitido construir un cuartiento.

28 jul 2019

Barbería delirante, 6


        Publicado en el Dietario del Papel Literario, El Nacional (28/07/2019)

Las instrucciones que han recibido las espías gringas que trabajan aquí son claras. No importa que vayan de mormonas, testigas de Jehová o que simplemente den clases a los pequeños espías. “Cuidado con el tío Teo”. Ellas lo dicen en su lengua y casi nadie las entiende: “Atention with uncle Theo”. Al final casi nadie dice qué fue lo que pasó con este hombre, quién era o es, qué hacía o hace. No aparece ninguna información sobre él en los archivos desclasificados, pero el director del colegio, que caminando por la Avenida Bolívar se topó con mi negocio, me lo hizo saber (sin necesidad de pronunciar palabra) mientras le pulía la calva. Es un hombre extraño y, se nota, tiene problemas. El primero, la calva: ¿qué necesidad tiene de hacérsela pulir? El segundo, el tercero y el cuarto seguro tienen que ver con los genitales. Las placas de seborrea en la coronilla hablan de una denuncia que alguna vez se cursó en Ohio. Por eso, apenas un alumno o un profesor hace alguna referencia sexual, el hombre se tensa y envía telegramas al Pato Donald, en Washington. Para curarse en salud. No quiere que la denuncia de Ohio se ventile nuevamente y entorpezca su carrera. Él es el tío Teo. Castrado farmacológicamente desde hace años. Lo noto mientras lo unto con aceite de Argán. Antes de llegar a Venezuela, un sábado en la tarde llamaron a su puerta dos jovencitas vendiendo el perdón de los pecados. Después de escucharlas durante dos minutos, que si Jehová, que si el Armagedón, que si Joseph Smith, se dio media vuelta y les dijo: “Si lo que quieren es sexo, pasen, que aquí afuera no puedo”. El director no lo contaba, su cuero cabelludo lo dejaba saber, pero pude notar que sus poros se dilataban mientras yo me iba enterando del asunto.

22 jul 2019

El afecto agrandado (de las redes sociales)




Habiendo sido niño solitario, lletra ferit precoz, que tenía por amigos libros, santorales, volúmenes de enciclopedia y, fundamentalmente, el sueño de escribir algún día un cuento decente, cuando hace unos años vio que tenía más de cien amigos en Facebook le costó creer que fuera cierto. Nunca se lo había planteado como meta, nunca lo había creído posible y, por ende, le resultaba inaudito que hubiera sucedido. Sin embargo, encontró explicación en los cambios geográficos (no era marinero, pero igual siempre había trabajado aquí y allá) y, por qué no, en la pasión multidisciplinar de su vida (sus amigos venían de fábricas, librerías y todo tipo de garitos). Cuando sobrepasó los mil, a su asombro se agregó el de sus hijos. Algo así como “míralo, quién lo hubiera dicho”.  Cuando los cinco mil, abrió una segunda cuenta y se sentó a verla crecer.

Supo (o creyó) desde el primer momento que la pantalla a través de la cual veía a sus nuevos amigos magnificaba los eventos de la vida a pesar de que minimizaba la realidad. “No está mal el invento”, publicó a manera de pensamiento. Era y sigue siendo bonito. Los likes gustan incluso más que los dulces: son caricias que alimentan y refrescan al Narciso, gigante o diminuto, que imprescindiblemente llevamos dentro. Los mensajes, las fotos, los videos, los textos y las felicitaciones acercan. “Amigos, somos y seremos amigos, no es mentira”. Por si fuera poco, aunque siempre es posible discutir, las posibilidades son menores que en la vida real y con el contacto frecuente. Esa es, se dijo, la parte positiva del afecto agrandado en las redes sociales.

Pero con los años en la medida en que la segunda cuenta crecía y el invento de Zuckerberg se fue haciendo mayor, pudo comprobar que este afecto agigantado tiene también un lado negativo. “Tantos amigos aumentan la alegría pero también la tristeza”, escribió una mañana en que el caralibro le preguntó que pensaba. No se refería, no quería decir que en las redes sociales se encuentra alivio, pero también desazón: algo así como que si es posible el gusto será también lo será el disgusto. No se trataba de eso. Se trataba, en su cabeza al menos, pero también en la forma en que vivía la red social, de que si se aumenta la masa de relaciones de la misma manera en que crecen las buenas noticias también aumentarán las malas. Tenía razones para pensarlo porque en las semanas precedentes se había enterado por Facebook de la muerte de cinco contactos y todas le habían dolido verdaderamente. Tanta alegría como dolor. “No es exclusivo el asunto de las redes sociales”, le dijo al programa cuando le volvió a preguntar en qué pensaba. “Puede pasar también con la poesía que leo todos los días. Cuando el poeta muere, no importa que no lo haya conocido, igual duele”. Pero cinco muertes son muchas en cualquier circunstancia y por unos días pensó que aquellos días de la infancia, sin tantos amigos, se vivía mejor, mucho mejor.

6 jul 2019

La trampa gringa, by Chester Himes



Se trata de un resto diurno, seguro, porque ayer encontré dos novelas de Chester Himes que no conocía y leí una interesante crónica sobre el final de su vida en Moraira, Alicante. El asunto es que soñé con un libro inédito de Chester Himes que aparecía como si nada justo entre el cortacésped y la motosierra, "La trampa gringa", decía a manera de título, dice todavía en mi recuerdo, entre una mancha de grasa y un resto de gasolina. En la novela, Ataúdes aunque no se apellida Johnson sino Hojelade es el mismo burro maltratador de Cuando el calor aprieta o Por amor a Imabelle. Sepulturero tampoco se apellida Jones sino Flechina. Juntos acuden a una escuela mormona que a pesar de la lectura detenida que hice durante el sueño no puedo recordar si estaba en Panamá, Alicante o Valencia. Puedo asegurar, sí, que no se trataba de Harlem. Acuden a la escuela, "La trampa gringa", para investigar los antecedentes sexuales del director Albino Smith. Era un tema oscuro, pero en la novela la atención de Himes (que sí se apellida Himes) se desvía hacia el encuentro de Sepulturero con la profesora de religión. Se conocen como consecuencia de la vida delictiva del hijo de ella. Hablan inicialmente de sus sustancias y trapicheos, pero un guiño de ella es suficiente para que empiecen a flirtear, Ataúdes llama a Sepulturero, se lo lleva aparte e intenta convencerle de que comete un error: "Pero, ¿acaso no te das cuenta de que es una mujer rara?". Rara era, en verdad, y también fea. En el recuerdo parece una puta verbenera. "Además, se entiende con Albino". "¿Con Albino Smith? ¿No está casado?". No sé cómo hago para recordar claramente el diálogo. "Sí, pero son mormones". Yo en ese momento pensé que más que mormones parecían espías del FBI y cerré el libro No he debido hacerlo porque inmediatamente desperté y de "La trampa gringa" solo me queda la sensación de que Chester Himes quería mandar a la mierda a todos los personajes. A Hojelade, a Sepulturero Flechina, a Albino Smith y obviamente a la profesora de religión. Uno por uno, a la mierda todos.

29 may 2019

¿Para qué sirve escribir? (últimas regulaciones)




Asociada al ideal de belleza que impregna la mayor parte del quehacer artístico de la escritura se cree y se dice que sirve para cantar, amar y enarbolar los valores positivos de la especie humana y de su tránsito por el universo. Esta circunstancia permite que le dé belleza al dolor y al sufrimiento, incluso al amor, que es un sentimiento que por sí solo no tiene que ser bello por fuerza. Hay también una posibilidad, asociada mayormente a la narrativa, que permite que la escritura sea útil para describir y retratar la realidad, mayormente con intención de mejorarla.

Sin embargo, la escritura sirve también para fijar posición y exigir respeto a ella. No me refiero a los insultos que recibía Lesbia de Cátulo. Tampoco a la canción de protesta ni a la novela negra. Me refiero, sí, a la defensa de los derechos en una sociedad que, reduciéndonos al rol de usuarios y consumidores, nos trata a través de programas informáticos y, cuando es necesario argumentar razón y reclamar los errores cometidos a partir de sus algoritmos, nos dirige a oficinas virtuales que sustituyen las antiguas hojas de reclamación o el trato directo con proveedores.

Ese es también ahora uno de los usos de la buena escritura. Reclamar, defender los derechos del ciudadano expuesto. Lo ha hecho siempre el escritor desde la tribuna periodística y lo hace también ahora como ciudadano defendiendo sus derechos y los de su grupo ante las defensorías y centros de reclamación. No es mentira, ni siquiera ironía. Una reclamación sutilmente escrita surte más efecto que una que carezca de espíritu literario. Se genera de esa manera una nueva utilidad del quehacer escritural. Si hace veinte años llorábamos de alegría viendo a la escribiente que en Estación central de Brasil escribía por encargo cartas de amor, ahora puede ser el escritor quien ofrezca sus servicios frente a los bancos y las grandes superficies, a un lado de las telefónicas y los colegios. “Escríbeles que me han robado, que han abusado de mí”. “Diles que es inadmisible lo que han hecho con mi hija”.

El escritor les escucha y, solo si es bueno y sensible, puede escribir adecuadamente el reclamo de tanto dolor burlado.

20 may 2019

Bruno Martí, la última víctima de Josu Ternera




Un asesino solo puede ser un asesino aunque quiera ser otras cosas. Una vez irrespetado el derecho a la vida de los otros, el asesino puede intentar ser un padre ejemplar, un parlamentario excelente o un hábil negociador, pero nada de eso importa ni debe hacerlo. Es un asesino y de él recordaremos el rostro de sus víctimas y de los hijos de sus víctimas. Todo palidece ante los cadáveres que dejó diseminados, los cuerpos destrozados, las viudas, los huérfanos. Es lo que pasa con el asesino Josu Ternera: después de la explosión de Zaragoza, nada de lo que haya hecho antes ni después puede redimirlo. Ni siquiera la enfermedad importante. Sus dos cánceres, si acaso son ciertos, no alivian el dolor sembrado. Que no haya podido conocer a sus nietos tampoco. Para él la situación tiene un lado positivo: poco importan también sus delitos menores. El que parece ser el último es la creación de un personaje doblemente literario para sobrevivir en su huida. En la última estación de esta, el terrorista asesino se inventó al escritor venezolano Bruno Martí y decidió esconderse detrás de su falta de estímulos creativos para vivir con tranquilidad en los Alpes franceses. No es casual la escogencia: son cientos los escritores venezolanos que actualmente viven fuera de Venezuela. Además, en unos años en que hasta los periódicos carecen de papel, Venezuela es uno de los pocos países del mundo en que los escritores pueden ser personas absolutamente desconocidas y aunque escriban permanentemente carecen de bibliografía. No se editan libros, desaparecen los periódicos y las editoriales de fuera apenas publican unos pocos.  Josu Ternera lo sabe y se aprovechaba de ello. Creando a Bruno Martí (un escritor que no existe y por lo tanto carece de publicaciones, pero que si existiera, aun escribiendo todos los días, igual Google desconocería) se burla de una literatura que obviamente le importa un comino pero (comino mediante) se aprovecha de ella. No es tonto el Ternera, nunca lo fue a pesar de sus crímenes. Por si fuera poco, en la génesis de su último delito, el asesino políglota se permitió un guiño: llamar Bruno (moreno, en italiano) a su personaje. Si fuese una persona normal, incluso un delincuente menor, lo dejaría pasar. Siendo el asesino que nunca dejará de ser, invoca sin nauseas el vómito en escopetazo.

29 abr 2019

El interventor




Hace 25 años conocí al escritor mexicano Juan José Arreola. Hablaba para un grupo reducido y, joven de mí, me pareció que había bebido. Ahora no podría asegurarlo y daría por válidas las posibilidades de que sus palabras rápidas como balas, que yo pretendí regadas con vino, sencillamente formasen parte de un discurso habitualmente maníaco, acelerado, o que entonces ya empezasen a manifestarse en él los síntomas de alguna neuropatía. Las tres posibilidades son válidas y dudar sobre ellas ha sido vicio mío rumiado y solo a veces escrito a lo largo de estos años pero pierden toda importancia cada vez que me topo con «El guardagujas». No hay cuento más bonito y sencillo, como un bocadillo que relleno con solo una hoja de lechuga se apodera de la boca del comensal. Fundamental, delirante no por locura sino por obviedad, por sencillo y obvio. En sus páginas Arreola construye un manto de palabras para que el minúsculo guardagujas convenza al pasajero con prisas por llegar a T de la conveniencia de alquilar una habitación cerca de la estación. Ningún otro escritor hubiera podido escribir ese cuento, quizá solo Orham Pamuk, pero cincuenta años después y varios miles de kilómetros al Este. Ahora ya no existen guardagujas. Lo que ellos hacían con las manos, desviar las agujas de los rieles para cambiar el recorrido de los trenes, lo hacen ahora computadoras y máquinas. Es una pena porque la palabra es bellísima. No pasa lo mismo en otros idiomas. En italiano al guardagujas se le llamaba simplemente deviatore. En inglés, switchman. La belleza es del español y del valenciano. O quizá simplemente de Arreola. Imagino que no existiendo el oficio el cuento ya no podría escribirse o que en caso de estricta necesidad se llamaría el interventor. Ese oficio sí existe aunque también desaparecerá con el tiempo. Lo desempeñan mayormente hombres, vestidos con trajes planchados y casi siempre repeinados, que en el tren caminan entre un asiento y otro haciendo gala de equilibrio y revisando los títulos de viaje de los pasajeros. Llevan máquinas para leer billetes y también aceptan billetes o monedas. Tienen que dar todo tipo de explicaciones. Hay uno que me saluda siempre con afecto. Un día me preguntó en que trabajaba y le hablé de libros y pacientes. Le gustaron mis asuntos y progresivamente me contó los suyos. Le agobiaba que pronto le cambiarían a una línea en que debía hacer de altavoz, de interventor altavoz. “¿Qué significa?”, le pregunte. “Es sencillo, como los trenes no tienen sistema de sonido, yo debo ir entre uno y otro vagón anunciando el nombre de las estaciones y el final del recorrido. De todos los interventores que han revisado mis billetes es el único que no usa gomina y más bien va despeinado. Habría sido un buen personaje para Arreola, pero habría tenido que nacer ochenta años antes y doce mil kilómetros al Oeste. Claro, en esa situación quizá él no habría sido interventor, sino simplemente guardagujas. Qué palabra tan bonita.

19 abr 2019

Viernes Santo: estriptís en cercanías


Empiezo a escribir, a intentar escribir en el tren a partir de una línea que reposa en el cuaderno de notas desde hace dos o tres semanas. Aunque tengan veneno sus espinas una rosa no es psicópata. Es un tren solitario por la hora y la festividad. Quisiera seguir escribiendo. Realmente no tengo idea del recorrido que pueda tener esta rosa: quizá una descripción de sus pétalos y hojas, de su tallo que se contorsiona para pinchar a quien pasa a su lado. Pero los vigilantes de seguridad hablan entre sí y decido verles. Entre ambos suman cuarenta uñas y casi cien años. Tienen calvas, cicatrices, arrugas, ojeras y barrigas prominentes. De improviso el que está más cerca de mí le pide al otro que le haga una foto. Pienso inicialmente que, orgulloso de su uniforme, quiere una foto para mostrársela a los hijos. En principio no tiene nada de malo. Yo más de una vez me he hecho una foto en el hospital: reconozco que me gustan los selfies lleno de ojeras en las noches en que creo que es imposible continuar. Pero lo de este vigilante de seguridad es otra cosa. Ahora quiere una foto con las gafas de sol, a las siete de la mañana. Luego una foto sin el chaleco de seguridad. Ahora una con la porra entre las manos y el bote de gas (¿paralizante?) en el suelo. Habiendo solo pagado por el transporte, asisto a una sesión de estriptís patrocinada por la empresa española de trenes. La situación es absurda y bonita al mismo tiempo. Por un lado apetece sacar el móvil y hacerle una foto. Sería interesante que eso le gustase y que, motivado por la posibilidad de más fotos, se empeñase todavía más en esto de quitarse y ponerse accesorios. Pero lo más probable es que no: que no le guste mi foto (suya y de su compañero)  y se aproxime a mí intentando quitarme el móvil. Yo tendría que recordarle mis derechos y, bla bla bla mediante, me quedaría con el móvil y la foto. Podría pasar que no se diera cuenta de mí ni de mis actos, mucho menos de mis dudas. Él está tan concentrado en su performance que realmente resulta simpático verle, tan grandote e ingenuo, tan narciso, y no es plan advertirle que (alguien podría pensar que) está haciendo algo inadecuado. El estriptís de todas maneras está a punto de terminar, ha terminado ya. Un pasajero insomne en el otro extremo del vagón se niega a mostrar el título de viaje al revisor porque seguramente no lo tiene. Los dos vigilantes de seguridad acuden rápidamente y yo, gracias a ellos, a partir de una línea floral que carecía de adónde, hoy viernes santo, he podido escribir un cuartiento sobre la vanidad. Humana es, sin duda alguna.

23 feb 2019

Disparen arepas


Ya era difícil pensar que la guerra fría del siglo XX tendría una reedición portátil en el siglo XXI. Quién lo iba a decir después de Gorbachov, tantos glásnost y George Bush, tamaña Perestroika y Obama. Mucho más difícil resultaba imaginar que esta nueva guerra fría y portátil se escenificaría en Venezuela. Alineados de un lado millones de venezolanos sufrientes, hambrientos e hipertensos sin remedio (por medicina) y del otro un grupo de narcotraficantes (gordinflones e hipertensos a pesar de las toneladas de amlodipino), secundados estos últimos por militares corruptos, intelectuales nostálgicos y personeros (¿estoy hablando del psiquiatra genocida y de su hermana?) que buscan vendetta y, cueste lo que cueste, reivindicación familiar con zapatos marca Gucci. Quién lo iba a decir. Nuestras montañas y sabanas en la primera plana de los periódicos de todo el mundo sin que la noticia tuviese que ver con el Miss Venezuela ni con algún campeón mundial de boxeo o con las novelas de José Balza que tanto gustaban a Cortázar. No, no se trata de ninguna maravilla. Además de hambre, hay miedo y tensión. Temor a que pueda se pueda estar cocinando una tragedia. De un lado están los americanos que por primera vez en mucho tiempo y a pesar del miedo (asco) que nos da Trump parecen abrazar una causa justa: es su dinero, son también sus tropas, los nacionalizados primero seguramente, pero igual de marines. Del otro los mercenarios rusos que en primera instancia paga Putin: su encargo no es resistir ni nada menos, tan solo disparar, sobrevivir y, si la cosa se pone dura, sacar con vida o matar (para convertirlos en mártires) a Nicolás Maduro, al psiquiatra genocida (se llama Jorge Rodríguez), a su hermana y al fiscal Saab.


La escena está montada. La izquierda europea ha alquilado palco con sombra y sostiene binoculares con olor a absenta. La derecha más de lo mismo. Entre rusos y americanos estamos los venezolanos pidiendo que no disparen misiles, que no detonen bombas ni expandan gases. Que por favor nada de eso. Que da un poco de asco a lo que hemos llegado pero que es necesario que Maduro se vaya. Que Venezuela no aguanta más. Que quién lo iba a decir. Que si hay que disparar que disparen arepas, rellenas con hamburguesas y mantequilla de cacahuetes o con arenques y rebanadas de pelmeni. Que a nadie se le ocurra pedir morcilla porque, eso sí se sabe, la sangre tiene un solo pozo del que salir y ese pozo, Venezuela, ya ha dado mucha sangre en los últimos veinte años. Pero que se vaya Maduro de una buena vez. Que no se les vaya a olvidar entre tanto concierto y algarabía. Que lo importante es que se vaya Maduro.
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20 feb 2019

Hacer pan, comer arepas


Por haber hablado de levaduras en voz alta hace una semana, dos personas me han preguntado si de verdad hago pan. La segunda de ellas incluso me pidió que de ser cierta la posibilidad le vendiera una pieza. Dije que sí a la primera pregunta y, obviamente, no a la segunda. 



El asunto es que tengo una larga relación con harinas y masas. Creo que esta proviene fundamentalmente de las arepas ya que crecí viendo cómo una mujer hermosa se despertaba todos los días muy temprano y, luego de llamarnos, presentaba en la mesa ocho maravillas tostadas con las que prácticamente aprendimos a hablar (1). 
La madre también hacía los domingos tres o cuatro hogazas de pan integral y, ocasionalmente, cuando la tribu lo pedía, pizzas y pan de jamón. Así transcurrió la infancia, entre una y otra levitación, que las de la casa no solo eran químicas ya que en una ocasión, luego de rezar cinco rosarios seguidos, mi hermano y yo vimos cómo el tío más santo se separaba de la cama aproximándose cada vez más al techo para luego caer de forma brusca porque una de nuestras bocas maravilladas dejó escapar la palabra coño.
Pero el impulso definitivo proviene del momento en que se atravesó en mi camino El taller blanco de Eugenio Montejo. No fue necesario que viniera Sean Penn para que las palabras que describían la panadería familiar, como si se tratara del mundo dando vueltas, me estimulasen a iniciar una guerra en que las granadas provocaban explosiones de harina y los misiles eran gigantescas barras de pan macizo, indestructible.
La técnica que me faltaba la adquirí en Sardegna. Fueron dos años junto al mar, en el segundo piso de una panadería. A las cinco de la mañana el horno comenzaba a despedir olores y era necesario despertarse. Si bajaba, el panadero me regalaba un cruasán a cambio de escucharle hablar sobre sus masas. Si no bajaba, igual no podía dormir porque, con el horno encendido, el buen hombre silbaba en la puerta trasera de su panadería. Por eso bajaba, para que no silbara. Por eso hago pan miércoles y domingo, pero no lo vendo.



(1): La arepa no es solo pan de maíz. Es un acto de amor. Caricia materna, arepitas de manteca, caricia que enseña a acariciar. 

Hundir los dedos en la masa. Nada más suave, nada más presente, nada más evanescente. 
La masa es cuerpo que se toca y se penetra, que se intenta asir y, aunque rodea las manos, desaparece. 
La masa es un amor que parece imposible pero que la insistencia de pretenderla arepa convierte en pelota. 
Nalga y mejilla, cachetes para acariciar dándole palmaditas. Círculo perfecto, la masa entre las manos, sin ni siquiera una estría, con poros que imitan la piel, la piel de la arepa.
Arepa humana, ni santa ni levita. Se sostiene sobre el acero y el fuego. No se derrite pero emana vapor, como cuerpo en la cama.






25 ene 2019

Nicolás Maduro o Juan Guaidó: ¿qué nos ha enseñado la ficción?




He de reconocerlo desde el inicio. Poco sé de política, nada. Cuando creo que un candidato puede ganar, seguramente porque simplemente lo deseo (que gane), mi candidato pierde. Así ha pasado siempre y seguramente seguirá pasando. Tampoco logro ver la jugada maestra que puede cambiar el curso de la historia. No la vi en Chávez cuando después de salir de la cárcel en 1997 recorría los caminos de Venezuela para multiplicar su discurso resentido. Sinceramente creí que eso no iba a llegar a nada. Tampoco lo vi hace cuatro semanas cuando los medios de comunicación, a raíz de su llegada a la presidencia de la Asamblea Nacional comenzaron a nombrar a Juan Guaidó. Me resulta perniciosa mi ceguera. Después de cuarenta años leyendo todo discurso político que me ha caído entre manos y sin nunca haber dejado de seguir la situación, muy pocas veces acierto. Creyente como soy en la academia, sé que la causa fundamental es que no soy politólogo ni especialista en ciencias sociales. Esa condición, o esa falta de condición, me hace verlo todo desde el deseo. Lo otro porque, sin haber hecho nunca política de mediano o alto nivel (las escaramuzas universitarias obviamente no cuentan), lo que creo saber de política lo sé a través de las noticias, las crónicas y la ficción (novelas, cine, serie) que consumo permanentemente. Como todos, como casi todos. Y porque soy un claro especimen del siglo pasado. Sin posibilidad de duda. Por eso no vi venir a Chávez, que era más del siglo XXI. Por eso no entendí de qué se trataba el asunto de Guaidó, quien ahora que me intento acoplar al XXI es más (él no, sino la forma en que llega al poder y el enfrentamiento entre Rusia y Estados Unidos que propicia) del siglo XX.
Sin embargo, a pesar de ello, defiendo mi derecho a especular, sobre todo porque Venezuela actualmente se encuentra en una situación en la que de hacer solo se puede dos cosas: esperar y especular. Pienso en Venezuela y, como todos, solo tengo dudas y miedo. ¿Qué puede pasar en un país con dos presidentes, uno reconocido por Estados Unidos, otro por Cuba y Rusia? ¿Qué va a pasar con Guaidó? ¿Qué va a pasar con Nicolás Maduro? En una semana, ¿cuál de los dos vivirá?, ¿quién será el presidente único si acaso será uno de ellos?, ¿quién habrá muerto o huido del país? Desde el deseo de cambio que me anima, pensando en el bienestar de mi familia, mis amigos y conocidos, con la esperanza de que cese la tragedia que conocemos como diáspora, casi rezando un rosario para que en las farmacias de Venezuela vuelvan a vender antihipertensivos y que para comprar pan no haya que oficiar un Te Deum y hacer un curso intensivo de geopolítica, por todo ello y muchas más cosas, espero que la opción de Guaidó crezca y se fortalezca, que gane más apoyos a nivel internacional, que su discurso sea firme y, en la medida de lo posible, conciliador.
Para que eso pase, a pesar del apoyo que militares y jueces en las últimas horas han dado a Nicolás Maduro, solo puedo imaginar un escenario de negociación. Todos ellos, sonrientes en la foto de hoy alrededor del sindicalista salsero, de largos bigotes, están negociando con las autoridades americanas. La mayoría, lo sabemos bien, son personas inteligentes (qué duda cabe) pero de escasos escrúpulos. Lamento decirlo, pero son malandros: basta escucharlos, verlos, leerlos, revisar sus expedientes (el del Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, Maikel Moreno Pérez, ruborizaría a Michael Corleone). Son la corte malandra que ampara y rodea a Nicolás Maduro. Él cuenta con ellos para derrotar a Guaidó. Pero todos y cada uno de ellos están actualmente negociando con los emisarios de Donald Trump. Piden inmunidad, que los dejen entrar en Estados Unidos, que no embarquen sus cuentas, que les permitan conservar las propiedades en Miami o cambiarlas por apartamentos en México, pero que los hijos puedan seguir estudiando en Madrid o Davos. Así de simple. De eso depende el futuro de Guaidó, de Nicolás Maduro, de Venezuela, de lo que Estados Unidos decida que va a hacer con sus deseos. Estos van a ser trasladados, en carpetas de papel o de bites, en las próximas horas o días, a la mesa de Donald Trump. De lo que él decida y concilie con Putin en la lejana Rusia depende que la solución venezolana sea un baño de sangre o una transición pacífica. Así de sencillo. Alrededor de una mesa, como si se tratara de una escena de El aprendiz. 
Caramba, quién iba a pensar que esos capítulos al borde del vómito eran clases magistrales de alta política.