25 ene 2019

Nicolás Maduro o Juan Guaidó: ¿qué nos ha enseñado la ficción?




He de reconocerlo desde el inicio. Poco sé de política, nada. Cuando creo que un candidato puede ganar, seguramente porque simplemente lo deseo (que gane), mi candidato pierde. Así ha pasado siempre y seguramente seguirá pasando. Tampoco logro ver la jugada maestra que puede cambiar el curso de la historia. No la vi en Chávez cuando después de salir de la cárcel en 1997 recorría los caminos de Venezuela para multiplicar su discurso resentido. Sinceramente creí que eso no iba a llegar a nada. Tampoco lo vi hace cuatro semanas cuando los medios de comunicación, a raíz de su llegada a la presidencia de la Asamblea Nacional comenzaron a nombrar a Juan Guaidó. Me resulta perniciosa mi ceguera. Después de cuarenta años leyendo todo discurso político que me ha caído entre manos y sin nunca haber dejado de seguir la situación, muy pocas veces acierto. Creyente como soy en la academia, sé que la causa fundamental es que no soy politólogo ni especialista en ciencias sociales. Esa condición, o esa falta de condición, me hace verlo todo desde el deseo. Lo otro porque, sin haber hecho nunca política de mediano o alto nivel (las escaramuzas universitarias obviamente no cuentan), lo que creo saber de política lo sé a través de las noticias, las crónicas y la ficción (novelas, cine, serie) que consumo permanentemente. Como todos, como casi todos. Y porque soy un claro especimen del siglo pasado. Sin posibilidad de duda. Por eso no vi venir a Chávez, que era más del siglo XXI. Por eso no entendí de qué se trataba el asunto de Guaidó, quien ahora que me intento acoplar al XXI es más (él no, sino la forma en que llega al poder y el enfrentamiento entre Rusia y Estados Unidos que propicia) del siglo XX.
Sin embargo, a pesar de ello, defiendo mi derecho a especular, sobre todo porque Venezuela actualmente se encuentra en una situación en la que de hacer solo se puede dos cosas: esperar y especular. Pienso en Venezuela y, como todos, solo tengo dudas y miedo. ¿Qué puede pasar en un país con dos presidentes, uno reconocido por Estados Unidos, otro por Cuba y Rusia? ¿Qué va a pasar con Guaidó? ¿Qué va a pasar con Nicolás Maduro? En una semana, ¿cuál de los dos vivirá?, ¿quién será el presidente único si acaso será uno de ellos?, ¿quién habrá muerto o huido del país? Desde el deseo de cambio que me anima, pensando en el bienestar de mi familia, mis amigos y conocidos, con la esperanza de que cese la tragedia que conocemos como diáspora, casi rezando un rosario para que en las farmacias de Venezuela vuelvan a vender antihipertensivos y que para comprar pan no haya que oficiar un Te Deum y hacer un curso intensivo de geopolítica, por todo ello y muchas más cosas, espero que la opción de Guaidó crezca y se fortalezca, que gane más apoyos a nivel internacional, que su discurso sea firme y, en la medida de lo posible, conciliador.
Para que eso pase, a pesar del apoyo que militares y jueces en las últimas horas han dado a Nicolás Maduro, solo puedo imaginar un escenario de negociación. Todos ellos, sonrientes en la foto de hoy alrededor del sindicalista salsero, de largos bigotes, están negociando con las autoridades americanas. La mayoría, lo sabemos bien, son personas inteligentes (qué duda cabe) pero de escasos escrúpulos. Lamento decirlo, pero son malandros: basta escucharlos, verlos, leerlos, revisar sus expedientes (el del Presidente del Tribunal Supremo de Justicia, Maikel Moreno Pérez, ruborizaría a Michael Corleone). Son la corte malandra que ampara y rodea a Nicolás Maduro. Él cuenta con ellos para derrotar a Guaidó. Pero todos y cada uno de ellos están actualmente negociando con los emisarios de Donald Trump. Piden inmunidad, que los dejen entrar en Estados Unidos, que no embarquen sus cuentas, que les permitan conservar las propiedades en Miami o cambiarlas por apartamentos en México, pero que los hijos puedan seguir estudiando en Madrid o Davos. Así de simple. De eso depende el futuro de Guaidó, de Nicolás Maduro, de Venezuela, de lo que Estados Unidos decida que va a hacer con sus deseos. Estos van a ser trasladados, en carpetas de papel o de bites, en las próximas horas o días, a la mesa de Donald Trump. De lo que él decida y concilie con Putin en la lejana Rusia depende que la solución venezolana sea un baño de sangre o una transición pacífica. Así de sencillo. Alrededor de una mesa, como si se tratara de una escena de El aprendiz. 
Caramba, quién iba a pensar que esos capítulos al borde del vómito eran clases magistrales de alta política.