31 dic 2013

¿Para que sirve un CUARTIENTO? Uno


Era una discusión banal, pero en ella mi hijo sintió vulnerados sus derechos.
-Oye -me amenazó-, si sigues así, te voy a escribir un cuartiento

29 dic 2013

As-salaam alaykum


Del día en que me tocó por suerte entrevistar a Joan Brossa (1919-1998), una de las cosas que más y mejor recuerdo es la referencia que hizo a Leopoldo Fregolí (1867-1936), el transformista italiano que da nombre al síndrome de Fregoli, y que él mismo -estoy hablando de Brossa- de haber sido transformista, para diferenciarse del artista admirado, se habría hecho llamar Fregoli-no.



Eso fue en el siglo pasado y yo en éste uso su treta para escaparme de los pacientes que pretenden asignarme gentilicio.
-¿Es usted cubano?
-Cuba-no
-¿Dominicano?
-Dominica-no.
Su inquietud es sana, pero no siempre es posible ni intuitivamente conveniente (por lo de la neutralidad terapéutica quizá) una respuesta. Mucho menos una explicación detallada:
-Yo nací en tal parte. Mi padre era de aquella otra. Mis abuelos de allá. Pero atravieso las aduanas con un pasaporte que poco tiene que ver con los lugares que he nombrado.




En los últimos años -por la barba, por los años, porque al menos dos veces al día voy a la estación de trenes o por Mohammed, mi barbero- me abordan en la calle o en la estación hombres y mujeres que podrían ser del Magreb, quizá de Marruecos.
-As-salaam alaykum- me saludan antes de hacerme en árabe un planteamiento que no comprendo.
Es una situación difícil de la que sólo puedo escapar gracias a Joan Brossa:
-Marroquí no -les digo y para que no quede ninguna duda muevo el dedo índice de la mano derecha de uno a otro lado. -As-salaam alaykum.

22 dic 2013

Para cuando en el aeropuerto un vigilante te explore profundamente

En el aeropuerto, el vigilante me somete a una revisión exhaustiva, inusual en mi vida de viajero en todo caso. Me aliena un poco, pero no protesto porque en principio fueron los remaches metálicos de mi pantalón los culpables de que el arco detector de metales comenzara a cantar. Además, conozco de antemano la respuesta ("Yo estoy haciendo mi trabajo") y me resultará todavía más fastidiosa que la palpación inguinal bilateral.
Inicialmente, pienso en el racismo. Este vigilante hijo de puta no puede ver una persona que sea diferente a él porque en seguida piensa que lleva o trae lo que él seguramente desea consumir. Eso lo pienso mientras me pongo las botas y el cinturón, pero mi hijo, el mayor, me lo advierte.
-Estás hablando solo, papá, y el cinturón te lo estás metiendo por el lado equivocado.
Ciclo inmediatamente y abordo la situación desde el lado médico. Nosotros los médicos también tocamos y, por si fuera poco, estamos convencidos de que mientras más tocamos el paciente más nos lo agradece. Quizás no sea así aunque en este momento me resulta difícil dudar de la efectividad y eficacia diagnósticas de la palpación abdominal o de la exploración de rodillas. Para beneficiarse de ellas, es necesario acercarse, tocar, abordar esa otredad que es el cuerpo del paciente y se acepta el procedimiento, tanto de parte del médico como del paciente, porque se entiende que, a diferencia del cacheo policial hay un provecho mutuo. Hay, sin embargo, colegas que exageran. Recuerdo una compañera que se ufanaba de realizar una por una todas las exploraciones del reconocimiento médico laboral. 
-Es que yo no dejo nada sin hacer y si escribo que los miembros inferiores están en buenas condiciones es que he explorado una por una todas sus articulaciones.
Esto en principio no tiene ni tenía nada de particular ya que así debe ser y hacerse, pero el tono marcial de sus indicaciones y la repetición de ciertas maniobras le otorgaba al asunto una deformación alienante por lo que en una ocasión cuando le tocó valorar a un traumatólogo brillante y amigo, como me topé con su rubor a la salida de la consulta y cometí el error de preguntarle cómo estaba, éste no pudo evitar el decírmelo:
-Mal, a esta mujer lo único que le faltó fue hacerme un tacto rectal.
Si ella lo hubiera escuchado lo habría entendido como un elogio y quizás lo habría citado nuevamente para hacérselo ya que este hombre tenía entonces más de cuarenta y cinco años y es de todos sabidos que la próstata ...
Mientras recuerdo a mi colega óseo ya estoy desayunando con los niños en el bar y las maniobras exploratorias del vigilante han perdido la mayor parte de su gravedad. Me río incluso del asunto. Por eso, en el momento de ir al baño, lo advierto:
-Si demoro mucho, es que me he encontrado al vigilante y le he pedido que termine el masaje.

18 dic 2013

Tu sujetador tus calcetines


Para entender qué significaba el mensaje recibido ("Tienes mi sujetador y mis calcetines") el médico de guardia tuvo que recordar, entre fractura de rótula izquierda y abdominalgia inespecífica, que desde hacía tres meses salía con Raquel, que seguía creyendo que Raquel estaba buenísima, que tenía una mochila para las guardias, que la noche anterior a las guardias preparaba un juego de calzoncillos y calcetines, que quizás lo suyo con Raquel tenía todavía un largo recorrido, que colocaba calcetines y calzoncillos sobre el galán para recogerlos en la mañana antes de partir y meterlos en la mochila, que Raquel se quedaba ciertas noches en el apartamento, que a veces ella también colocaba sobre el galán su sujetador y sus calcetines, que esa mañana se había despertado con cinco minutos de retraso y lo había hecho todo muy de prisa, que la prisa es una mala compañía, que cuando se despertaba no encendía la luz para no despertar a Raquel y que seguramente en lugar de coger su juego había cogido el de Raquel. Todo para darse cuenta que después de una guardia de veinticuatro horas, luego de ducharse, no podría cambiarse de calcetines ni de calzoncillos porque los había dejado sobre el galán, a sesenta centímetros de sus cuarenta y siete kilos.

12 dic 2013

Diana y Mandela


Más de quince años después de la muerte de la primera esposa de Carlitos, viendo a la gente llorar por Mandela, vuelvo a descubrir que esto de las exequias televisadas me da grima, asco y arrechera. Lo sé, cada vez soy un hombre más anticuado, pero es que no le encuentro sentido a estos melodramas colectivos en que personas que cobran por ello (periodistas, celebridades y políticos) fingen llorar y haciéndolo logran que las personas normales lloren realmente. Podría también hablar de la muerte de Chávez, pero no lo hago para que no digan que aquí estamos otra vez los escritores venezolanos oliéndonos el ombligo. O de la muerte de Juan Pablo II, pero pretendo evitar los reproches maternos. Además, al asunto católico le concedo la gracia de la resurrección, evidenciada en la muerte papal a través de la elección del nuevo papa. De todas maneras es más de lo mismo, un ejercicio catártico que no lleva a ninguna parte. Se parece un poco a la alegría deportiva. Imbecilidades todas. Ganó Nadal, el Real Madrid o el Barcelona, Magallanes en Venezuela. Pero al menos ésos son eventos que despiertan ánimos positivos, generan la vivencia de una victoria que quizás cada uno de nosotros nunca podrá tener por vía natural. No pasa lo mismo con la muerte, que la tenemos garantizada.
Son los deudos los que lloran a sus muertos. Los deudos reales. Las personas que los quisieron o los odiaron, pero con los que tuvieron contacto y relación. Ése es un sentimiento verdadero. Este otro es una representación caricaturesca del dolor. Hacer un funeral multitudinario para realizar minicumbres de estado, para que Obama salude a Castro y se cepille a la ministra danesa (o viceversa) o para que los sudafricanos muestren al mundo un falso intérprete del lenguaje de los sordos es un ejercicio de estupidez. Habrá, lo sé, quien se siente atraído por el asunto e incluso se conmueve. Luego irá a la librería y comprará toda la colección de premios planetas. Lo lamento, compadre. Lo lamento mucho. Para evitar su dolor, en voluntades anticipadas, las celebridades deberían pedir exequias privadas y silenciosas.
Ésa es una buena idea que recomiendo sinceramente. Si Google le ofrece más de mil resultados cuando usted teclea su nombre lo mejor que puede hacer es un poco de psicoterapia. Apenas dos o tres horas de diván le ayudarán a comprender que la mejor manera de partir es hacerlo en silencio.