18 dic 2017

El Aleph


Todo comenzó en el tren con una pareja de estudiantes. Chico y chica, de unos veinticinco años aproximadamente, se veía que más temprano que tarde se juntarían. El primer día se sentaron cada uno en un lado del tren. Progresivamente se fueron acercando hasta sentarse juntos dos asientos delante del mío. El tercer día acercaron los hombros y toparon las frentes en señal de acuerdo. De más está decir que inmediatamente se encontraron sus labios: tímidos piquitos entre Burriana y Nules. En esos días fue cuando lo escuché  por primera vez. “El aleph”, dijo él. “Yo también”, respondió ella. De esta forma tuve acceso a un nuevo código amoroso. Si se decían “El aleph aleph” significaba el aleph al cuadrado. A veces mezclaban su código con el tradicional y se decían el uno al otro “Hoy el aleph mucho más que ayer” u “Hoy el aleph más que nunca”. Hasta que, finalmente, comenzaron a decirse apenas “aleph” o “el”. Era su crisis y a partir de ella cambiaron de vagón, quizá de tren.
Su asiento fue ocupado el día siguiente por dos trabajadores de prisiones. “Ayer le di de comer al Aleph, es un tipo de cuidado”. “En el patio le dio un aleph al de la lavandería y otro al conserje”. No pude saber a qué se referían y me quedé con la impresión de que para ellos, a diferencia de los enamorados primeros y haciéndole justicia a Jorge Luis Borges, aleph era una palabra polisémica. “Menos mal que mañana nos vamos de vacaciones. Estaremos en el aleph”.
En su primer día de vacaciones, dos ancianas bellísimas ocuparon su puesto. “Ahora, gracias al aleph, estamos mejor, mucho mejor”, dijo la de gafas oscuras. “Tienes razón, no hay color. El aleph es la mejor solución en una situación como esta”, respondió a otra, unos años más joven.
No pude ni quería saber de qué hablaban. Sólo me interesaba saber dónde bajarían y lo hicieron en Almazora. Apenas desocuparon el asiento, fui más rápido que los otros pasajeros y cambié de sitio.  Me senté donde inicialmente se habían sentado los enamorados, luego los trabajadores de prisiones y hasta hacía muy poco las señoras mayores. No sabía muy bien qué ni dónde buscar, pero no fue necesario esperar mucho. A los dos minutos lo encontré entre los dos asientos. Alguien lo habría dejado caer y luego no había sido posible sacarlo. Por eso seguía allí, alterando con su influjo las conversaciones del tren. Obviamente, estoy hablando del libro de Borges: El Aleph.


5 dic 2017

Vinilos: canta Gardel herido



Basta comprar un tocadiscos para que los vinilos cobren vida en los alrededores. Despiertan como si fueran espías de la guerra fría a quienes se ha implantado un chip misterioso. Se mueven, se hacen desempolvar, piden ser limpiados con una gasa húmeda y empiezan a ser vistos en los rincones en que los había depositado el compact disc. Apenas llegan al salón y encuentran el aparato recién comprado, explota su música verdadera y profunda que, como diría Vicente Gerbasi," retumba como un sótano en el cielo" y por si fuera poco incorporan a la vida su memoria de objetos de otro siglo que han vivido exilios, desexilios y abandonos, que han cambiado de piel, que han sobrevivido humedades, tremedales. Un vinilo resurrecto es como una persona que ha enviudado dos veces y cambiado cuatro de país. A veces llora, pero también sonríe, feliz, orgulloso de sí, contento de la oportunidad de sonar otra vez y así crear una nueva vida. Por allí viene Giuseppe Verdi. Trae su Nabucco y, dentro de él, el "Va pensiero". No es solo la melodía bellísima la que conmueve, sino la foto en el fondo del estuche: una muchacha de mirada profunda y piernas larguísimas junto a un camión que anuncia viajes de Castellón a Italia. Detrás del camión, un cartel dice "Bar San José".  Podría equivocarme, lo sé, pero apuesto diez mil pesetas a que la muchacha ayudaba en el bar de sus padres y alguna vez pidió a los amigos del camión que le trajesen un disco de Italia. Quizá por allí también vino Paganini. El estuche está destrozado y lo recompongo con el pegamento y la cartulina de los niños. También corto y pego dos fundas de plástico. Vale la pena: por Paganini, porque el vinilo trae el "Concierto Nº 4 en La Menor" y porque el estuche cuenta cómo esa partitura se había perdido en 1835 y fue rescatada un siglo después por Natale Gallini. Perdido dos veces, el concierto de Paganini llega a mis manos y suena de manera imposible en mis oídos. Vienen muchos vinilos más, pero el de Gardel se lleva el premio. Junto al agujero central, otro agujero deforma el disco. Es la perforación de un taladro, pero parece una herida de bala. Viéndola es imposible no recordar  la versión según la cual un músico de la orquesta mató de un disparo a Gardel en el interior del avión que apenas despegaba en el aeropuerto de Medellín. Fue una riña amorosa: Gardel le habría quitado la novia la noche anterior y el músico así vengaba su osadía. En este momento es necesario aclarar que esta versión de la muerte de Gardel ocurrida en 1935 no es la que más seguidores tiene. En todo caso, este vinilo producido en Venezuela también tiene historia. Es de pasta gruesa y el agujero que le han hecho huele a agentes aduaneros buscando mercancías ilícitas. Mi vecino lo dice mucho más claro: "Creían que traía dentro cocaína y lo perforaron". Está bien así. Igual suena y, haciéndolo después de la trepanación sufrida, da por buena la versión del disparo e incluso agrega la posiblidad de que Gardel sobreviviera. Así fue, al menos en este cuartiento y mientras escucho sus tangos desgarrados: Gardel sobrevivió, los amigos compusieron la escena de su muerte y él, aunque con otros nombres, siguió cantando. Herido, pero cantando: Carlos Gardel, su vinilo eterno.