Todavía no sé si es conveniente usar la palabra medritor para designar a otros colegas. Aunque el término nació en los dias de la presentación del libro Médicos taxistas, escritores y la consolidación del personaje Fausto Porai en una novela todavía inédita como una forma de representar la integración en el desempeño humano y profesional de lo que muchos piensan son dos escuelas diferentes, la literatura y la medicina, sé que muchos lo reducen a la posibilidad de ser médico entre los escritores y escritor entre los médicos. No es así, obviamente no es así. Mucho más todavía, no se trata de una fusión que ocurre por azar. Si bien en este siglo es posible e incluso conveniente fusionarlo todo, no es lo mismo fusionar la medicina y la literatura que hacerlo con la ingeniería y la literatura (¿la ingenietura?). ¿Por qué?, preguntará el lector interesado o quizás también el novicio. Porque la medicina, a pesar de las estadísticas, las comisiones de calidad y la tecnología, no se ha convertido y no sé bien si lo logrará alguna vez en una ciencia apodíctica. ¿Por qué nuevamente? Porque se ocupa del cuerpo humano y de algo que aunque frecuente no deja de ser perverso en él, la enfermedad. Pero esto es necesario aprenderlo muy poco a poco y, mientras tanto, es posible que alguien utilice la medritura, la condición de medritor, como un dardo (envenenado, claro: si no, qué sentido tiene usar la palabra dardo).
Recordando lecturas me gustaría decir que William Carlos Williams era un medritor. Esa foto que Marta Aponte colgó en su facebook hace unas semanas, con el medritor frente a su escritorio (libros, un telefono de baquelita y el maletín médico) y aquel poema de la botella de cristal en el patio del hospital, esas dos cosas me permitirían pensarlo. Pero aunque lo he leído tanto desde hace mucho tiempo y creo conocerlo bien, no podría asegurarlo. Igual me sucede con Alfred Döblin, el autor de la monumental Berlin Alexanderplatz. Claro, dira el lector espabilado, este hombre, el cuartientólogo, pretende haber creado una nueva raza, la de los medritores, dice que el es un medritor y que William Carlos Williams y Alfred Döblin quizás también lo eran: ¿quién no va a querer tener algo en común con dos escritores asï?
Pues creo haber conocido otros medritores. Uno de ellos, Joan Baptista Campos (1961-2013). Lo conocí como médico de ambulancias siendo yo residente en la Urgencias del Hospital General de Castellon. No recuerdo el primer saludo, pero debieron ser dos o tres palabras serenas y la certera presentación de un paciente. El medico de ambulancia es un especialista en transporte precioso que salva, recoge y luego entrega la mercancia: un accidente cerebrovascular, una sobreingesta o un infarto cardiaco. Joan, sin embargo, hacía algo mas, acompañaba humanamente al paciente y sus cuidadores y cuando se suponía que había terminado su tarea no se limitaba a nombrar una enfermedad sino que transfería la responsabilidad humana adquirida frente a una persona y sus familiares. Así fue cómo terminamos hablando de literatura y, en alguna ocasión, intercambiamos nuestros libros. Nunca pude ir a las presentaciones a las que me invitó (los niños, los kilómetros, las presentaciones), pero sí leí dos libros suyos que me sobrecogieron, Aquesta estranya quietud y El regal en la mirada. Además, seguía su blog, La garfa del dies, y recuerdo la explicación que él, un hombre de El Grao (el puerto) de Castellón, me regaló sobre lo que significaba la palabra garfa: el género que el pescador lleva a casa todos los días al terminar la faena. En su poesía, en su blog, en las conversaciones sobre pacientes y medicina, siempre lo escuché hablar con la misma voz, la voz de la medritura.
Era, sí, un medritor y, cuando murió, en marzo de este mismo año, sentí un dolor especial. No sólo me dolía su muerte sino el fastidioso hecho de que, a pesar de compartir una ciudad y una profesión especial (la medritura), no había podido frecuentarlo más, escucharlo mejor, más lentamente, como Joan Baptista Campos, el medritor de El Grao, se lo merecía.
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