Entre escritores y buenos lectores, es común pensar en
la literatura como una actividad absolutamente positiva. Nos resulta difícil encontrarle
defectos a una pasión que seguramente nos tiene como rehenes desde la infancia
o la adolescencia. De aquella época conservamos muchas novelas manoseadas, algunos
recortes de periódico o el manuscrito de un colega a quien venerábamos. Si
alguien nos propusiese cambiar alguno de esos efectos por un balón de fútbol
(por autografiado que estuviese y por muchos artículos sobre fútbol que hayamos
escrito) nos negaríamos de antemano. Si alguien nos ofertase la posibilidad de
cambiar nuestra vida por la de un futbolista de primera (por millonario que
fuese) la rechazaríamos también. Creemos en la belleza del oficio literario y
si nos dijesen que en esa fe casi religiosa se encuentra el primer y más
importante de sus efectos adversos, inicialmente lo descartaríamos. Mejor
haríamos escuchándolo porque así la palabra dependencia sería pronunciada. El
interlocutor la ha mencionado en el sentido de que la literatura genera
dependencia. Éste es en su voz el principal efecto adverso de la literatura y
tiene toda la razón. Claro que somos dependientes de ella. Nos falta durante el
sueño y por eso soñamos que escribimos. Nos falta al amanecer y por eso en
ocasiones lo primero que hacemos al despertarnos es escribir. Nos falta al
mediodía y por eso sacamos una libreta o incluso el móvil, para hacer una
anotación. Nos hace falta en la tarde y por eso visitamos la librería, incluso
cuando no llevamos dinero. Es suficiente el aroma de los libros en las
estanterías, como si fuesen sardinas en la freidora. Basta rozarlos y luego
llevarse la mano a la nariz, como si hubiésemos acariciado mandarinas. Tiene
usted toda la razón, admitimos ante un interlocutor que no
desiste. Ahora menciona las palabras vanidad y orgullo. Creo que incluso ha
dicho narcisismo. No nos parece tan obvio en un principio. Se equivoca usted.
El nuestro es un asunto de humildad. Lo hacemos porque no nos importa
mostrarnos desnudos ante los demás, porque creemos en esto. El otro insiste,
protesta y nuevamente le damos la razón. Pues sí, la tiene. Estamos orgullosos
de lo que hacemos. Es para estarlo. Hay razones para sentirse contento. ¿Por
qué no? El hombre ya se está molestando. Quizá es un pariente y no entiende
cómo nos resulta tan difícil entender que quiere ayudarnos. Quizá sea un
cuñado, un primo político. En ellos siempre ha habido una importante cantera
anti-literaria. Sea quien sea, el muy listo se ha guardado para el final su
bala de plata. Con ella seguramente nos herirá. Comienza a hablar de dinero, de
royalties inexistentes, de libros que no se venden o si se venden no son
suficientes para nada, de proyectos sin fines de lucro en que constantemente
nos embarcamos y de que las palabras se las lleva el viento. Es doloroso lo que
ha dicho y no solo tiene razón sino que llevamos escuchándolo mucho tiempo. Nos
fue dicho al inicio. Venía con el medicamento. Cuando compramos el primer libro
o escribimos el primer poema, varias personas nos lo advirtieron. Pero el
hombre ha cometido un error. Ha juntado la chicha con la limonada y ha dicho
que las palabras se las lleva el viento. Pues claro que sí, se lo decimos en la
cara. Eso es lo más hermoso que tiene esto: que las palabras son transportadas por
el viento.
2 comentarios:
No hay nada que genere mayor dependencia que el AMOR. Te hace sentir, sin transcurrir un lapso de tiempo, grande y pequeño a la vez. Y frente a él, la envidia y el vil metal pasean estériles su arrogancia.
El diagnóstico es sencillo: sigues enamorado de las palabras.
Gracias por compartirlo.
Gracias por visitar Cuartientos, T.E. Un fuerte abrazo.
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