Que no se equivoque nadie: la
literatura es un asunto de amor. No hablo de efluvios ni de piernas, tampoco de
hipotecas, sino de amor comprometido, duradero, quizá para siempre. Todo
comienza con la recomendación de un libro o la pata torcida del estante en una
biblioteca. A partir de allí comienza la entrega, la multiplicación, el goce
auténtico, verdadero. En algunos casos,
este encuentro fortuito es generado como castigo por la voz de una madre o de tres
profesores: “ahora tendrás que leer todo el libro”, “de ahora en adelante
leerás por lo menos veinte minutos cada día”. Allí es donde aparece la pata
torcida, la página que atrapa, la línea que convierte. Todos comenzamos a
escribir leyendo y la explosión literaria sucede a partir de una idea
delirante: este libro que leo y me tiene atrapado es una continuación de mi
propia cabeza, sus páginas y yo somos uno solo, si me lo arrancaran y yo no
pudiera conseguirlo nuevamente mi vida quedaría huérfana para siempre.
Luego vienen los amores
corporales. Y también los desamores, más proclives si cabe a la escritura. O
nada de ello, simplemente un verso escuchado a lo lejos, con un final feliz
aunque demasiado fácil. Una novela trepidante a la que creemos que el falta un
último capítulo. O simplemente un guiño, otro, que nos intercepta en una
esquina y nos hace ver aquel folio blanco junto al poste. Comenzamos entonces a
escribir, creemos que podemos continuar el sueño, consideramos que es necesario
tensar el sentimiento para que el amor explote en forma de letras, de palabras.
Para inocular el virus amoroso,
para hacerlo tangible, será necesario un vehículo, un vector. No estoy hablando
de mosquitos. Me refiero a un lápiz, a un bolígrafo, a un teclado, de ordenador
o de móvil. El mío fue una máquina de escribir. De color naranja y de marca
Underwood. Yo amaba su rodillo, sus teclas. Incluso cuando se rompían y herían
el pulpejo de mis dedos. Enamorado como estaba, me sentía rápido y potente
frente a ella. Creía incluso que era capaz de engañarla y, cuando me equivocaba,
cambiaba párrafos completos cortando y pegando a la manera del siglo XX, con
tijera y pegamento. Creía que era el rey de las máquinas de escribir y me costó
desprenderme de ella y pasar a otros teclados. Parecía una fase fetichista de
este amor siempre creciente, pero no lo era, en absoluto. Era literatura, amor
literario.
En esa misma época, compartía
sentimientos con otros compañeros escritores, a los que inevitablemente he
terminado amando. Hace dos semanas, veía
al más querido de ellos hablar de esos días en una entrevista. El asunto
amoroso era obvio y natural, también en su discurso: de tanto compartir sueños,
proyectos y lecturas, hemos terminado
siendo como hermanos. Pasa también con otros compañeros y no es necesario haber
compartido la primera juventud con ellos.
El compartir literario es
absolutamente amoroso. Genera fundamentalmente alegría y buen rollo. La
escritura cura. La escritura salva. La escritura redime. La escritura perdona.
La escritura acepta que te pierdas y regreses. Claro, para que se multiplique
el bienestar y no se pierda el buen rollo, no debemos pedirle más de aquello
que nos pueda dar. Lo que pasa es que, como en cualquier otra relación, amorosa
o no, no sabemos dónde termina esto y comienza aquello.
2 comentarios:
João Guimarães Rosa definió su novela Gran Sertón Veredas, para mí un compendio relaciones amorosas exitosas y desgraciadas en la violencia y belleza del Sertón brasileño, como su "Autobiografía Irracional".
Rescató, con amor a la palabra, los átomos perdidos de su memoria.
Tierna fantasía de Guimarães, grande.
Te regalo querido amigo una de sus citas vitalistas:
"Uno se muere para demostrar que vivió"
Gracias Slavko por estimular mi affaire con Guimarães.
Gracias, Gil, por tu buena lectura. Todos enamorados (affaire continuo) de Guimaräes a partir de Gran Sertón Veredas.
Publicar un comentario