Se
repite desde hace más de cuarenta años, se multiplica, pero igual no deja de
sorprenderme la afinidad infinita que tengo con esta mujer. Pasa el tiempo sin
vernos, sobran los kilómetros que nos separan, divergen los asuntos que nos
preocupan, pero siempre coincidimos. No se trata del caso del hijo que no puede
vivir sin la madre y abdica, o finge que abdica, a todo por ello. Tampoco el
del hombre que, luego de un trato distante, con los años, en la medida que se
hace mayor y guerrea con sus propios hijos, se acerca cada vez más a los
inicios. Nada de eso. El trato con mi madre siempre ha sido amoroso y adecuado.
Cuando tuvo que corregirme lo hizo e incluso todavía de vez en cuando plantea
sus desacuerdos. Cuando el momento era propicio para el abrazo tampoco hubo
ahorro. Pero más allá de lo obvio, siempre nos hemos entendido: aunque al
inicio parece que abordemos la realidad desde atalayas distintas, al final
siempre hemos estado de acuerdo y la solución de la mayoría de los asuntos la celebramos
desde la misma perspectiva. No nos miramos ya (por los kilómetros y porque sus
ojos avanzan hacia la claudicación) pero cuando hablamos es como si respirásemos
el mismo aire y se necesitan pocos segundos para comenzar a estar de acuerdo.
Es, mayormente, un asunto de sincronicidad, omo si nos hubiera ajustado el
mismo relojero, a la misma hora y en el mismo lugar.
Esta
semana hemos obrado el milagro nuevamente con un argumento si se quiere
absurdo: el arroz con mango. Este es, en principio, un plato que en Venezuela durante
siglos se ha tenido por imposible. En un país en que hay tantos mangos como
piedras, nunca se consideró su posible maridaje de con el arroz. Se ha comido mucho
mango, claro está: si verde, con sal; si maduro, en rodajas o chupado; pero con
arroz nunca. Por eso nunca fue plato y siempre se usó como expresión para
señalar un sin sentido, una reunión imposible, el plato que nadie nunca
prepararía.
Alrededor
de esa idea yo he estado gravitando varios días de la semana, pensando en el
arroz con mango, en escribir un artículo sobre el arroz con mango como metáfora
de lo que siendo imposible a priori igualmente existe. Por falta de tiempo, no
había escrito una línea, pero ayer, al teléfono, a mi madre y a mí nos tocó
hablar de sabores. Era un hablar por hablar, por disfrutar y celebrar luego que
lo disfrutado se lo llevase el viento. Paseábamos entre las carnes que ella no
come desde hace más de treinta años por compromisos ideológicos y creencias
pseudocientíficas, pero que recuerda bien: hígados, vísceras, embutidos. Discutíamos
qué órgano puede ser la molleja y nos reíamos de una expresión venezolana: qué
molleja. Recordábamos sus platos vegetarianos: con nueces, soja y berenjenas,
fundamentalmente. “¿Sabes lo que quiero preparar esta semana”, me dijo de
repente. “Es un plato imposible, pero que debe estar bueno: un arroz con
mango”. Le conté de mi proyecto de texto y nos dedicamos a darle forma
telefónica al proyecto culinario. Ella proponía un arroz con muy poca sal sobre
el que al final disponía rebanadas de mango. Yo le sugerí un arroz con leche
con poca azúcar, servido junto a una mermelada de mango, dulce e intensa. Acordamos
preparar cada uno su receta. Es lo que hacemos siempre y fundamentalmente lo
que somos: en apariencia arroz con mango, pero una vez hablamos, un proyecto
posible.
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