Crear historias, narrarlas,
contarlas, parece ser la función principal del escritor. Por eso en las reseñas
de libros, y también en las notas necrológicas, se repiten expresiones como “las
historias que nos regala”, “la fantasía inagotable” o “el producto de su
imaginación”. En el imaginario colectivo se le atribuye al escritor la creación
de mundos, personajes y anécdotas y se le agradece que lo haya hecho porque la
multiplicación que su trabajo permite es el condimento esencial de la magia
literaria.
Pero algo ocurre permanentemente para
que esta creación sea posible. En ocasiones parece que lunas y espejos se ponen
de acuerdo para reproducirse al paso de su mirada. A veces, frente a la
pantalla en blanco, el oficio (que no la magia) se apodera de él y le entrega la
receta de la pócima, el secreto del truco. Es otras, todo es mucho más fácil.
Amigos, familiares, desconocidos, los lectores se ponen de acuerdo y, cuando
nadie los ve ni los escucha, le cuentan al escritor sus cuitas, le entregan sus
vivencias, le regalan sus anécdotas.
Este último mecanismo puede ser muy
hermoso aunque en ocasiones, por qué no, también muy fastidioso, incluso ambas
cosas simultáneamente. Mayormente es solo lo primero y algo de ello queda y se
multiplica luego en el texto. Para encontrarlo, para escribirlo y leerlo luego,
es necesario compartir y escuchar.
Es tan obvio que vale la pena
repetirlo. Quien escribe crea mundos en ocasiones inéditos, de tres lunas.
Otras veces, el mundo mostrado se parece mucho a este real en que vivimos, de tres lunas otra vez
pero con la explicación previa de un juego de espejos y ventanas. Aquello que
sucede o no en esos mundos proviene de la ilusión, la fantasía, pero también de
lo leído y vivido, de lo visto, fundamentalmente de lo escuchado.
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