Hace más de un año escribí un cuartiento relacionando la merma progresiva de los periódicos impresos con la desaparición de los abrazos. Me refería entonces fundamentalmente a lo que ahora se llama transición digital: la migración de lectores del formato impreso al digital a través del ordenador, las tabletas y la telefonía móvil. Aunque suena a tonto y simplemente bonito, a mí me sigue gustando y pareciendo pertinente la idea de que si los periódicos impresos desaparecen se irá produciendo progresivamente una abolición de la musculatura necesaria para su apertura que, mira por dónde, es bastante parecida a la de los abrazos. De eso se trataba entonces y se sigue tratando todavía, empeorada la situación porque la venta de la versión impresa de los periódicos es cada vez menor y por situaciones como la de Venezuela, donde el gobierno ha sitiado en las últimas semanas a la prensa escrita no permitiéndole acceder a la compra de papel.
Se maravillará el lector de que no me haya manifestado cuando la carencia tenía que ver con el papel higiénico y me manifieste ahora en una situación que sólo tiene que ver con los periódicos y sus noticias, de las cuales hay quien dice que no vale la pena leer porque siempre son catastróficas.
Pues yo sí lo hago porque lo que sucede ahora no sólo tiene que ver, como en el caso del papel higiénico, con la carestía y la necesidad de desviar la atención de temas prioritarios para darle folklore al gobierno de Nicolás Maduro y así hacerlo parecer un poco más a Chávez, sino que es una maniobra burda de censura, adoctrinamiento y coacción. Intentan silenciar y comprar voces disonantes, no complacientes, y para hacerlo no les importa agredir a los que siempre, desde que aprendíamos a leer y nos manchábamos las manos con su tinta, hemos sido sus lectores.
En la misma onda de maravillas, seguro habrá quien diga que yo no debería hablar de estas carencias porque estoy fuera del país y no son esas páginas impresas las que compro todos los días. A ellos he de decirles que gracias a esos periódicos aprendí a leer y escribir, que me hice escritor leyéndolos y queriendo escribir en ellos y que, debido al entorno rural en que viví durante la infancia y la primera juventud, para leerlos debía caminar los domingos catorce kilómetros (siete de ida y siete de vuelta), pero que luego mi sudor y mi cansancio eran finalmente recompensados con la posibilidad de oler, abrir, hojear, leer con lentitud y finalmente detenerme en sus páginas.
Ésa es la razón por la que habrá que despedirse de los abrazos. Es la más vil de las razones y, como si poco fuera, me doy cuenta que la migración digital es indetenible. Ella no me causa dolor, sino incomodidad. En un mundo falsamente global, aunque absolutamente globalizado, en que sincrónicamente conviven situaciones absolutamente diferentes, hay países que piden papel y otros que sólo quieren Wi-Fi. En uno de los últimos, a pesar de la crisis o por ella, he visto cómo las chucherías le quitan en el quiosco el puesto de privilegio a los periódicos. Éstos -pensaba escribir "los pobres" refiriéndome a los periódicos, pero el lector podrá comprobar que habría quedado fatal- cada vez son menos y están más arrinconados.
-Es que no se venden - me dijo la amable quiosquera hace apenas dos o tres días.
-Y por eso también desaparecerán los abrazos -le respondí sin que a ella le fuera posible comprenderme, arriesgándome a perder el tren.
2 comentarios:
Slavko, hace 20 años, a poco más de dos mil trescientos kilómetros de tu Valencia Venezolana, en mi Manaus Amazónica, tuve una experiencia con la prensa escrita a partir de la cuál aprendí a observar de forma diferente la vida de los humanos. Lo curioso es que ese aprendizaje no se debió a la lectura del contenido de lo que estaba escrito en los periódicos, sino a mi curiosidad respecto de las personas que los distribuían. Muchas de ellas, eran niños como yo, con alrededor de 10 años de edad. Mientras mis dos hermanos e yo íbamos por la mañana a nuestra escuela privada en coche particular, conducido muchas por mi padre, o a veces por un chófer, parábamos en los semáforos. Entonces miraba a esos niños vendedores de periódicos uniformados esforzándose por vender esos papeles a los conductores de los coches. La sociedad que me rodeaba consideraba normal que unos niños se dedicasen a trabajar en plena calle, bajo el sol de línea del ecuador y los 40 grados que acechan los asfaltos del amazonas urbano, mientras otros niños íbamos al colegio con nuestros trajes la élite. Para mi era indescifrable la razón de ser de ese contraste de mi persona frente a éstos niños, tales kioskos ambulantes, abalanzándose sobre los coches, a veces con kilos de periódicos apilados entre sus manos y vestidos además con logos publicitarios. Dentro de las desigualdades sociales antiguas y las vigentes de mi querida Manaus, creo que esta venta de periódicos, que no sé si se sigue llevando a cabo, era una de las formas más dignas de los niños y sus familias de intentar sobrevivir. Los periódicos de papel han tenido y espero que tengan en el futuro, muchas más utilidades que un objeto vegetal muerto en principio parece tener. En mí, me despertaron la necesidad de desarrollar empatía con mis iguales, alimentando mi curiosidad por entender algunos abismos que no se explican ni se señalan. Un saludo querido amigo.
Qué extraño, querido Gilberto, cómo la nostalgia y la acertada narración pueden investir de belleza tan terrible desigualdad. Quizá ya no en Manaus (o también, no lo sé bien)pero en general, en el mundo todo, si han de desaparecer, primero los periódicos impresos, mucho antes que los niños trabajadores, Éste, el mundo que tenemos y el siglo XXI, que es más tuyo que mío. Un fuerte abrazo,
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