Dos días antes de su muerte real,
soñé que Umberto Eco moría bajo la sombra infinita de una morera. El detalle
cronológico me permitió adelantar a todos y, cuando se abrió su testamento, yo
ya estaba organizando, siempre en el sueño, unas jornadas en su honor. De un
lado estaban los peces, que defendían el valor de El nombre de la rosa. Del otro, los cartílagos. Yo era uno de éstos
a pesar de lo mucho que en su momento disfruté la novela y su película. Defendíamos
los ensayos, la idea de que la mayor contribución de Eco se encontraba en sus
ensayos, no en su narrativa, tampoco en sus recomendaciones para terminar la
tesis. De hecho estaba a punto de leer un texto sobre Dolenti declinare cuando, de repente, anunciaron la prohibición.
Primero sonó una trompeta. Luego la voz de un gigante: en su testamento, Umberto
Eco solicitaba que en los próximos diez
años no se promoviesen homenajes ni celebraciones en su nombre o memoria.
Aunque tenía cuarenta y ocho horas de ventaja y el percal todo vendido suspendí
la programación y esta vez fui yo quien fue a reposar bajo la morera. Sin
morir, claro, pero tampoco sin despertar. No había siquiera roncado cuando una
hoja cayó sobre mi cabeza y, al cogerla, vi que traía mensaje: “quizá dentro de
diez años nadie sepa quién es Umberto Eco”. Mira qué morera más sabia y
estudiada. Una morera lectora, admiradora de Eco. Una morera universitaria. “Y no tendría nada de malo”, agregó un gato
que suele merodear esos terrenos esperando pájaros y ratones. Del gato sé que
no es sabio y que nunca ha pisado la universidad. Es un holgazán empedernido.
Habla por hablar y si esta vez acertó fue casualidad, pura casualidad. Fue
entonces cuando comprendí que me había adelantado un poco y que, para organizar
el evento, debía haber esperado por lo menos treinta y dos días. Mis cuarenta y
ocho horas, que inicialmente eran ventaja, se convirtieron en desventaja: qué
pena. Pero mejor todavía: entendí que la literatura no tiene nada que ver con
homenajes ni actos, que no se escribe ni se lee para trascender, que nada o muy
poco trasciende y, si lo hace, no depende de la intención primigenia. Que se
escribe para disfrutar y comunicar. Umberto Eco, el hombre que lo sabía todo,
lo dijo, lo quiso decir en su testamento.
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