Apenas me dijeron que a casa
vendría alguien de Bad Toelz, pensé en Thomas Mann y en La montaña mágica. Leí la novela en mi adolescencia, muy cerca de
la Valencia de Venezuela. En esa época era feliz, era absolutamente feliz y,
con un libro bajo el brazo, iba de un lado a otro de un pueblito que se sigue
llamando La Entrada, como si se tratase del principio de algo. Allí aprendí a
soñar, a caminar y a escuchar, las cosas que he seguido haciendo toda la vida.
Eran, de hecho, las mismas cosas que, en La
montaña mágica, hacía Hans Castorp.
El libro, cómo olvidarlo, lo había cogido prestado de la biblioteca de mi
madre. Era uno de los tomos color verde
turquesa de la colección Nobel de Aguilar. Aquel año, ése fue el color de mi
verano. Desde el desayuno a la cena mi
rostro estaba metido en el libro de Mann, leyendo y releyéndolo, sufriendo con
Castorp, pensando en la enfermedad y el amor, como si yo mismo fuese un
paciente del sanatorio antituberculoso que la novela presentaba. Por eso había
bastado una referencia para resucitar la novela en mi memoria. Por eso Bad Toelz
significaba tanto para mí.
Verifiqué la referencia en
Internet y, en efecto, algo de razón tenía. Thomas Mann había escrito una parte
de La montaña mágica en Bad Toelz.
Pedí entonces a quien vendría una foto de la casa que Mann había habitado. Como
si hubiera pedido un dinosaurio. Nadie sabía dónde estaba. Insistí un poco y no
pregunté más. No quería perder la esperanza. Quería mi foto. Una foto que me
recordara esas tardes maravillosas de mi adolescencia.
Cuando llegó el huésped, no se lo
pregunté hasta el tercer día. “¿Trajiste la foto?”. “La foto, no, pero te traje
una caja de chocolates”. Como si fueran lo mismo, pensé para mis adentros y no
abrí la caja hasta pasados varios días. Durante ese periodo estuve rumiando mi
rabia. Contra la ignorancia, contra el siglo XXI, contra las redes sociales.
Incluso los pokemones recibieron parte de mi desilusión.
Esperé la partida del huésped
para abrir la caja. Pensaba que encontraría un puré de chocolates, pero no fue
así: no sólo estaban íntegros y comestibles, sino que uno de ellos venía de Venezuela, de
un lugar relativamente cercano a aquel en que yo había leído a Thomas Mann por
primera vez. Fui joven otra vez mientras el chocolate se derretía en mi boca.
Fui joven y pedí perdón. Algo de Thomas Mann había llegado a mi casa desde Bad
Toelz.
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