A mí, me ha sido útil para todo. Desde
el inicio de la vida ha sido mi forma de relacionarme con el mundo.
Resulta temerario decirlo, pero a
veces pienso que sin escribir, sin haber escrito, no habría logrado vivir, no
estaría vivo.
Escribir es para mí un asunto tan
importante como comer, quizá como defecar. Es, en todo caso y sin posibilidad
de duda, una acción imprescindible. Ventana, puerta, mesa y chimenea de la casa
en que vivo. Corazón, pulmones, hígado y riñones del cuerpo que habito. No solo
por el momento propio de la escritura: hace años metiendo el folio blanco en el
rodillo de la máquina de escribir y ahora temblando y gesticulando frente a la
pantalla del ordenador. No solo por eso. Es también imprescindible por la
pre-escritura, gracias a la cual permanentemente estoy pensando, mascullando,
dándole una vuelta literaria a las cosas que suceden a mi alrededor.
De esta forma y porque comencé a
escribir y publicar con la adolescencia, escribir es lo que me ha permitido conocer
a mi padre, enamorar a mi primera novia, aprobar los exámenes más difíciles de
la facultad, contactar (en el trabajo o en el autobús) con los interlocutores
más complicados, comunicarme con mi madre a diez mil kilómetros de distancia e
incluso interactuar con mis hijos.
Lo recomiendo como terapia y en mi
propia vida volvería a permitir que su milagro se repitiese.
Para lograrlo, habría que tener otra
vez tres años, plantarse frente a la biblioteca materna y, con una mezcla de
temor y atrevimiento, volver a coger el Lazarillo
de Tormes, leerlo y comerlo otra vez.
Todo lo demás sucedería
progresivamente, de manera imperceptible, apenas respirando y leyendo, mirando
a través de la ventana, dejando el tiempo pasar.
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