Desaparecerán, claro que sí. Aunque
ahora parezca imposible algún día las redes sociales desaparecerán totalmente. Así
ha pasado con todo. Los dinosaurios, los teléfonos de cabina, el reproductor de
casetes, el sexo en el asiento trasero del coche, las películas de celuloide,
las máquinas de escribir y las monedas de veinticinco pesetas. Ahora nos parece
imposible y no lo vemos con claridad porque ellas, las redes, ocupan nuestro
tiempo e incluso, a pesar de venderse como virtuales, nuestro espacio. Pero sucederá,
claro que sucederá. No es que lo diga con esperanza, como si fuese mi deseo el
que desaparecieran. Es que no puede ser de otra forma. Todo tiende a
desaparecer y, si tecnológico, su partida es tan inevitable como la presbicia y
la menopausia. Las echaremos de menos, claro está. Su desaparición generará mogollón
de nostalgia, inevitablemente. Muchos adolescentes imprimirán sus últimas publicaciones
y las colgarán enmarcadas en la pared con la intención de mostrárselas a los
nietos. Algún histérico incluso dejará de respirar: no podrá decir nada, pero
sus herederos se quejarán de la tristeza que le invadió al no poder compartir
con los demás cuanto hacía. Pero también habrá mucha alegría. Quizá mucha gente
pueda finalmente relajarse y, al hacerlo, dirán que estaban agobiados con tanta
falsedad y postureo. Eso puede ser cierto o falso según de quién se trate y qué
amistades cultivase. Virtualmente, claro está. Ambos grupos, a su manera,
tendrán la razón. Pero esas son tonterías, chuminadas. A mí lo que realmente me
interesa es que, por incongruente que parezca, el anuncio de la desaparición de
las redes sociales llegará a través de ellas mismas. Será el equivalente a un
mensaje entre dinosaurios hace millones de años: "Es necesario saber y
decir a los otros que estamos desapareciendo. No están matando". Un
mensaje que tiene tanto tiempo emitiéndose ha de ser cierto.
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