Cárceles y hospitales no
son sitios, ni por asomo, que se asocien con el buen comer. Todo lo
contrario. En la cárcel por poco y malo y, en el caso de los
hospitales, porque se asocia lo que allí se sirve y come con una
dieta hiposódica y baja en grasas que tiene un resultado insípido
pero no inódoro ni transparente, disgustoso mayormente. Esto es así
para usuarios y trabajadores. De cara a la galería (el front
space de Erving Goffman) y vísceras adentro (el back space). Es
posible casar aquí una polémica con el espíritu de Goffman porque,
en este argumento, en muchas ocasiones, el front space que se
supondría edulcorado es peor que el back y mayormente los
trabajadores hospitalarios comen mejor que los pacientes
sencillamente porque sobre los primeros no pesan restricciones
médicas.
Como trabajador
hospitalario, me ha tocado vivir (comer) de todo. Recuerdo un
hospital de Caracas en que para comer, ni bien ni mal, simplemente
comer, había que salir del hospital y enfrentarse a la calle, con el
peligro que eso significaba sobre todo a la hora de cenar. O un
hospital del sur de Italia en que la pasta al pomodoro era scotta,
scottisima, y parecía más
bien un mazacote. En España, el problema y la maravilla es el
cerdo. A veces viene bueno, pero el problema es que siempre está,
incluso en el sandwich vegetal. En todo caso mayormente se trata de
platos repetidos día tras día, de opciones propuestas al mediodía
y repropuestas en la cena, comida que se ingiere no con placer
degustatorio, ni siquiera para llenar el estómago, sino simplemente
para descansar y abstraerse, en la medida de lo posible, de la rutina
laboral.
Hay ocasiones, sin
embargo, en que se come bien. Recuerdo el bacalao al pil pil de un
hospital en Alicante que no tenía nada que envidiarle a los
restaurantes del centro de la ciudad. O, mejor aún, algún episodio
de alimentación informal -propiciado en la trastienda hospitalaria,
a pocos metros de la lucha entre la enfermedad y la vida,
convirtiendo escritorio en mesa, sábana en mantel y depresores
linguales en cucharillas- en que dentro de mi boca han estallado
sabores inigualables que recuerdo todavía con auténtico placer. Así
sucedió aquel lunes de hace varios años. Los enfermeros me lo
habían advertido:
-El lunes no cenes en el
bar que tal persona traerá manitas de cerdo.
Las trajo sin falta y
asimismo las comimos con las manos un grupo de cinco o seis personas,
sentados alrededor del mesón de los residentes.
Lo recuerdo bien a pesar
del tiempo transcurrido y me llevo los dedos a la boca como
intentando succionar los tendones y cartílagos de un cerdo
inexistente. Qué buenas estaban las manitas y qué hermoso era
comerlas allí. A tan pocos metros de una sala donde en ocasiones se
le gana la partida a la muerte y al dolor, a tan sólo unos segundos
del cansancio absoluto. Tomarse unos minutos, en una guardia de 24
horas para chuparse los dedos y después continuar: qué maravilla.
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