25 ago 2013

El ladrón de chanclas (única crónica del verano)

 
 
Conocí los hechos en el año 1993 leyendo una crónica del peruano Jaime Bedoya en un libro que recuerdo con placer: Ay qué rico. Al parecer, en las playas de Lima, un desalmado y habilidoso ladronzuelo, serpenteando entre hámacas, chinchorros, toallas y tumbonas, se había especializado en robar sandalias y chancletas. No sólo perdí el libro, sino que también el contacto con Bedoya, y para reparar el entuerto he pasado veinte años recordando el asunto del ladrón de chancletas. Basta que llegue a una ciudad y beba dos cervezas, comienzo enseguida a contar la crónica de Bedoya. A veces olvido el nombre de Bedoya y lo llamo Javier o Jorge, siempre con jota. Otras olvido el título del libro: Ay qué rico se transforma en Pollo sabroso o Qué bien me sabes. Lo he hecho en España, en Italia, en Cuba, en Chile, en Marruecos, en Croacia y en Venezuela. Seguramente también lo he hecho en otras partes, pero tampoco se trata de escribir un libro de viajes. De verdad verdad nunca he dejado de divertirme repitiendo la anécdota, a veces nombrando a Bedoya, otras ignorándolo descaradamente, y siempre he recibido la sorpresa como respuesta. "Imposible", "mentiroso", "fabulador", "cuentero", "realismo mágico", son sólo algunas de los improperios que he escuchado, que he tenido que escuchar. Eso hasta hace dos meses en Madrid. Estaba compartiendo unas cervezas con mi amigo Juan Carlos Méndez Guédez y se me ocurrió hacer referencia a las chancletas de Bedoya, no para impresionar a Juan Carlos, quien tiene el libro y conoció igual que yo a Bedoya hace veinte años, sino para callar al dueño del bar, un uruguayo talentoso que había pifiado asegurando que Gardel había muerto en 1935 y no en 1933, que era la verdad que yo defendía y que recuerdo siempre porque ése es el año del nacimiento de mi madre. El hombre se había enrollado con el asunto de Gardel y yo para cambiar de tema dije que alguna vez había leído que un desalamado y habilidozo ladronzuelo limeño, serpenteando entre ...
-Pues eso también pasa aquí - me interrumpió el uruguayo.
-Pero, ¿qué estás diciendo, hombre? Si Madrid no tiene playas.
-No me refiero a Madrid, imbécil -seguramente yo era el culpable de la confianza que se tomaba-. Estoy hablando de España. Eso también pasa aquí. Vete a Valencia y verás.
-Pero, ¿a qué playa?- le pregunté.
-No te lo puedo dar todo, hijo mío- se despidió el portento.
Apuré la cerveza y me despedí de Juan Carlos. Resistí la tentación de meterme en un locutorio para preguntarle a Wikipedia el año de la muerte de Gardel y, como igual tendría que llevar a los niños durante el verano a la playa, cuando llegué a la casa lo dije:
-En agosto vamos a recorrer las playas de la Comunidad Valenciana.
Primero, claro, me compré unas chanclas rebonitas en un outlet italiano. La idea no era usarlas, sino llegar descalzo a la playa y dejar las chanclas impolutas frente a la tumbona mientras construía castillos de arena con los niños a dos o tres metros, tentando al demonio, comprobando si el uruguayo me había engañado o no. Tal cual. Comencé construyendo castillos de arena en Oropesa. Nada de nada a excepción de una quemadura de primer grado en la planta de los pies. Luego en Torreblanca: nada tampoco. Allí, todo lo contrario, la playa es tan segura que un parroquiano me contó que los vecinos llevan sus sombrillas a principios de junio y allí las dejan hasta septiembre. Luego me fui al sur: Javea, Denia y Benidorm. Nada.  Vi robos, venta de drogas, pero nada relacionado con las chanclas. Mis hijos ya habían entendido de qué se trataba el asunto y, cansados de playa, intentaban ayudarme:
-Pero, ¿el hombre no te dijo Valencia, papá? Vamos a la Malvarrosa o a Canet -me dijo Alessandro hace una semana antes de abrir la puerta del automotor.
Le hice caso. Sábado, la Malvarosa. Domingo, Canet. Nada tampoco.
Para ayer sábado, que se suponía el último sábado de playa de nuestro agosto, dejé un pueblo que se llama Puzol. Me interesó porque en alguna parte leí que sus propios habitantes desaconsejaban la playa por fea y artificial. "Algo tendrá", me dije. Busqué además información en Internet y así supe que sus habitantes más ilustres eran un escritor romano llamado Santiago Posteguillo y un muchachote con veleidades artísticas conocido como John Cobra.
Cuando llegué, pregunté por ellos. Al primero nadie lo conocía y del segundo me dijeron que desde el año pasado vive en Colombia:
-¿Igual tendremos que bañarnos en la playa?- me preguntó la niña y yo le respondí que sí y fui a motar la paraeta de las chanclas, la tumbona y el castillo de arena.
Estaba ocupado construyendo la torre sureste cuando vi que un muchacho delgado y moreno -alguien me diría luego que aparece como discípulo de John Cobra en una serie de videos que se llaman Valetudo- de unos diecinueve años, con un bañador azul y un collar de madera alrededor del cuello, corría descalzo por la playa en dirección a Sagunto. Como mi castillo interrumpía su carrera se internó en la arena y, cuando pasó frente a mi tumbona, sin ni siquiera detenerse, como si estuviera haciendo un pase de fútbol, calzó las sandalias y continuó la carrera, ya no siguiendo la playa, sino en dirección a las casas.Imposible e innecesario perseguirlo. La niña fue la única que hizo algo:
-Ahí va el ladrón de Bedoya, papá- gritó, pero no con intención de generar alarma, sino más bien con alegría.
Yo ´me quedé más contento todavía. Invité a los niños a destruir el castillo y, cuando llegué a casa, me puse a a revisar la biografía de Gardel. El uruguayo tenía razón: Carlitos murió en 1935, el año en que nació mi madre. Ay qué rico, escribió Bedoya: qué rico es equivocarse en verano.

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