El ruido que venía del interior de la iglesia era ensordecedor.
Pensé quizá que el cura bautizaba el niño de una familia no creyente y que por eso aprovechaba para descargarse. Imaginé a los padres cabizbajos y la abuela materna a punto de iniciar una protesta. Pensé también, pero lo descarté inmediatamente, que la iglesia se había convertido en una sala de cine y los vecinos se congregaban en ella para ver el sorteo del campeonato de fútbol.
Continué caminando y, treinta segundos después, mi confusión aumentó porque a través de la ventana del bar pude ver que junto a la barra estaba el cura viendo precisamente el sorteo del campeonato.
No pude entonces reprimir mi curiosidad y regresé hacia la iglesia. Hice una cosa que en los últimos veinte años solo he hecho cuatro veces: cuando me casé y en el bautizo de las tres niñas.
Abrí la puerta y entré. En el primer banco tres ancianas estaban sentadas frente a un televisor gigantesco que reproducía la misa. De allí venía el ruido que se escuchaba al pasar frente a la iglesia.
Las ancianas parecían extasiadas. Yo permanecí viéndolas por lo menos un minuto, sesenta segundos en los que seguramente el sorteo futbolero terminó porque también pude ver cómo el cura entraba por la sacristía, apagaba el televisor y bendecía a las señoras.
La misa habia terminado
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