1 jul 2017

Contigo (la música no es de Luis Fonsi)


Así fue: contigo, hablando contigo. Íbamos en el tren, sentados uno frente al otro. Originalmente yo estaba solo e intentaba corregir un texto en el portátil, pero en cuanto te vi lo cerré, dispuesto a hablar. Comenzamos por el árbol del exilio que menciona José Solanes en En tierra ajena. Te dije que yo lo había leído más de veinte años atrás con otro título, Los nombres del exilio, y, a partir de allí, comencé a referirte cosas todas ciertas del pueblo en que crecí, La Entrada, en las afueras de Valencia, la de Venezuela. Era un pueblo duro, de gentes curtidas a fuer de vivir allí, depositadas entre las montañas. Allí yo crecía y leía. Allí comencé a escribir. Primero a mano: llené con letra apretada cientos de libretas en que escribía y reescribía intentando corregir. Luego a máquina: me apoderé de la máquina de escribir de mi madre, una Underwood color naranja. Tenía también un escritorio gigantesco, metálico, que nuestra amiga china, Poija, me había regalado. Mientras hablábamos, pasamos por Nules y pude ver a la derecha las murallas de Mascarell. Nada que ver entre Mascarell y La Entrada. Allí, mirases donde mirases siempre te encontrabas con una montaña. Junto a mi casa estaba la iglesia en la que yo alguna vez fui monaguillo. Pero, cuando escribía, había soltado ya el catecismo y prefería los libros de Faulkner, que mi madre se había hecho autografiar. "Imagina a mi madre", te dije. "Imagínala esperando a Faulkner en las afueras del Ateneo de Valencia". Suyos eran mis libros preferidos, quizá por esa firma abreviada en las primeras páginas. Y los de Juan Rulfo, Herman Hesse y Knut Hamsum, no importa que no estuviesen autografiados.. Y El Quijote. Y Platero y yo. Pero yo escribía y escribía. Mejor dicho: leía, escribía, me masturbaba y escribía. Mientras lo hacía, de vez en cuando me asomaba por la ventana basculante que daba hacia la carretera. A veces veía llover. La lluvia en La Entrada era una especie de manto que nos arropaba durante horas. En otras veía al vecino limpiar su camión. Y alguna vez, lo juro, vi a los niños con los que podía haber jugado pero nunca lo hice, los vi caminar llevando sus burras limpísimas. "¿Qué hacían con las burras?", creo recordar que me preguntaste mientras el tren avanzaba hacia Burriana. Yo no te respondí, perdóname. Simplemente porque quería decirte que mientras más los veía más escribía y leía. Era una forma de no estar allí. Es raro, complicado y casi vergonzoso, pero sería justo decir que escribía como una forma de ausentarme y construir con mis palabras aquello que no tenía: quizá el padre, quizá los lugares que no conocía. "Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con Solanes y el árbol del exilio?". No lo preguntaste, no explícitamente, pero a punto de llegar a Burriana vi en tus ojos que habías entendido que mi discurso continuaría por allí. En efecto, hacia allí iba, mucho más rápido que el tren. "Es que ahora escribo", eso fue lo que te dije, "para volver allí, para sentir que nunca me he ido".

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