Desde hace por lo menos diez años me
toca vivirlo todos los veranos. Entre la última semana de junio y las dos
primeras de agosto, hay por lo menos un momento en que siento que soy una
mezcla de Camilo José Cela, Juan Goytisolo y Javier Marías. No como idea
delirante de grandeza ni porque crea haber escrito un capítulo desconocido de La Colmena, Reivindicación del Conde Don Julián o Mañana en la batalla piensa en mí. Es más bien por el personaje ese
de la mala leche, por heterodoxos o por ortodoxos, que he conocido interpretado
por ellos. Apetece, cómo no, escribir contra el olor dulzón de los protectores
solares, contra los turistas y la paella mala, contra la gente que con el calor
se pone como tonta, contra el calor mismo, las terrazas y las ensaladas
decoradas con chispazos de vinagre dulzón, falso de Modena.
Muertos ya Cela y Goytisolo, a ese
momento ahora le llamo calor Marías. Cuando llega, cuando lo siento llegar como
si se tratase de una crisis convulsiva, algo de hormigueo en los dedos, un
principio de tos, una cosa rara en el cuello, me digo “tú no eres Javier Marías,
tampoco Camilo José Cela ni Juan Goytisolo” y salgo al jardín. Comienzo con las
flores y las plantas pequeñas. Les doy agua de beber y procuro mojarme yo
también. Si no me basta con regar, empiezo a quitar hojas secas y cortar ramas
bajitas. Si todavía estoy raro, me calzo las botas y cojo el cortacésped. Eso
sí que calma: a mí, a Marías o a cualquier otro. Luego de media hora ya estoy
cansado y les pido a los vecinos que me dejen zambullirme en su piscina.
Allí ya estoy en la fase Vila Matas.
Lo prefiero así. Nado un poco. Salgo, respiro, me seco con una toalla de ser
posible prestada y regreso a mi ordenador. He vuelto a ser Slavko Zupcic y me
dispongo a escribir un artículo sobre el verano.
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