Reunidos los miembros de la comisión con el encargo de elaborar el DSM VI, seguro la van a
proponer: la enfermedad literaria. Usarán como antecedentes históricos el Quijote, la expresión lletra ferit usada en Cataluña y Valencia para designar a las personas que tienen por pasión la literatura, algún poema de Rimbaud y el suicidio reciente de cuatro novelistas y tres dramaturgos.
Desnudarán a escritores y lectores, codificarán gustos y manías. Fundamentalmente, individualizarán características y les darán nombre de criterios diagnósticos. Haciéndolo, se morderán los labios y se frotarán las manos. A partir de esos gestos, los individuos que dedican su tiempo libre a leer
y reescribir lo que han leído ya cumplirán con un criterio. Si además no ganan dinero ni devengan salario por hacerlo, dos criterios. Si envían manuscritos o archivos informáticos a más de un premio literario al año, tres criterios. Si del premio previamente se ha dicho quién lo ganará y en efecto así sucede, el tercer criterio vale por dos: o sea, cuatro criterios. Si el paciente (llamémoslo ya así, qué remedio) participa en eventos a los que acuden menos de diez o quince personas, cinco criterios. Si asiste a ferias donde mientras espera sentado lectores que no llegan
ve cómo cocineros y cómicos firman libros que han sido escritos por
publicistas y técnicos de marketing, seis criterios. Tres o más criterios garantizan el diagnóstico. Le llamarán enfermedad literaria y
propondrán estudios con antipsicóticos de última generación y, si estos no funcionasen, estabilizantes
del afecto.
Afortunadamente, antes de hacer público el estudio, han de presentarlo en asamblea y alguno propondrá el voto público.
Por vergüenza, fundamentalmente por vergüenza, no por convicción, la mayoría desaprobará el proyecto y habrán de guardarlo en los cajones pensando quizá en el DSM VII o el DSM VIII.
Pobres tablas diagnósticas, desgraciadas tablas, Ellas guardadas en formol y nosotros gozando, escribiendo.
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