Seguramente
le sucedió a Alfred Döblin, a Antón Chéjov o a William Carlos Williams. Un poco
menos a Carlo Levi y Pío Baroja, que medicina estudiaron pero ejercieron muy
poco. En verdad puede pasarle a cualquier médico que compagine el cuidado de
sus pacientes con la creación literaria. No sólo a los grandes y famosos, sino
también a los pequeños y desconocidos ya que, al margen de la insípida división
del saber en números y letras, literatura y medicina son ejercicios afines,
pulseras que pueden convivir rodeando una sola muñeca sin rencillas ni
problemas. Pudo haber sucedido y sucede todavía porque el paciente también
conoce a su médico. Antes de acudir a la consulta, el paciente indaga,
pregunta, busca. Equivale a la formación del médico antes de toparse con su
patología. Durante el encuentro, también el paciente realiza su exploración:
observa y ausculta aunque no registra en la historia. Luego, tiene en la casi
totalidad de los casos la firma del médico, su nombre por complicado que sea, y
en ocasiones no se resiste a introducirlo en google. A partir de allí, elabora
su hipótesis, hace un diagnóstico y propone tratamiento. En ocasiones es
solamente una pregunta que formula en el siguiente encuentro: “¿Usted es el
médico que escribió el libro sobre…?” Allí el diagnóstico es apenas impresión,
todavía no es juicio. El paciente duda y se enriquece al hacerlo. Piensa en la
posibilidad de la homonimia, en que el escritor sea un primo del médico y no el
médico mismo. No se deja convencer por la foto borrosa del periódico. En otras
ocasiones, cuando la seguridad impera, el paciente arranca el coche desde la
tercera: “A mí también me gusta escribir”. Un encuentro de este tipo no tiene
por qué ser cien por ciento agradable. Por eso y porque definitivamente altera
el encuadre, la ortodoxia lo recomienda fuera de la consulta. Mucho más si,
para hilaridad del enfermero, la presentación es seguida de una recomendación:
“¿No ha pensado en la posibilidad de acudir a un taller de escritura? Le
ayudaría mucho”. Hay también una versión bonita en que a partir del mutuo
reconocimiento se produce un intercambio de ideas o, ya que la escritura
comienza como un ejercicio de lectura,
de fuentes bibliográficas. “El escritor del que hablo es una maravilla”,
recomienda el paciente y el médico coge nota para, un mes después, con el libro
definitivamente cerrado sobre la mesa de noche, agradecer la recomendación.
Otra posibilidad, a pesar de ser literaria, no incluye palabras. Para bien o
para mal, los ojos del paciente contienen el diagnóstico, pero su boca no lo
pronuncia. La consulta es una película sin suspense: se trata de un espacio al
que médico lleva su técnica, su saber y (el paciente lo sabe bien) su mirada
(su herida) literaria.
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