1 oct 2020

Adiós, Cuartientos

Lo he pensado y repensado. Tanto que lo he pensado que tengo varios meses sin publicar en el blog a pesar de tener varios borradores en la lista de espera. Estoy hablando de Cuartientos y de la necesidad de dejarlo. Me he divertido mucho escribiéndolos, los cuartientos de Cuartientos. "Eso me suena  a poco y resulta repetitivo", podría decir el amigo más crítico, siempre transgénero. También leyendo alguno. "Igual de poco", El asunto es que en algún momento de estos quince años (catorce, trece o dieciséis, ¿acaso no es lo mismo?) transcurridos desde el primer cuartiento he tenido la sensación de que había una comunidad alrededor de ellos. Quizá hablo desde el deseo, pero creo haberlo vivido. "Ya comenzamos con imprecisiones". Quien habla ahora no es el amigo hormonado sino un estudioso de redes sociales y seguramente me rebate con el número de visitas por año, que  (debo admitirlo) nunca fueron escandalosas. Pero igual yo recuerdo haber visto personas entusiasmadas con algunos neologismos generados  en el blog o a partir de su lectura. Medritor, medritura, el mismo cuartiento. En su trayecto esos términos nunca viajaron solos sino con la intención explícita de fusionar dos discursos: el médico y el literario e incluso, más allá del discurso y de su aparente superficialidad, de analizar con herramientas del pensamiento médico páginas literarias y hacer lo contrario (no estoy hablando de dejar de pensar sino de usar la mirada literaria) en situaciones médicas. Eso fue lo que se intentó, lo que se quiso hacer y creo que se logró al menos en parte.

"¿Y por qué lo dejas, Slavko?", preguntará el amigo de Alessandro que grita mi nombre cuando paso por el colegio haciendo de taxista.

Porque "todo tiene su final", pero fundamentalmente porque han pasado ya quince años (en el blog y en mí mismo) y, para bien o para mal, no todos han sido comiendo arepas. Desde la actual perspectiva no veo con la misma frescura el asunto de las redes sociales y la divulgación del pensamiento a través de ellas. Me quedo en esta terraza de la vida con el libro, a pesar de que también es volátil, tiene el riesgo de convertirse en ladrillo y hace que el escritor dependa de editoriales y editores. Pero alguien tiene que quedarse con él porque si no dejarán de talar árboles, las librerías se convertirán en peluquerías y los remates de libros en burdeles.

El asunto es que Cuartientos se va aunque (para contradecirme otra vez) puede que algún día vuelva. Pero hoy se va, se fue ya y, para que no haya lágrimas ni tristeza, lo hace cantando una canción que el blog generó y que de alguna manera es su himno secreto. Con ustedes, Juan Diego Jaén Bayarri en "El hombre pomada".


Post scriptum número 1: Nunca permitas que tu hijo lea a escondidas el contenido de este blog. Muéstraselo tú mismo.

Post scriptum número 2: este cuartiento ha sido jaqueado (sic) por un fas(cine)r(oso) lector para introducir la canción "No me amenaces" de José Alfredo Jiménez.

Y post scriptum número 3: Que lo he entendido y me voy. Chao pescao, queridos cuartientos.

21 jun 2020

Camarero, otra copa (derramada en las manos, por favor)



Volvió a pasar con el alcohol. Lo decía Shakespeare en Macbeth y, citándolo, lo repetían los tratados de farmacología del siglo XX. "Tres cosas provoca el alcohol: rubor nasal, sueño y aumento de la micción. Lascivia la provoca y también la disminuye, ya que aumenta el deseo pero disminuye la capacidad". A pesar de ello lo que más ha generado desde antes de la escritura de la Biblia es dependencia. Hasta ahora se había explorado la ingesta oral y, aunque en menor cuantía, la inhalación. Ahora se trata de la absorción transdérmica. 
El alcohol la ha vuelto a liar y está vez ni siquiera es culpa suya. Primero lo indicaron los epidemiólogos y a partir de ellos lo decretaron los políticos. En estos momentos es un imperativo social. Hay que tener las manos limpias. No estamos hablando de culpas ni de mitos redivivos. Se trata del virus. Manos limpias de él, del coronavirus nacido en 2019. ¿Y qué mejor que el alcohol para limpiarnos y soñar que lo alejamos, mucho más si se trata de una presentación que no produce rubor nasal, tampoco sueño y, por temor a la irritación, más bien genera contención urinaria?
Lo gelificaron y le alteraron el sabor quizá pensando que lo harían menos apetecible. Y lo es, verdad que sí. A muy pocos se les ocurriría llevárselo a la boca. Pero derramado en las manos es otra cosa. Aunque no lo parezca, alienta y conforta. Refresca y da sensación de compañía. Por ello, fundamentalmente por ello genera (vuelve a hacerlo) dependencia y, cuando se saca en público, que es donde se saca ya que en privado se prefiere el lavamanos, cuando se saca una copa convertida en botella con el ron gelificado, el amigo de turno extiende las manos. Pasa lo mismo cuando se ve el botellón en el establecimiento público: el público planta en derredor, como si hubieran escuchado el descorche de una botella de champagne, dispuestos a recibir su ración porque, dependientes que nos hemos hecho, ansiamos que el milagroso gel corra entre nuestros dedos..
Es la lascivia del alcohol la que nuevamente nos gobierna. Aumentado el deseo de tenerle en nuestras manos y disminuida la capacidad de hacer nada con ellas ya que ni siquiera podemos tocar a las personas que encontramos y, si se nos ocurriera llevarnos el extremo de un dedo a la boca, además de ser vistos como criminales por el resto de la humanidad, nos llevaríamos un severo y resacoso disgusto. Otra demostración de la verdad según Shakespeare: histeria pura, este alcohol huele bien pero sabe fatal. Así son los días que nos tocan para respirar, olorosos a vodka y a ginebra, en que las manos huelen más que las axilas y todos, culpa del olor, parecemos borrachos amanecidos. 
Hay quien se aprovecha sin embargo. "No bebas tanto", le dijo una mujer en el tren a un chico malogrado por los tragos, con la nariz roja, somnoliento y algún trozo de algodón humedecido. "Es el gel, el puto gel", mintió el borracho. "Entonces haces bien, continúa usándolo".


7 jun 2020

Donde digo PCR quizá quiero decir Pablo, quizá proteína


Ha de haber por lo menos quinientas parejas en el mundo en las que él se llame Pablo y ella Elisa, pero si los apellidos de él son Castillo Reverón o Cobos Ruipérez, sus siglas son PCR y ella seguirá siendo Elisa aunque, como si Beethoven nunca hubiera compuesto para ella, la llamaremos ELISA. Es en la cuarta línea de un cuartiento donde ella le besa y, de manera repentina, pandemia arriba o pandemia abajo, se da cuenta de algo demasiado obvio:
-Pablo, tú nombre y el mío. Así se llaman las pruebas del coronavirus.
-¿Cómo?
-Sí, PCR y ELISA.
Duele un poco, pero es necesario decir que en este momento, pandemia arriba o abajo, una prueba que aporte información sobre la posibilidad de que el virus se haya acercado, se encuentre o haya dejado memoria en nuestros cuerpos es imprescindible en algunas instancias. La piden los médicos para visitar a los pacientes, las empresas para volver a trabajar, los dentistas antes de amalgamar las piezas. Es una exageración seguramente, por aporía, pero a veces incluso parece que es necesario tener una PCR negativa para poder hacerse la PCR. No la piden peluqueros y panaderos todavía, pero si la situación se termina de desmadrar igual terminarán pidiéndola.
-Quizá podríamos aprovechar esa circunstancia -apuntó Pablo instalado ya en esto que se pretende llamar la nueva normalidad-. Ayer vi a un hombre decir que era PCR negativo para el coronavirus, que él "solo" era positivo para el VIH y alguna hepatitis.
Inmediatamente y sin faltar a la verdad, ambos se pusieron manos a la obra. Simplemente colocaron un cartel en la puerta de su casa con sus nombres:" PCR, ELISA".
Cuartientos no ha podido indagar en lo que pasó luego. Quizá les fulminaron el intercomunicador de tanto preguntarles cuánto costaban las pruebas. Quizá empezaron a hacerlas realmente. Quizá se lucraron. Esta última posibilidad augura una vida afortunada a sus descendientes.

15 abr 2020

Covid Alejandro







No podría asegurar que en estas semanas ha nacido un niño a quien sus padres han llamado Coronavirus. Pero si hablamos de Covid la situación sería absolutamente diferente. Claro que sí. Sin necesidad de evidencia, lo aseguro. En el registro civil de Manila, Sao Paulo, Moscú, Maracaibo y Cali están siendo presentados en este momento varios recién nacidos con ese nombre. Covid Alejandro, Covid Ernesto, Covidia Virginia. Ellos son apenas el aperitivo de lo que sucederá a finales de año. Producto del confinamiento el mundo se llenará de ellos y también de Confinados, Confinadas y Cloroquinas. Cuarentena María quizá sea uno de los nombres compuestos que más se escuche en los paritorios en diciembre de 2020. Estos niños crecerán a pesar del drama que su nombre invoca. En veinte años ya comenzarán a aparecer en los periódicos. La primera en hacerlo será Covidia 17, una estrella musical de breve pero impactante carrera. Habrá también un dramaturgo precoz, asunto que no deja de ser interesante ya que revela que en 2040 todavía se representará teatro novel. Algún jugador de béisbol también habrá y dos de fútbol. Progresivamente irán haciendo sus vidas, muchas sin publicidad ni estrellato. Médicos, fontaneros, panaderos, dependientas de tienda, taxistas y asesinos a sueldo. Cuando muestren el carnet de identidad o sus tarjetas de presentación harán llorar a los memoriosos más sensibles. En Colombia, Covidia Patricia Rentería será en año 2057 candidata a la Alcaldía de Bogotá. Perderá, pero tres años más tarde será elegida presidenta del país todo. Más lentamente, un publicista mexicano, Covid Alejandro Villoro, después de dos intentos autolíticos hará carrera en los organismos internacionales y en el año 2075 alcanzará la Presidencia de la Organización Mundial de la Salud. Dos años después, en un gesto de justicia poética con sus orígenes y su trayectoria, la disolverá. Se habrá acabado entonces la OMS. Pocos de nosotros lo veremos y, si es posible hacerlo de antemano, desde ya lamentamos que tenga que pasar tanto tiempo para que todo el mundo sepa que la OMS sirve para tan poco, que apenas es un desván olvidado en el que se acumulan burócratas y médicos de carrera insípida y escrúpulos diminutos, que podría ser el primer decreto del Covid que mañana nacerá en Cachemira y que, dada su inutilidad, si desapareciera ahora mismo, no lo lamentaríamos. 

4 abr 2020

Por si acaso no volvemos a besarnos




Me voy a la cama con las peores imágenes y sensaciones del día en la cabeza, relacionadas con la pandemia actual. Para tranquilizarme, recurro a dos detalles buenos que logro recordar. El primero, un hombre junto a la estación de trenes. Vestía una chaqueta cuya espalda estaba decolorada por franjas y, grapado sobre estas últimas, un cártel: “Balmis”. Es necesario explicarlo. En España, la Unidad Militar de Emergencias ha prestado un invalorable servicio pulverizando calles, estaciones de tren, hospitales y paradas de autobuses con lejía. A este servicio (y otros añadidos alrededor de la evolución de la pandemia) le han llamado “Operación Balmis”. Francisco de Balmis y Santander fue un médico militar del siglo XVII que, entre otras cosas, proyectó y ejecutó el transporte y difusión de la vacuna contra la viruela en las colonias españolas utilizando como medio de transporte niños huérfanos en un viaje que ha sido novelado por Julia Álvarez y Javier Moro. No puedo asegurar que su biografía fuese conocida por el hombre de la chaqueta decolorada, pero sí que este se había sentado en un banco público un momento después de que la UME pasara y, en vez de llorar la chaqueta perdida, decidió quedársela como recuerdo del coronavirus, la UME y la “Operación Balmis”.

A partir de ello, recuerdo un par de chicos que vi a cien metros de la entrada del hospital. Se notaba en ellos la alegría de encontrarse. Normalmente se habrían abrazado y dado dos besos. Los codos parecían querer despegarse de las costillas y las mejillas se veía que luchaban por contener el gesto de aproximarse. Mejilla contra mejilla. Labios y saliva contra mejilla. Saliva que ahora consideramos microbiana, como si nunca lo hubiéramos sabido. Prefirieron mirarse tiernamente y compartir palabras dulces. Él preguntó: "¿Volveremos a besarnos? ". "No lo creo", respondió ella. Yo tampoco. En ese momento estuve convencido de que una de las cosas que se llevará el coronavirus será el beso social, pero eso ante tanta tragedia y destrucción es una tontería. Dolorosa e importante sí, pensé antes de conciliar el sueño, pero una tontería.

7 mar 2020

Huir (de Italia)




Hay tantas formas de huir como de tomar café. Negrito, con leche o marrón. Ristretto, solo, cortado, con leche, el leche y leche canario. Por eso hemos sido testigos (y protagonistas) de huidas instantáneas (de sobre) en las que, como en el patio del colegio ante el adversario mejor dotado que ya ha zurrado a toda la clase, se sale corriendo en espantada. También es posible quedarse quieto, inmóvil, como una cafetera americana que apenas respira. Incluso así se huye, se está huyendo: te apunta un arma de fuego o estás escondido detrás de una piedra de cartón en aquel wéstern que filmaste en Almería. Y hay quien tuesta y muele los granos antes de introducir el café en la cafetera moka: primero selecciona lo más valioso de sus pertenencias, vende lo que puede, luego mete los restos en la maleta o en el corazón y organiza meticulosamente la huida. Así lo han hecho pueblos enteros luego de perder una guerra o darse cuenta de que a la miseria en que vivían solo le podía suceder otra mayor. Lo hicieron los españoles que llegaban a México, Venezuela y Argentina después de la guerra civil. También quienes dejaron Europa después de la Segunda Guerra. Cuando llegaban a buen puerto al menos un atadito de ropas tenían, una o dos fotos, algún resto de oro viejuno. Pasó lo mismo con los cubanos que llegaban a las costas de Florida o con los albaneses que llegaban a Italia hace  20 o 30 años. No llevaban consigo propiedades pero el viaje que los países ricos ridiculizaban habia sido planificado escrupulosamente. Igual los subsaharianos que llegan a España, los venezolanos que huyen en avión o por carretera de la estupidez de Maduro y los sirios que en las puertas de Europa huelen a pólvora y explotación.


En las últimas semanas comienza a gestarse otra huida: los italianos. Organizan sus ropas (no es fácil hacerlo ahora que la primavera está a punto de tocar el timbre), meten varios kilos de pasta Garofalo en maletas infinitas y, aprovechando cualquier medio de transporte, se marchan rumbo a España, Francia o Alemania. Se sabe que huyen de sus casas, de sus propias vidas, por miedo al último virus, la gripe de 2020 que tiene nombre de misil aunque parezca no ser peor que otras, y el barniz de tragedia con el que las autoridades y los medios de comunicación lo han cubierto  Quien ahora huye usa como excusa la precariedad de un sistema sanitario que aunque es puntero en varias áreas ha burocratizado (y abandonado) sus propias bases. Exagera, seguramente, y más ganaría previniendo y/o cuidándose en casa porque el monstruo de ahora se llama Covid 19, no Maduro ni Franco, tampoco Fidel Castro. Pero también es necesario considerar que debe ser difícil vivir en un país en que por orden gubernamental no puedes tocar la mano de quien conoces, mucho menos besar o abrazar, quizá quererse, con seguridad pedir un café en la barra del bar. Así, debe ser imposible.

4 feb 2020

Medellín




El último usuario, a priori, podría ser colombiano. No se trata de características físicas que a estas alturas, al menos hablando de gentilicios, aportan tan poco. Algo de bueno han de tener las últimas décadas aparte de la obra de Roberto Bolaño y Claudio Magris. Y no se puede negar que este siglo apuesta claramente por lo multicultural. Pero el hombre en cuestión viste una chaqueta azul que, a la altura del corazón, lo dice claramente: “Alcaldía de Medellín, Secretaría del Deporte y la Recreación”. Le veo llegar, saludar y dar sus datos aunque una barrera de cristal me impide escucharle. Aprovecho la circunstancia para construirle una biografía ficticia. En Colombia es profesor universitario y ha venido a Castellón como miembro de un tribunal de tesis doctoral. No me cuadra, no. Mejor que sea editor: participó en el encuentro de editoriales que se celebró hace varios meses y, después de haber sido iniciado en la cultura del café cremat, decidió quedarse en Castellón hasta el último día de su páncreas. O que simplemente se trate de un vendedor de azulejos. En las tres versiones ha dejado mujer e hijos en Medellín, pero los llama todos los días. Esas “llamadas telefónicas” me hacen recordar otra vez a Bolaño pero mucho más al gran escritor de Medellín, Héctor Abad Faciolince. Hace diez años regalé varias veces su novela, El olvido que seremos. Todavía recuerdo quién me recomendó que la leyera, Daniel Mordzinski. “Es imposible que no la hayas leído”, fue lo que me dijo. Tenía razón, es un libro maravilloso y, después de leerlo varias veces, recuerdo haberlo usado para que sus páginas me dieran al azar un epígrafe para la novela que entonces escribía. No he hablado todavía con el hombre, pero gracias a su presencia me encuentro caminando por las calles literarias de Medellín. Tropiezo con un vendedor de baratijas y, en la esquina, explota una bomba. Han matado al padre de Héctor y yo mismo vuelvo a quedarme huérfano. “Ojalá se prolongue la tregua, ojalá se prolongue”, sueño que digo sentado en el banco de una plaza desierta. Me quedo allí encantado. Medellín. Medellín, qué querrán decir esas ocho letras. Cuando me toca finalmente encontrarme con el hombre, no puedo evitar preguntarle desde cuándo no va a su tierra. Pues resulta que nunca ha visitado Colombia y libros ha leído más bien pocos. Realmente es de Tarragona, pero hace dos días, luego de perder una apuesta, intercambió chaqueta con un amigo.

20 oct 2019

Cuando un libro te espera



Igual que la Biblia, el Quijote cada día baja de precio. "Aquí estoy, querido. Me están vendiendo. Por cincuenta monedas me voy contigo", me dijo hace cinco años, bello y altivo. "Es una edición ilustrada de siete kilos de peso", apuntó el vendedor aquella vez, como si el peso del libro hubiese sido parte del proyecto de Cervantes, en medio de una calle que insolitamente se llama Calle Enmedio. En estos años han crecido los hijos y los árboles. Quizá la próstata también ha aumentado de tamaño o se ha hecho menos elástica. Pero el Quijote jueves tras jueves siempre ha estado allí y cada día más barato. Lo llevan y lo traen. Los lunes lo intentan vender en Peñíscola, los martes en Torreblanca, los miércoles en Nules, los jueves en Castellón. Quién sabe dónde lo tienen los viernes y los sábados. En Benicasim los domingos. Cada día en una calle diferente, haga frío o calor. Pobre Quijote. Pobres libro y caballero, pobres escudero y escuálido jamelgo. Cuando llueve lo cubren con un plástico amarillo de puro viejo. Del frío y del sol no lo protegen. Por eso está cada vez más barato. El truco está en que pase el tiempo. No tanto para el libro, que es inmortal, sino para mí y el vendedor. Es también importante que yo pase preguntando por él cada seis meses como quien no quiere la cosa. Hace dos años me lo dejaban por cuarenta, hace un año por treinta y cinco. En esas ocasiones siempre lo he abierto hasta verle los ojos y escucharle la voz. De vez en cuando le he sacudido alguna mota de polvo. Hoy en la mañana el libro me ha hablado como nunca. Eran las ilustraciones de Segrelles pero tenían los ojos de la enfermera de novio colombiano y del policía de paisano que atendí la otra noche. En la página 49 me gritó la palabra tristor. "¿Qué haces hablando valenciano, quijotico querido? No me jodas, tú no eres Tirant Lo Blanc. No ne vengas a joder". El libro sigue lindo, estupendo. A pesar de tanto trajín no huele mal y las tapas no están para nada dañadas. "Lo estoy haciendo por ti, chamito lindo". El Quijote nunca deja de sorprenderme. "Pareces el puto Pentecostés", le digo en confianza absoluta: "ahora hablas todas las lenguas". El Quijote sigue altivo sobre la mesa, entre una enciclopedia de cocina y un atlas de anatomía. "Lo hago por ti, compadrito. Para que levantes cabeza. Para que no sigas jodido. Si me sacas de aquí, te voy a ayudar, curaré todos tus males". ¿Qué le ha pasado a este Quijote que pretende psicoanalizarme sin cita previa ni nunca haber acordado honorarios? "Ya no puedo más". Creo que sigue hablando el Quijote pero ahora quien habla es el vendedor. "Si no lo compras hoy lo destruyo, lo mato, le clavo un cuerno de toro en la ingle izquierda". Me sorprende tanta virulencia en un hombre más bien pacífico. "No digas eso, por favor. ¿En cuánto me lo dejas?". El hombre ni siquiera se lo piensa. Se ve que lo tiene decidido desde hace varios meses. "Por quince, por ser tú, te lo dejo por quince". El hombre me tiene fichado y cada vez que he venido a saludar el libro me ha reconocido. "Recuerda que una vez te pedí cincuenta". Me da incluso vergüenza regatear. Solo pido una bolsa y le doy el dinero. "Ve allá, al fondo, ese es el negocio de mi madre. Pídele la bolsa a ella", me dice y coge las monedas. Ahora lo llevo conmigo. Es mi libro, mi Quijote con ilustraciones de Segrelles. Dijo que iba a curarme y me está rompiendo los dedos de la mano derecha, también el corazón.


26 sept 2019

La verdadera casa de papel




La casa de papel  hubiera podido ser un título de Cortázar pero, se ve, prefirió "Casa tomada". Ahora es lugar donde imprimir valores y también una serie televisiva de éxito. No dudaré de la calidad de los billetes ni de los episodios del uno y la otra ya que para ello aquí están la Policía Nacional y el crítico de cine y televisión Carlos Boyero, pero en este cuartiento, a partir de un ejemplar de La muerte en Venecia de Thomas Mann comprado hace casi cuarenta años en una librería más cerca de Alicante que de Valencia, intentaré demostrar que la verdadera casa de papel es el libro, el libro literario, mucho mejor si impreso en papel y comprado en librería. 
La librería en la que se compró originalmente este libro le roba el nombre a un poema del griego Contantino Cavafis, quien  a su vez se lo roba a Odiseo a quien su creador, Homero, le atribuye el haber nacido en Ítaca, una pequeña isla jónica ubicada entre Cefalonia y Lefkada. Se trata de la librería Ítaca, situada entonces y todavía en Villena, que como pequeña ciudad bien podría ser el barrio en que se encuentra la casa de papel que estamos construyendo aunque visto lo visto también podría serlo Ítaca.
Allí, entre Ítaca y Villena,  debería estar el primer jardín de esta casa. Un jardín pequeño porque se trata de una edición de bolsillo y con árboles altos porque el libro fue editado por Destino hace 37 años. Sería necesario hablar también de un segundo jardín más cerca del lugar que yo habito, Puzol, no Pozzuoli a pesar de que estamos hablando de Venecia, ya que fue en su mercado (el de Puzol) donde, entre puestos de frutas, bragas y embutidos, le compré por un euro el ejemplar al vendedor de libros usados. Este jardín sería frutícola y nada ornamental: naranjas y olivos, quizá alguna tomatera. 
Entre ambos jardines, en una casa de tres alturas se desarrollan las idas y venidas de Gustav Von Aschenbach. Este tipo de casas se componen de espacios y habitaciones, pero cuando se entra en confianza se entiende que también son capítulos y páginas, párrafos y líneas. En una de los primeros espacios está la calle de Múnich donde comienzan los devaneos de Von Aschenbach. En la siguiente, Trieste: es impresionante que una ciudad tan bella quepa en una sola habitación pero mucho más que Thomas Mann solo la nombre en una línea del libro. Junto al jardín posterior está Pula, la isla ahora croata donde Von Aschenbach solo resiste cinco días. Y en las dos alturas superiores, se encuentra el Lido veneciano. Cerca, muy cerca, morirá el personaje para hacerle justicia al título y, como suele pasar con los protagonistas, no tendrá posibilidad de conocer la dedicatoria que en el tejado dejó registrada el comprador original, a quien siento más padre que amante o hermano: "¿Que siempre te regalo libros? Sí, ya sé. Pero no lo puedo evitar. Debe ser mi obsesión. Me gusta transmitir mi entusiasmo hacia ellos. Quiero que tú lo compartas. Disfruta leyéndolo".
Hoy, entre mis manos, La muerte en Venecia es la verdadera casa de papel.

20 sept 2019

Enterrar el perro



Mi perro, Lazarillo, hubiera podido morir de viejo pero, escapándose de casa, se adelantó unos días y fue arrollado por un camión en la carretera al borde la cual vivíamos. No es que fuese tan fuerte que necesitase un camión para morir. Simplemente le tocó al camión. Igual hubiera podido ser un carro pequeño o, con lo mal que estaba, incluso una bicicleta. Pero le tocó el camión. 
Lazarillo era un perro negro con manchas blancas. Más grande que pequeño, en casa fantaseábamos con la posibilidad de que fuese pastor alemán, pero yo creo que realmente no lo era. Nos habíamos encontrado en la calle y él había decidido venir conmigo. Mi madre Aura inmediatamente interpretó su cara y le preparó un tazón de sopa de leche que él en menos de un minuto devoró. Luego se fue quedando con nosotros. Era una casa abierta, sin vallas ni empalizadas, pero él no salía. Había asumido la casa como recinto y, aunque ambulante, se había convertido en árbol de su patio.
Mientras yo crecía Lazarillo hizo familia. A la casa llegó una perra más pequeña que él de la que mi hermana dijo que estaba embarazada. Él la acogió y, porque así pasaban las cosas en el pueblo, la noche en que ella se retiró a parir, Lazarillo fue quien la acompañó. Recuerdo la mañana siguiente como una fiesta de la saliva. Lazarillo la lamía a ella y ella los lamía a él y a los cachorritos. Uno de ellos se quedó en casa y, por largo que parezca, lo llamamos Lazarillo Segundo. 
Él estaba conmigo cuando Lazarillo murió. Yo, que tenía catorce años, escuché un frenazo y luego vi el cadáver de Lazarillo desde la ventana. Bajé inmediatamente por la escalera que en la piedra habían esculpido los hombres de la familia Aular y, sin pensar mucho en lo que hacía, empujé el cadáver de mi perro hacia el bordillo. No recuerdo haber llorado ni gritado. Ni siquiera llamé a las mayores, yo que era hijo de dos madres. Regresé a la casa, que permanentemente estaba en obras. Nadie me vio mientras iba y venía, tampoco cuando regresé junto a Lazarillo provisto de carretilla, pico y pala. Me guiaba, más que el sentido común, la necesidad de hacer lo que creía que debía. Desde el momento en que había sido yo quien había llevado a Lazarillo a casa, Lazarillo era mi perro y yo sentía que debía ser yo quien se encargase del asunto ahora que Lazarillo no era perro ni nada sino esa masa enorme inanimada con apenas un hilo de sangre que le salía por una de las fosas nasales. 
Así, con ayuda de la carretilla, trasladé lo que quedaba de Lazarillo hasta la iglesia del pueblo, apenas separada de la casa por una rambla cementada que a veces usábamos como estacionamiento. Realmente lo llevé hasta el patio de la iglesia, del lado izquierdo mirando desde la cocina de mi casa, a la altura del altar que el Padre Pedrón usaba para gritar e insultar (con la sana intención de convertir, de terminar de convertir) a sus escasos feligreses, y allí comencé a cavar una fosa. La tierra era blanda y no tuve mayor problema en cumplir mi cometido. Volqué el cadáver en la fosa y lo cubrí. Luego recogí mis cosas y regresé a casa.
Allí le conté a mi madre Leticia lo que había pasado. Ella recordó que Lazarillo se llamaba así en homenaje al de Tormes y me sirvió un taza de leche tibia con trozos de arepa que yo ingerí poco a poco, sin saber que olvidaría lo ocurrido durante casi treinta y cinco años.

13 sept 2019

Cajón de médico



Todo médico tiene su cajón, qué duda cabe. Y aunque el médico pueda usar eventualmente un cajón de sastre, poco tiene que ver uno con el otro fundamentalmente porque en el de sastre según parece cabe todo, mucho más si no tiene cabida en ningún otro lugar, y en el de médico solo caben (o han de caber) aquellas cosas que tienen que ver con el ejercicio de la profesión.  

El cajón de médico se distingue de cualquier otro cajón por su discreción. De un gris oscuro que se aleja del negro, casi siempre junto a la rodilla derecha del facultativo, incluso para declinar ha elegido el silencio. Nada dice y en ningún parte se queja, pero en él cada vez se meten menos cosas. Es un cajón pobre, venido a menos.  Desde ese punto de vista, incluso el denostado cajón de sastre es actualmente más ambicioso porque entre retazos y trastos diversos el sastre todavía conserva en él hilo y aguja. El cajón de médico en cambio no se puede vanagloriar de nada ya que en la consulta del médico los instrumentos más útiles están en la superficie, a flor de piel, o escondidos detrás del cableado en máquinas mastodónticas. Ello condena al cajón a un uso secundario, absolutamente secundario, en que se depositan objetos que una parte de la medicina quiere convertir en antiguallas.

Pero no por ello este cajón deja de tener encanto. Al contrario, ahora, en esta circunstancia, es cuando empieza a tenerlo. Por si fuera poco no resulta fácil dudar de su utilidad ya que para el desarrollo de cualquier consulta, por escrupulosa que esta sea, siempre será necesario un espacio cerrado donde conservar el cuño, un recetario manual para el momento en que falle la informática, las tarjetas de visita que se van recibiendo y alguna guía de terapia farmacológica.

Pero esto es solo el comienzo, los primeros diez centímetros. El cajón de médico también puede albergar el fonendo, un par de olivas de repuesto, dos reglas de electrocardiograma, el martillo de reflejos y un pulsioxímetro de repuesto. Ofrece además la posibilidad de albergar algún objeto de uso estrictamente personal. El monedero, el estuche de las gafas, el móvil o el reloj si acaso es necesario despojarse de este último. Se fundirían en esta posible instancia hacienda pública y privada, lo cual tiene tanto encanto como peligro.

Así es el cajón de médico, anticuado, útil y universal, entrañable como una cabina de teléfono o un bebé de dinosaurio perdido en la estación de autobuses, que hoy nos ha permitido construir un cuartiento.

28 jul 2019

Barbería delirante, 6


        Publicado en el Dietario del Papel Literario, El Nacional (28/07/2019)

Las instrucciones que han recibido las espías gringas que trabajan aquí son claras. No importa que vayan de mormonas, testigas de Jehová o que simplemente den clases a los pequeños espías. “Cuidado con el tío Teo”. Ellas lo dicen en su lengua y casi nadie las entiende: “Atention with uncle Theo”. Al final casi nadie dice qué fue lo que pasó con este hombre, quién era o es, qué hacía o hace. No aparece ninguna información sobre él en los archivos desclasificados, pero el director del colegio, que caminando por la Avenida Bolívar se topó con mi negocio, me lo hizo saber (sin necesidad de pronunciar palabra) mientras le pulía la calva. Es un hombre extraño y, se nota, tiene problemas. El primero, la calva: ¿qué necesidad tiene de hacérsela pulir? El segundo, el tercero y el cuarto seguro tienen que ver con los genitales. Las placas de seborrea en la coronilla hablan de una denuncia que alguna vez se cursó en Ohio. Por eso, apenas un alumno o un profesor hace alguna referencia sexual, el hombre se tensa y envía telegramas al Pato Donald, en Washington. Para curarse en salud. No quiere que la denuncia de Ohio se ventile nuevamente y entorpezca su carrera. Él es el tío Teo. Castrado farmacológicamente desde hace años. Lo noto mientras lo unto con aceite de Argán. Antes de llegar a Venezuela, un sábado en la tarde llamaron a su puerta dos jovencitas vendiendo el perdón de los pecados. Después de escucharlas durante dos minutos, que si Jehová, que si el Armagedón, que si Joseph Smith, se dio media vuelta y les dijo: “Si lo que quieren es sexo, pasen, que aquí afuera no puedo”. El director no lo contaba, su cuero cabelludo lo dejaba saber, pero pude notar que sus poros se dilataban mientras yo me iba enterando del asunto.

22 jul 2019

El afecto agrandado (de las redes sociales)




Habiendo sido niño solitario, lletra ferit precoz, que tenía por amigos libros, santorales, volúmenes de enciclopedia y, fundamentalmente, el sueño de escribir algún día un cuento decente, cuando hace unos años vio que tenía más de cien amigos en Facebook le costó creer que fuera cierto. Nunca se lo había planteado como meta, nunca lo había creído posible y, por ende, le resultaba inaudito que hubiera sucedido. Sin embargo, encontró explicación en los cambios geográficos (no era marinero, pero igual siempre había trabajado aquí y allá) y, por qué no, en la pasión multidisciplinar de su vida (sus amigos venían de fábricas, librerías y todo tipo de garitos). Cuando sobrepasó los mil, a su asombro se agregó el de sus hijos. Algo así como “míralo, quién lo hubiera dicho”.  Cuando los cinco mil, abrió una segunda cuenta y se sentó a verla crecer.

Supo (o creyó) desde el primer momento que la pantalla a través de la cual veía a sus nuevos amigos magnificaba los eventos de la vida a pesar de que minimizaba la realidad. “No está mal el invento”, publicó a manera de pensamiento. Era y sigue siendo bonito. Los likes gustan incluso más que los dulces: son caricias que alimentan y refrescan al Narciso, gigante o diminuto, que imprescindiblemente llevamos dentro. Los mensajes, las fotos, los videos, los textos y las felicitaciones acercan. “Amigos, somos y seremos amigos, no es mentira”. Por si fuera poco, aunque siempre es posible discutir, las posibilidades son menores que en la vida real y con el contacto frecuente. Esa es, se dijo, la parte positiva del afecto agrandado en las redes sociales.

Pero con los años en la medida en que la segunda cuenta crecía y el invento de Zuckerberg se fue haciendo mayor, pudo comprobar que este afecto agigantado tiene también un lado negativo. “Tantos amigos aumentan la alegría pero también la tristeza”, escribió una mañana en que el caralibro le preguntó que pensaba. No se refería, no quería decir que en las redes sociales se encuentra alivio, pero también desazón: algo así como que si es posible el gusto será también lo será el disgusto. No se trataba de eso. Se trataba, en su cabeza al menos, pero también en la forma en que vivía la red social, de que si se aumenta la masa de relaciones de la misma manera en que crecen las buenas noticias también aumentarán las malas. Tenía razones para pensarlo porque en las semanas precedentes se había enterado por Facebook de la muerte de cinco contactos y todas le habían dolido verdaderamente. Tanta alegría como dolor. “No es exclusivo el asunto de las redes sociales”, le dijo al programa cuando le volvió a preguntar en qué pensaba. “Puede pasar también con la poesía que leo todos los días. Cuando el poeta muere, no importa que no lo haya conocido, igual duele”. Pero cinco muertes son muchas en cualquier circunstancia y por unos días pensó que aquellos días de la infancia, sin tantos amigos, se vivía mejor, mucho mejor.

6 jul 2019

La trampa gringa, by Chester Himes



Se trata de un resto diurno, seguro, porque ayer encontré dos novelas de Chester Himes que no conocía y leí una interesante crónica sobre el final de su vida en Moraira, Alicante. El asunto es que soñé con un libro inédito de Chester Himes que aparecía como si nada justo entre el cortacésped y la motosierra, "La trampa gringa", decía a manera de título, dice todavía en mi recuerdo, entre una mancha de grasa y un resto de gasolina. En la novela, Ataúdes aunque no se apellida Johnson sino Hojelade es el mismo burro maltratador de Cuando el calor aprieta o Por amor a Imabelle. Sepulturero tampoco se apellida Jones sino Flechina. Juntos acuden a una escuela mormona que a pesar de la lectura detenida que hice durante el sueño no puedo recordar si estaba en Panamá, Alicante o Valencia. Puedo asegurar, sí, que no se trataba de Harlem. Acuden a la escuela, "La trampa gringa", para investigar los antecedentes sexuales del director Albino Smith. Era un tema oscuro, pero en la novela la atención de Himes (que sí se apellida Himes) se desvía hacia el encuentro de Sepulturero con la profesora de religión. Se conocen como consecuencia de la vida delictiva del hijo de ella. Hablan inicialmente de sus sustancias y trapicheos, pero un guiño de ella es suficiente para que empiecen a flirtear, Ataúdes llama a Sepulturero, se lo lleva aparte e intenta convencerle de que comete un error: "Pero, ¿acaso no te das cuenta de que es una mujer rara?". Rara era, en verdad, y también fea. En el recuerdo parece una puta verbenera. "Además, se entiende con Albino". "¿Con Albino Smith? ¿No está casado?". No sé cómo hago para recordar claramente el diálogo. "Sí, pero son mormones". Yo en ese momento pensé que más que mormones parecían espías del FBI y cerré el libro No he debido hacerlo porque inmediatamente desperté y de "La trampa gringa" solo me queda la sensación de que Chester Himes quería mandar a la mierda a todos los personajes. A Hojelade, a Sepulturero Flechina, a Albino Smith y obviamente a la profesora de religión. Uno por uno, a la mierda todos.

29 may 2019

¿Para qué sirve escribir? (últimas regulaciones)




Asociada al ideal de belleza que impregna la mayor parte del quehacer artístico de la escritura se cree y se dice que sirve para cantar, amar y enarbolar los valores positivos de la especie humana y de su tránsito por el universo. Esta circunstancia permite que le dé belleza al dolor y al sufrimiento, incluso al amor, que es un sentimiento que por sí solo no tiene que ser bello por fuerza. Hay también una posibilidad, asociada mayormente a la narrativa, que permite que la escritura sea útil para describir y retratar la realidad, mayormente con intención de mejorarla.

Sin embargo, la escritura sirve también para fijar posición y exigir respeto a ella. No me refiero a los insultos que recibía Lesbia de Cátulo. Tampoco a la canción de protesta ni a la novela negra. Me refiero, sí, a la defensa de los derechos en una sociedad que, reduciéndonos al rol de usuarios y consumidores, nos trata a través de programas informáticos y, cuando es necesario argumentar razón y reclamar los errores cometidos a partir de sus algoritmos, nos dirige a oficinas virtuales que sustituyen las antiguas hojas de reclamación o el trato directo con proveedores.

Ese es también ahora uno de los usos de la buena escritura. Reclamar, defender los derechos del ciudadano expuesto. Lo ha hecho siempre el escritor desde la tribuna periodística y lo hace también ahora como ciudadano defendiendo sus derechos y los de su grupo ante las defensorías y centros de reclamación. No es mentira, ni siquiera ironía. Una reclamación sutilmente escrita surte más efecto que una que carezca de espíritu literario. Se genera de esa manera una nueva utilidad del quehacer escritural. Si hace veinte años llorábamos de alegría viendo a la escribiente que en Estación central de Brasil escribía por encargo cartas de amor, ahora puede ser el escritor quien ofrezca sus servicios frente a los bancos y las grandes superficies, a un lado de las telefónicas y los colegios. “Escríbeles que me han robado, que han abusado de mí”. “Diles que es inadmisible lo que han hecho con mi hija”.

El escritor les escucha y, solo si es bueno y sensible, puede escribir adecuadamente el reclamo de tanto dolor burlado.