8 ago 2016

La fiesta de los ordenadores colgados

Quienes defienden la idea de que la introducción del ordenador en la consulta ha deshumanizado la relación médico paciente colocando un artefacto que, al exigir la dedicación de las manos del primero, las retira del cuerpo del segundo deberán también admitir que cuando los ordenadores se apagan, se cuelgan o simplemente no encienden esta relación se humaniza de nuevo y los ojos del médico, para salvar la situación y el momento, intentan empatizar nuevamente con el paciente.
No es cierto del todo y tampoco mentira. Una vez introducida la informática en la medicina parece improbable la extirpación y sus beneficios lucen infinitos. Se agradece, sin duda alguna, la posibilidad del registro y la posibilidad  todavía mayor de revisar lo registrado, pero se desagradece la multiplicación del tiempo y el esfuerzo físico que exige la indicación. Lo que antes se hacía con una sola palabra o con una simple firma ahora requiere picar en nueve ventanas.
Se agradece también la exactitud ganada, pero se desagradece el tiempo que requiere y la distancia que impone entre el médico y su paciente. Concentrados en el ordenador, en ocasiones pasamos más tiempo aproximándonos a nuestro propio túnel carpiano que al del paciente frente a nosotros.

Estamos entre Ares y Benasal, pero los tenemos irrevocablemente entre nosotros. Cuando se van, por estropicio o por daño, por el programa o por el cable, nos dejan desnudos frente al paciente. Desnudos de un traje que nos hemos acostumbrado a llevar, con el que peleamos pero al que en el fondo siempre agradecemos. No se sabe qué hacer. Se comienza invocando la suerte, que la avería sea rápida, que todo pase en unos treinta segundos. En esos instantes todavía no dirigimos la mirada hacia el paciente. Permanecemos observando la nada, la pantalla detenida. Es el momento más incómodo, sin lugar a dudas. Cuando vemos que la cosa va para largo, intentamos invocar su complicidad. “Estos aparatos, caramba”. El paciente asiente aunque quizá cree que todo ha sido propiciado por nuestra torpeza. Luego tocamos una tecla y, como el sistema no responde, intentamos una tregua: “Esperamos dos minutos y si no usted va a la sala de espera y luego lo llamo”. El paciente tiene prisa. “No, no, no puedo esperar”. “No se preocupe, se hará como siempre”. Hacemos una llamada telefónica y sacamos un viejo talonario o un simple folio. “Madre mía, cuánto tiempo sin verlos”, dice el paciente a pesar de que  hace cinco años todos los usábamos. “¿Entonces va a ser como antes?” “Pues sí, como antes”.  Cogemos el papel, escribimos con una letra que desde hace tiempo sólo gastamos para firmar y, colgados, nos damos cuenta que hemos tenido un asunto humano con el paciente. Un asunto humano otra vez.