28 mar 2011

Coleccionista de Invizimals



Era Elvira Lindo quien en sus artículos dominicales llamaba "mi santo" a su escritor marido. En mi caso, "mi santa" es y no es Giuliana, la muchacha que cuida a mis niños, pero "mi santo" es Alessandro, mi hijo de siete años. Por él, gracias a él, soy seguramente una mejor persona y no mando al carajo a dos o tres personas de las que sigo pensando que son lo que son pero no me importa. Con él, he reaprendido a jugar fútbol, a ir en bici, a pasar las tardes sin hacer nada, a escuchar mi nombre sin sentirme aludido, a tolerar las piscinas, a disfrutar la compañía de los otros, a vivir pensando sin que parezca que pienso y una cantidad infinitas de cosas que (lo siento, lo sé) me mejoran, me ayudan y sobretodo me permiten una cuarentena decente. Es mi santo, pues. Y con él, de manera razonada, incluso he coleccionado cromos. Claro que de pequeño yo también los coleccionaba, pero les llamaba barajitas y nunca llegué a rellenar más de dos ventanas en una página. Recuerdo un álbum de animales, que mi madre toleraba por sus presuntas bondades pedagógicas, en el que llegué a poseer la barajita del armadillo. Alguno de fútbol, otro de aviones con mi compadre Zenzola y un amigo que luego se hizo aviador y ahora dirige despegues y aterrizajes en los aeropuertos de Venezuela. Pero nunca fui un coleccionista verdadero. Me gustaban, sí, los juegos de manos a través de los cuales los compañeros intercambiaban barajitas durante el recreo, pero nuca pude personificarlos: me limitaba a observar la audacia y el tesón de los verdaderos coleccionistas, a quienes siempre, al final de la temporada, era posible ver con los regalos que les mandaba la editorial. Con Alessandro, incluso he resarcido esa parte de mi vida. Él sí es un coleccionista y poco a poco, piano piano, ha incorporado destrezas para el intercambio. Hace dos años estuvo a punto de terminar un álbum de cromos futbolísticos y, gracias a su talento y a la generosidad de una cajera de El Corte Inglés, el año pasado terminó el de Bob, el imbécil esponja. En las últimas semanas, se ha ocupado de Los Invizimals, unos bichos monstruosos, invisibles al ojo humano que sólo se pueden ver a través del visor de la PSP. Alessandro me ha obligado a comprarle sobres en el quiosco del pueblo e incluso, cuando en Puzol se agotaron, encargárselos a Isidro en el Hospital. Ha sido bastante hábil intercambiando los repetidos en el colegio y, porque se lo merecía, la semana pasada me metí en la página web de Panini y pedí los dieciocho que le faltaban. Hoy han llegado a casa y, cuando había terminado de pegarlos, se lo dije con alegría y admiración:


-Caramba, Alessandro, yo nunca logré completar un álbum y tú ya llevas dos.


Alessandro no sólo me escuchó sino que vino hasta donde yo estaba a darme un abrazo.


-Papá, estos dos álbumes los hemos hecho entre los dos. Tú también eres un coleccionista.


Si mi santo lo dice, yo obedezco y asumo. Por ello, aviso a los colegas que pueda haber por allí que tengo repetidos varios Invizimals MAX, el 122, el 124 y el 129, los más difíciles de conseguir. También tengo la barajita del armadillo y una primera edición del Manual de Carreño. Interesados, hacer ofertas a través de este medio o a través del teléfono de Pizzas pizzas pizzas, en Valencia del Rey.

21 mar 2011

Aporía del escritor: un lector, qué importa que no sea ideal

Pero que tenga dientes, que no los tenga.
Que sea delgado o delgada, gordo o gorda.
Que tosa cuando se le meta una mosca en la boca, que nunca tosa.
Que visite a los muertos en la funeraria o en el cementerio.
O que nunca los visite y prefiera verlos en el hospital o incluso antes de caer enfermos.
Que sea neurótico o psicótico, incluso neuropsicótico.
Que ame las flores o que las odie porque es alérgico.
Que vaya en bicicleta o metro, en autobús o coche.
Que camine.
Que le guste el ron. Que sea abstemio.
Que alguna vez le hayan dicho que no.
Que diga sí casi siempre.
Que sea millonario o que tenga problemas con el banco.
Que esté en el paro o trabajando como un cosaco ya recuperado de la borrachera.
Que tenga hipóteca o se niegue a tenerla.
Que haya leído "El banquero anarquista" de Pessoa porque el director de su banco se lo regaló en navidad o que piense que un banquero nunca sería anarquista.
Que coma fruta, dulces, pan, carne, arroz o vegetales.
Pero que alguna vez haya deseado armar el cubo mágico (el de los cuadrito de colores, ése), no importa que lo haya logrado la vez primera. No importa, no.

12 mar 2011

Epitafio de un cuartiento

Aquí hubo un cuartiento. Era un cuartiento que comenzaba con un electricista y terminaba con una referencia a Pitol, al gran Sergio Pitol. No era bueno ni malo. Pero, puesto a elegir, quizás el mismo texto habría pedido ser malo. Resultón de ser posible. Eso era: un texto resultón, flojo y acomodado. Un texto más, otro así pero que al pincharlo producía incomodidad a su autor, Prurito y escozor sin saber por qué y sin ganas ni tiempo para averiguarlo. El problema pudo ser la ilustración, pero éste es, ya se ve, un claro intento exculpatorio. Es más probable que la culpa la haya tenido el desempeño fácil, onanista y precoz (no hablo ya de años sino de minutos) del escritor. Bien merecido tiene entonces su final. El muy cabrón. Por fastidioso. Por hacerme perder el tiempo. Por haberme privado de media hora de juego con mis hijos. Porque en esos minutos también pude haber salido con la bicicleta. O tumbarme en el sofa, no importa que esté roto. O sentarme en el jardín para que el polen terminase de asesinar mis mucosas. Por imbécil. Por huevón. Por eso lo destruí. Me metí en la cuenta e hice click en eliminar entrada. Así, zas, zas. Vete, cabrón. Pinche pierdetiempo. Puto cuartiento. Mucho más fácil que cuando había que sacar el papel de la máquina de escribir y tirarlo a la esquina. Simplemente chíqui chí. Y ya no estás. Pobre cuartiento. Tampoco era tan malo. A mí lo del santo al cielo realmente me gustaba. Y lo del ángel de la guarda. Pero ya no estás, cabrón. Ya te has ido. Ya no existes. Fuiste un cuartiento más y por tan solo 48 horas. O 36, no sé muy bien. Ya no queda nada de ti. En tu lugar vendrán otros, aunque no muchos, no te creas. Pero ya no estás tú. Imbécil, idiota, pesado. Cuartiento malo. Vete ya y no se te ocurra volver.

1 mar 2011

De la noche en que fui a una cena a la que no había sido invitado


No fue del todo así. O sólo lo fue en parte. Uno de los comensales, A, me había invitado a cenar pero, sin que yo me diera cuenta, su cena había sido engullida por la cena de otro amigo, B, que entonces se había convertido en el anfitrión. Es por eso que los días de postguardia son para ver películas malas, fisgonear en Internet o publicar un cuartiento, pero no para más, mucho menos si significa salir de casa. Algo de eso me habían recomendado C y D. Porque si hubiera sido cualquier otro día yo me habría dado cuenta inmediatamente del golpe de estado, habría inventado una excusa, un pretexto cualquiera, y no habría ido a cenar ni a nada. Tanto yo lo que quería era dormir y la posibilidad de meterme algo en la boca no estaba en mi lista de prioridades. Pero fui a cenar sin darme cuenta de que ya no existía el plan de A sino el de B. Y por lo de la postguardia no me daba cuenta de las indirectas:
(A es director de cine. B es escritor de telenovelas. C es comentarista deportivo de la televisión. D es cirujano).
-Pero, ¿vienes a cenar? -me preguntaba B insistentemente.
-Pues sí -yo entonces, lo juro, me refería a la cena de A.
-Es que sólo hemos reservado para quince y contigo serían dieciséis.
A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K ...
-Sí, sí, no hay problema -insistí medio adormilado, sin entender nada, seguro de que A me habría incluido en la reserva, preguntándome más bien quién sería ese incómodo no invitado que insistía en meterse en el grupo: ¿L?
Fui entonces a cenar y no me privé de nada. Cuando trajeron la carta de vinos, pedí el más caro: A no se enfada normalmente por esos asuntos. De los platos, el mejor, el más grande: A es generoso y si uno no acepta su generosidad se molesta un poco.
(A es ingeniero. B es propietario de una red de ludotecas. C es médico de urgencias. D es carpintero).
Las otras quince letras, A incluido, me miraban extrañados y yo pedía más y más, pensando que quizás sus miradas eran simplemente un efecto de la postguardia. Y, de alguna manera, eso eran: ellos no entendían cómo yo podía comportarme así en una cena a la que no había sido invitado y yo estaba seguro de que estaba en la cena de A.
A la hora de opinar, tampoco fui comedido. Hablé de todo: de hombres, de mujeres, de animales, niños, gobernantes e impuestos. Las letras todas me miraban como alucinados. Quizás estoy hablando mucho, pensé antes de callar un poco y empezar a masticar. Igual continuaban mirándome: qué extraño, es posible que tampoco ellos hayan dormido.
Con el postre, tampoco me pude contener y acepté nuevamente la generosidad de A.
(A tiene un vivero. B construye caminos para el gobierno. C bebe cerveza alemana. D lee periódicos deportivos)
Fue en el último acto, en el momento de pagar, cuando vi que A miraba a B, que a su vez sacaba los billetes lentamente, que me di cuenta de que allí sucedía algo muy raro y, por primera vez en toda la noche, empecé a sentirme incómodo, sin saber a ciencia cierta qué era lo que me incomodaba.
Me despedí del grupo y comencé a caminar rumbo al apartamento.
Cuando llegué a la esquina pensé que lo que me había incomodado tenía que ver con la política: D es anarquista radical (al menos así se presenta), pero ya en la escalera deseché la posibilidad: a mí no me importa la política.
(A vende una cosa. B te la lleva a tu casa. C hace algo para que comas. D es médico de urgencias).
Metí la llave de la cerradura y grité: Eureka. No porque la puerta se abriese, sino porque entonces estaba convencido de que la incomodidad estaba relacionada con los impuestos. A los cuatro minutos, mientras me cepillaba los dientes, aborté el camino: a mí los impuestos me importan un comino.
Apoyé la cabeza en la almohada y creí haberlo solucionado todo: fue lo de los perros, cuando hablaron mal de los perros. Así pude conciliar el sueño, pero cuando desperté, supe que tampoco ésa era la respuesta correcta: para bien o para mal, yo no tengo mascotas desde hace más de diez años.
(Ninguna de las anteriores es la respuesta correcta).
Entonces, ¿qué fue lo que pasó? ¿Por qué todavía me siento mal? Eso era lo que estaba preguntándome hasta hace unos minutos cuando me di cuenta que si A no había sido el anfitrión,yo me había colado en la cena de B.
Aclarada la duda, comencé finalmente a sentirme bien y, para que el día siguiera enderezándose, me dije en voz alta:
-Voy a escribir un cuartiento.
-¿Sobre qué?- me preguntó el vecino a través de la pared compartida.
-Sobre la primera huevonada que se me ocurra -le respondí o simplemente soñé que le respondía.