30 ene 2016

Los pederastas



Los pederastas trabajaban en el Colegio Don Bosco de Valencia, en el siglo pasado. Valencia, la de Venezuela, justamente frente a la casa en que nació José Rafael Pocaterra. Eran curas y profesores aunque ninguno llevaba sotana. Estaba el cura administrador que daba besos sentidos detrás de las orejas. Otro cura, el consejero, invitaba a los niños a su habitación y les pedía que se masturbasen mientras él apuntaba detalles para su tesis. A los alumnos destacados de las recientes promociones los habían convertido en profesores, en jóvenes profesores, y éstos abusaban de los alumnos más pequeños. Era como una cadena en que el producto se convierte inmediatamente en productor. Una cadena asquerosa a la que muchos se acercaban bromeando, simplemente para sobrevivir. Era también una especie de clan, de difícil salida, imposible de advertir, difícil de denunciar a pesar de que el director del colegio luego sería cardenal y era amigo del presidente Herrera Campins. Algunos de mis compañeros se convirtieron por esa vía en profesores. Otros lloran cuando recuerdan lo que sucedió o piensan en lo que pudo haber sucedido. Otros no recuerdan nada pero no lo descartan. Sin formación ni diván se han convertido en psicoanalistas rudimentarios y advierten sobre los posibles rincones oscuros de la memoria. Otros lo consideran normal e ignorando su gravedad se alegran de haberla sobrevivido.Cuando se reúnen, realmente o en la virtualidad de la red, alguno siempre hace un comentario sobre el cura consejero, pero los otros lo invitan a callar. Es un secreto a voces que no tiene sentido ventilar. Eso es lo que seguramente piensan, sobre todo ahora que los curas son ancianos y los jóvenes profesores de entonces se acercan a la decrepitud a pesar de la cirugía plástica. Mañana, 31 de enero, día de Don Bosco, se reunirán en el descascarado colegio. Curas, antiguos profesores y otros más jóvenes, algunos ex-compañeros. Me dan asco y miedo sus manos posando sobre hombros y cinturas de los alumnos actuales. Agradezco no publicar fotos en las redes sociales.

19 ene 2016

Aquello que Einstein no dijo


Desde el primer momento  le interesó su pasión por Einstein. Se veía que ella conocía a fondo su biografía y, como él había comenzado un máster en física teórica, le solicitó amistad y comenzaron a chatear. Ella dejó entonces de publicar pasajes biográficos y comenzó con las citas. ”Locura es hacer lo mismo una y otra vez. Albert Einstein”. A él le extrañó que Einstein hubiese escrito eso, pero era probable: había escrito y dicho tantas cosas. No le comentó nada y, al día siguiente, acordaron pasar un fin de semana en Port Saplaya.
Antes de encontrarse, en la estación de trenes de Valencia, ella publicó cinco palabras que igualmente atribuyó a Einstein: “Nadie entiende la mecánica cuántica”. Vivieron un fin de semana de sol y playa. El asunto prometía y sentían que casi seguramente volverían a encontrarse.
Cuando él llegó a casa, leyó lo que ella había publicado: “Mi amor nació en un barquito frente a los edificios de Port Saplaya. Albert Einstein”. Así  él pudo comprobar que las otras dos citas también eran falsas por lo que, en lugar de llamarla para decirle que ya la extrañaba, la eliminó de su lista de amigos.

12 ene 2016

Libros y navajas



En la venta de libros, el kilo de navajas hoy cuesta seis euros. Una mujer discute con su marido la posibilidad de comprarlas ya que él prefiere las gambas peladas. Yo, en cambio, me conformo con un libro de Jorge Edwards que quisiera regalarte, pero que no sé si podré porque la discusión se hace interminable.
Quizá por ello cierro los ojos y sueño que compro un libro de Vicente Gerbasi y una planta de guanábana. Estoy en una venta de congelados en Castellón, a quince metros del hospital, pero mi sueño sucede en un mercado de Italia, más allá de Éboli. Me detengo frente a las frutas, los detergentes, la carne y los pescados. Caminando hacia la iglesia, la anciana de negro ofrece libros que ha esparcido sobre una mesa. Allí está la traducción al italiano de Mi padre, el inmigrante. Y, a su lado, entre sobres de semillas y flores de invierno, la planta de guanábana con un cartelito amarillo clavado en forma de pincho en el fondo de la maceta: "wanabana americana".
Me despierta la letra doble. No le encuentro sentido, pero la discusión entre navajas y gambas ha terminado y finalmente puedo pagar el libro.
Al salir de la pescabrería, la furgoneta que pasa es toda ella publicidad. Anuncia una cura milagrosa contra el cáncer. En la última línea, está la palabra guanábana. Veo la u, cuatro veces la letra a y, cómo no darme cuenta, al inicio la g.

1 ene 2016

Sacar a pasear la novela


(foto regalo del querido Javier Sánchez, nada de cortesía)

Como si se tratase de un perro (que duerme, que ladra, que come, que acaricia, que destroza y pide, pero siempre da) de vez en cuando toca sacar a pasear la novela.
Hay quien para ello se maquilla y se viste, se perfuma. Sale a caminar e inicia una ruta de confianza que ha elaborado a lo largo de la vida. Esta calle, el paseo marítimo, la placita más allá, aquella tienda, para seguramente terminar en un bar o en una librería. Ha sacado así a pasear la novela de su vida, editada en las páginas de su cuerpo: los años y amores, la experiencia, algunas cicatrices. Hombre o mujer, no importa el género, la novela vive en sus piernas, respira con sus pulmones, tiembla con sus párpados.
Otros la hacen pasear sin mover el cuerpo, sin apenas desplazarse. Quizá un paso o dos, como quien baila pegadito, sobre un centímetro cuadrado de pavimento. Llevan la novela en la cara, en las manos arrugadas. La novela pasea en sus ojos, en su mirada. Se puede leer en un segundo, pero también en un millón. En ocasiones se trata de una novela sencilla, esencial, pero no por eso deja de ser poderosa. Mayormente deja huella.
Del novelista en cambio, ahora que todos esperábamos sus metáforas, tenemos un ejercicio litera, concreto por demás. Antes de salir de casa, mete cuidadosamente el portátil en la mochila. Sube al tren o al coche. En el portátil está la novela de estos días. Novela y portátil son dos o tres kilos de más. A veces pesan como una deuda, pero en otras la carga es ligera como una novia en la adolescencia. Por ello camina con la mochila hacia su trabajo. La novela espera un día de suerte, tranquilo, en el que al menos le puedan dedicar diez minutos. Es la novela en la mochila, es la vida del escritor en estos días. Hoy no pudo ser abierta porque el trabajo lo impidió. No importa, la novela ha salido a pasear y, en la cabeza del escritor, hay dos o tres imágenes nuevas, extraídas de la vida, del mismo trabajo, que poco a poco se agregarán a sus páginas. Ya se encontrará la forma y el momento.