13 jul 2017

Exhumación de un bote de lágrimas artificiales, 2017


Las lágrimas artificiales
no sirven
para comer
tampoco para limpiarse el culo
ni siquiera sirven para llorar
pero igual hay que sacarlas
de este ataúd de cartón
envuelto con cinta americana
que preparamos para enviar
víveres y medicinas

no es un húmero ni un fémur, hijo mío
agárralo tú
que tu  mano es más delgada
y no estropea tanto las cosas

son lágrimas simplemente lágrimas
no es un radio tampoco un esternón
es un bote pequeño
que el gobierno prohíbe

tranquilo, no van a explotar
diez mililitros de lágrimas
que ni siquiera son de verdad
pero pueden ser usados por ancianas
terroristas
para aliviar el ardor de las bombas
lacrimógenas
que disparan militares
hijosdeputa

sácalo ya
permite que se vaya
y busque su destino
esta caja herida
destripada
volando a un país
pequeña Venecia
donde nada está permitido
solo llorar de verdad
adelgazar morir
soñando que esta pesadilla
termina

11 jul 2017

Calor Marías


Desde hace por lo menos diez años me toca vivirlo todos los veranos. Entre la última semana de junio y las dos primeras de agosto, hay por lo menos un momento en que siento que soy una mezcla de Camilo José Cela, Juan Goytisolo y Javier Marías. No como idea delirante de grandeza ni porque crea haber escrito un capítulo desconocido de La Colmena, Reivindicación del Conde Don Julián o Mañana en la batalla piensa en mí. Es más bien por el personaje ese de la mala leche, por heterodoxos o por ortodoxos, que he conocido interpretado por ellos. Apetece, cómo no, escribir contra el olor dulzón de los protectores solares, contra los turistas y la paella mala, contra la gente que con el calor se pone como tonta, contra el calor mismo, las terrazas y las ensaladas decoradas con chispazos de vinagre dulzón, falso de Modena.
Muertos ya Cela y Goytisolo, a ese momento ahora le llamo calor Marías. Cuando llega, cuando lo siento llegar como si se tratase de una crisis convulsiva, algo de hormigueo en los dedos, un principio de tos, una cosa rara en el cuello, me digo “tú no eres Javier Marías, tampoco Camilo José Cela ni Juan Goytisolo” y salgo al jardín. Comienzo con las flores y las plantas pequeñas. Les doy agua de beber y procuro mojarme yo también. Si no me basta con regar, empiezo a quitar hojas secas y cortar ramas bajitas. Si todavía estoy raro, me calzo las botas y cojo el cortacésped. Eso sí que calma: a mí, a Marías o a cualquier otro. Luego de media hora ya estoy cansado y les pido a los vecinos que me dejen zambullirme en su piscina.
Allí ya estoy en la fase Vila Matas. Lo prefiero así. Nado un poco. Salgo, respiro, me seco con una toalla de ser posible prestada y regreso a mi ordenador. He vuelto a ser Slavko Zupcic y me dispongo a escribir un artículo sobre el verano.

1 jul 2017

Contigo (la música no es de Luis Fonsi)


Así fue: contigo, hablando contigo. Íbamos en el tren, sentados uno frente al otro. Originalmente yo estaba solo e intentaba corregir un texto en el portátil, pero en cuanto te vi lo cerré, dispuesto a hablar. Comenzamos por el árbol del exilio que menciona José Solanes en En tierra ajena. Te dije que yo lo había leído más de veinte años atrás con otro título, Los nombres del exilio, y, a partir de allí, comencé a referirte cosas todas ciertas del pueblo en que crecí, La Entrada, en las afueras de Valencia, la de Venezuela. Era un pueblo duro, de gentes curtidas a fuer de vivir allí, depositadas entre las montañas. Allí yo crecía y leía. Allí comencé a escribir. Primero a mano: llené con letra apretada cientos de libretas en que escribía y reescribía intentando corregir. Luego a máquina: me apoderé de la máquina de escribir de mi madre, una Underwood color naranja. Tenía también un escritorio gigantesco, metálico, que nuestra amiga china, Poija, me había regalado. Mientras hablábamos, pasamos por Nules y pude ver a la derecha las murallas de Mascarell. Nada que ver entre Mascarell y La Entrada. Allí, mirases donde mirases siempre te encontrabas con una montaña. Junto a mi casa estaba la iglesia en la que yo alguna vez fui monaguillo. Pero, cuando escribía, había soltado ya el catecismo y prefería los libros de Faulkner, que mi madre se había hecho autografiar. "Imagina a mi madre", te dije. "Imagínala esperando a Faulkner en las afueras del Ateneo de Valencia". Suyos eran mis libros preferidos, quizá por esa firma abreviada en las primeras páginas. Y los de Juan Rulfo, Herman Hesse y Knut Hamsum, no importa que no estuviesen autografiados.. Y El Quijote. Y Platero y yo. Pero yo escribía y escribía. Mejor dicho: leía, escribía, me masturbaba y escribía. Mientras lo hacía, de vez en cuando me asomaba por la ventana basculante que daba hacia la carretera. A veces veía llover. La lluvia en La Entrada era una especie de manto que nos arropaba durante horas. En otras veía al vecino limpiar su camión. Y alguna vez, lo juro, vi a los niños con los que podía haber jugado pero nunca lo hice, los vi caminar llevando sus burras limpísimas. "¿Qué hacían con las burras?", creo recordar que me preguntaste mientras el tren avanzaba hacia Burriana. Yo no te respondí, perdóname. Simplemente porque quería decirte que mientras más los veía más escribía y leía. Era una forma de no estar allí. Es raro, complicado y casi vergonzoso, pero sería justo decir que escribía como una forma de ausentarme y construir con mis palabras aquello que no tenía: quizá el padre, quizá los lugares que no conocía. "Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con Solanes y el árbol del exilio?". No lo preguntaste, no explícitamente, pero a punto de llegar a Burriana vi en tus ojos que habías entendido que mi discurso continuaría por allí. En efecto, hacia allí iba, mucho más rápido que el tren. "Es que ahora escribo", eso fue lo que te dije, "para volver allí, para sentir que nunca me he ido".