24 mar 2013

Del día en que por culpa de Juan Carlos Méndez Guédez terminé discutiendo con un policía

 


Juan Carlos Méndez Guédez es mi amigo desde hace exactamente veinte años. En una tarde de marzo de 1993, nos conocimos en el aeropuerto de Maiquetía. Los dos íbamos a Málaga, precisamente a Mollina, donde participaríamos en un evento prodigioso aunque de nombre extraño: Foro joven, literatura y compromiso. Ya nos habíamos leído y compartíamos demasiadas cosas, por lo que encontrarnos finalmente lo vimos y vivimos como una cosa absolutamente natural. Desde entonces hemos sido tan amigos que incluso nos hemos dado el lujo de alejarnos sin discutir y al volver a encontrarnos retomar el hilo de la última conversación y, con el mismo nivel de afecto y amistad, darnos cuenta de que no tenía sentido recordar el tiempo que había transcurrido. Para mí ha sido una fortuna tenerlo como referencia y debo reconocer que me ha acompañado en las malas y en las buenas, pero incluso en una época en que las malas fueron mucho más frecuentes y seguidas, si sonaba el teléfono era Juan Carlos que me llamaba desde Caracas, si una persona me buscaba o me proponía un proyecto que hacía respirable la vida sus apellidos sólo podían ser dos, Méndez y Guédez. Por si fuera poco es un gran escritor con el que he pasado cientos de horas discutiendo de literatura y del que he leído, siempre disfrutando, toda su obra, desde Historias del edificio hasta Arena negra. Él es, en la ficción literaria y en la realidad de la vida de todos los días mi amigo, mi gran amigo. Por eso no pude rechazar su solicitud de amistad en facebook y debo admitir qe todos los días disfruto de los links que propone y los comentarios que hace. Pues hoy publicó en ese recuadro extraño en que la máquina te pregunta cómo estás, cómo te sientes, algo parecido a "habitar estos dos países es como vivir dos desolaciones". Se refería a estos dos países que compartimos, Venezuela y España. Yo, dentro de mí, le agregué Italia e inmediatamente le escribí un mensaje pensando que tanta desolación convierte a quien la habita en apátrida, que en italiano se dice apolide. Apolide, sensa polis, le escribí, pero luego, en una heladería le comentaba a Alessandro, mi niño con ambiciones lingüisticas, que sensa polis no significa "sin polis" (polis por policías). Apenas lo terminaba de decir cuando vi que un policía fumaba apenas a dos metros de nosotros, dentro de la terraza cerrada de la heladería. Méndez Guédez, apatrida, apolide, sensa polis, sin polis. Se me fundió y confundió un poco el todo, me alcé de la helada mesa y, dirigiéndome al policía le dije que no podía fumar en el sitio en el que estábamos. El muchacho se ofendió. Creo sinceramente que a pesar del helado de chocolate apenas degustado tenía algún problema importante entre la nariz y el cérebro.
-Según la ley española sí -me dijo, pero dijo española con mayúsculas, como insinuando que mis desolaciones quizás no sabían de qué ley estaba hablando.
En eso se equivocó porque, desolado o no, la española es la única ley antitabaco que conozco y con ella y los reglamentos absurdos que ahora la acompañan he tenido que trabajar en más de una ocasión.
-Pues no -le dije. -En una terraza cerrada, usted no puede fumar.
Cuando terminamos el helado, el taquicárdico helado, el poli todavía estaba allí, como el dinosaurio de Monterroso. Pretendía que yo lo esperase mientras un compañero le traía la ley y sus reglamentos. Quería demostrarme que él si podía fumar allí.
-Lo lamento mucho, pero me tengo que ir. Hoy no tengo tiempo, querido -me despedí y él que, a pesar de sus problemas, sabía que no podía  obligarme a permanecer allí, se limitó a fotografiar la máquina de cuatro ruedas en que me movilizo.
 
 
 
Ya estoy en casa y sé que tiene mis datos, que sabe dónde vivo y puede venir en cualquier momento a enseñarme su versión de la ley en esta desolación neoespañola.
Pues aquí lo estoy esperando. Tengo las dos mil páginas que Juan Carlos Méndez Guédez ha escrito en estos útimos veinte años para darle fuerte, muy duro, en la cabeza.
Mi amigo, que me metió en este lío, me sacará ahora de él. Seguro.

8 mar 2013

El tiempo en Valencia: ¿lluvia?

 


Siempre, desde pequeño, he confiado en la capacidad de predecir el tiempo de la gente de campo. Esos hombres y mujeres que con sólo ver el cielo durante diez o quince segundos, fruncir el ceño y, gracias a una hiperextensión del cuello, invertir el sentido de las fosas nasales dirigiéndolas hacia lo alto, con todo ello, podían decir la hora, recordar la fase lunar y predecir si llovería o no en las próximas doce o veinticuatro horas.
Crecí viendo gente así y mi madre, a la hora de llamarlos o de referirse a ellos, anteponía a su nombre el título de Don. Don Miguel, Doña Alicia, Don Lino. Este último una vez mató dos gallinas frente a mí y me dejó impresionado. Simplemente con un suave pero rápido movimiento de la muñeca derecha les torció el cuello y la única huella que dejaron los animales fueron mis ojos desorbitados. A la semana siguiente intenté emularlo. Don Lino trajo las gallinas que mi madre le había encargado y, cuando se disponía a matarlas, yo me ofrecí de voluntario.
-Que lo haga el niño -aceptó Don Lino. -Así se construye el hombre, poco a poco.
Mi madre no protestó. Su posible protesta era mi única esperanza, mi salvación, pero sus palabras no llegaron y me vi obligado a caminar hacia la gallina.
-Ánimo - decía Don Lino. -Hágalo que usted sabe.
Pues me animé. Con la gallina entre las manos, di un paso adelante, respiré profundamente e inicié el movimiento de muñeca.
Quizás no fui tan delicado como Don Lino. Algo en mis movimientos debió fallar y la gallina, en lugar de quedar inerte junto a mí, como le había sucedido a Don Lino la semana anterior, salió volando -volando he escrito- dejándome confundido y avergonzado ante todos y, por si fuera poco, con su cabeza, que se había desprendido del cuerpo que no sé cómo seguía todavía volando, con su cabeza sangrante en mi mano derecha.
Nunca aprendí a matar las gallinas y, con el tiempo, mi madre comenzó a comprar pollos en el supermercado. Pero el respeto por la gente de campo nunca lo perdí y donde voy cuando los encuentro creo distinguirlos inmediatamente y confío en su sabiduría, en su sentido común, y tanteo ocasionalmente su capacidad de leer en el cielo los mensajes de las nubes.
Hoy esta aficción pudo haber sufrido un serio varapalo. Llegué en el tren al pueblo que habito desde hace años y sentí en el aire un cambio de tiempo. Mientras caminaba, me crucé con un hombre de campo. Se le veía en los ojos, en las manos callosas. Podría incluso jurar que venía de entregar las naranjas de sus campos en la cooperativa. Se lo pregunté. Con toda la naturalidad del mundo, sin que mediaran muchas palabras, le pregunté si llovería en el día.
El hombre no miró el cielo ni nada. No fue tampoco descortés, pero me dijo que no.
-En la televisión no han dicho nada. No puede llover.
Yo no me atreví a decir nada. Hubiera querido advertirle que lo evidente era el olor a humedad y las nubes grises que se acercaban a nosotros, pero no tenía sentido contradecirle y me vine a la casa.
Ahora que he llegado y, a través de la ventana veo llover a cántaros, no puedo dejar de creer en la gente de campo. Sencillamente advierto que la vida dinámica me está diciendo que en este cuartiento, en el día de este cuartiento, el hombre de campo soy yo.
Si consigo una gallina, fijo la mato. Seguro.

3 mar 2013

Hoy que la tristeza viene nuevamente de Salerno



Cuando llegué, dispuesto a vivir, a Salerno, me recibieron las calles tapizadas con el anuncio de la muerte de Izet Sarajlic. Fue un duro golpe porque uno de los motivos que me había inventado para trasladarme a Salerno era precisamente la posible inclusión de sus conversaciones en un proyecto de novela que incluiría a mi admirado Salvador Prasel y a Danilo Kis. No pudo ser, es obvio, y me lo explicó Nonna Rosa, una anciana siempre sentada, jugando cartas o simplemente viendo la gente pasar, frente al palazzo que yo habitaba.
-Non è come quando sei venuto la prima volta -me dijo, en un gesto cómplice de su memoria, refiriéndose a que la primera vez que yo visité Via Arce quedé sorprendido porque de todas las ventanas salían banderolas y flores e incluso en la fachada de mi palazzo habían colgado un cartel gigantesco que decía "Sei la cosa più bella, ti amiamo".
Obviamente, no era mi llegada la que motivaba ninguna de esas manifestaciones. No era para tanto aunque hubo un momento en que lo dudé.
-È che la salernitana è stata promossa alla serie A -Nonna Rosa apareció por primera vez a mi lado y me lo explicó: simplemente que el equipo de fútbol de la ciudad había ascendido a primera división. Luego se presentaría y me diría que siempre podría contar con ella allí, frente a su casa, en una silla dispuesta al lado de la puerta.
Desde entonces Nonna Rosa se convirtió en mi intérprete de todo lo que sucedía alrededor del palazzo y de algunas cosas importantes de mi vida. Cuando yo salía me saludaba y me presentaba a sus amigas.
-Guarda come è bello. È venezuelano. E lavora come medico.
También me advertía del tiempo, si vendría el frío o el calor. Y relacionaba esta información con mi vestimenta: si era propiada o no. Cosa que yo le agradecía infinitamente.
Lo mejor de todo era su sonrisa y, sin lugar a dudas, comenzar a caminar por Via Arce luego de haberla saludado era un gesto de confirmación de la vida (una botta di vita), un augurio bonito y delicado, una bocanada deliciosa, telúrica y vital, que me permitía continuar hasta el Corso Vittorio Emanuele  para luego soñar desde el Lungomare que regresaba a Venezuela.
Por si fuera poco, su hijo era amigo de la familia que me albergaba y, cuando me tocó despedirme de Salerno, fue él quien me llevó a Fiumicino, consoló mis lágrimas y me dio consejos sabios para comenzar una nueva vida.
Una de las cosas que le mostré durante el trayecto fue una foto que me había hecho hacer por Armando Cerzosimo con motivo de una fiesta local. Era al final de Via Arce, en la Piazza Portarotese. Yo estaba sentado junto a su madre y vino un vendedor ambulante ofreciendo espejos y pañuelos. Nonna Rosa sonreía y Armando Cerzosimo disparó, encontrando así una de las mejores fotos de mi vida.
Hoy que de Salerno llega la noticia de su muerte -Nonna Rosa murió plácidamente, de vieja y sabia, a los noventa y tantos años, rodeada de nietos y bisnietos-  desaparece un ángulo de la foto, como si lo hubieran comido las hormigas, y mi recuerdo de Salerno continúa impregnándose de tristeza.