18 oct 2017

Cementerio de médicos




Un libro si grueso puede sustituir la pata de una cama, pero nunca la de una mesa. A pesar de ello, los riesgos de su publicación poco tienen que ver con el exceso de sueño sino más bien con el atracón (no alimentario, pero atracón siempre) y el atragantamiento. Así llegan los libros. Poco a poco, a lo largo de la vida. Ya han pasado casi treinta años desde la primera vez y la llegada a casa de la prueba de impresión, del primer ejemplar, sigue produciendo emoción: primigenia, inocente, petrolera, como si sus páginas vinieran desde el centro de la tierra. Luego los títulos se incorporan a la vida y sustituyen los años. Los estudiosos creen que títulos y año de publicación se acompañan, pero nada más falso. El autor borra de su vida el calendario romano y lo sustituye por sus libros. De hecho, si ha publicado pocos, es joven en términos editoriales, como si pocos años hubieran pasado. Si muchos, el escritor alcanza la madurez y se pavonea (su cabellera plateada) frente a los autores más jóvenes. Hay también autores que no podemos llevar la cuenta de los años ni de los libros. No porque sean muchos ni pocos sino porque los títulos se entrecruzan, hacen puentes entre sí y a veces parecen tres pero se trata de uno solo, esas cosas. En todo caso, al menos para mí, ya este año ha dejado de ser 2017 y se ha convertido en Cementerio de médicos. Ese es el título del libro que hoy ha llegado a casa  gracias al empeño literario e infinito de Alejandro Santiago y Juan Peregrina en Editorial Nazarí. Así como 1995 pasó a llamarse Barbie, 2011 inicialmente se convirtió en Médicos taxistas, escritores y con los años los amigos hablan simplemente de "los taxistas", no me extrañaría que progresivamente 2017 pasase de Cementerio de médicos a "cemen", cementerio o simplemente "los médicos". Son opciones probables y no tengo prejuicios contra ninguna. En todo caso el libro ha llegado, está aquí. Es mi libro a pesar de que ha empezado a ser de todos. Eso es lo que celebro. Lo que hoy quiero compartir.

15 oct 2017

Valencia 3 - Rivotril 2


Sabedora de que dormiría profundamente luego de tomar un comprimido de dos miligramos de rivotril, le dejó un encargo imposible a la asistenta.
“Necesito que compres los billetes para ir a Valencia”.
Si hubieran estado en Francia, la indicación sólo tendría un sentido: Valence, la del Ródano. Si en España, Valencia, la del Turia. Y si en el Caribe, Valencia de Venezuela, la de San Desiderio junto al Cabriales. Eso por nombrar solo las más importantes.
Pero el problema consistía en que estaban en Portugal y que, viniendo de ella, la indicación podía tener cualquiera de los tres sentidos: había nacido en Valencia de Venezuela y había vivido cinco años en Francia, precisamente en Valence, y otros cinco años en España, en un apartamento junto al Turia.
Mientras dormía, soñó activamente (eso era lo que más le gustaba del Rivotril) que la chica se confundía y decidía casi al azar a qué Valencia viajar. En el sueño siempre, pero realmente en las manos de la asistenta, su cuerpo (su vida) giraba entre la niebla infinita que rodea permanentemente a la ciudad francesa, el ruido y la muchedumbre de la Valencia española y el calor insoportable de Venezuela. Reía, siempre en el sueño, sólo de pensar en su confusión.
Cuando despertó, como si se tratase del dinosaurio de Monterroso, la nota todavía estaba allí, pero a su lado había otra de letra más menuda en que la asistenta con palabras soeces se despedía.

9 oct 2017

El libro mujer


Quizá todos lo saben, pero yo apenas me he dado cuenta hoy y por eso lo escribo emocionado. ¡El libro es una mujer! Tanto no dormir y leer, tanto libro viviendo entre mis manos desde que decoré con mis primeras rayas El Lazarillo de Tormes de mi madre hace cuarenta y cinco años y apenas ahora es que empiezo a entender que cada libro, a pesar del artículo que suele precederle y la letra que en castellano lo cierra como palabra, no es que sea femenino, sino que es una mujer. Una mujer, lo he dicho y no lo creo todavía: una mujer.
Ya sabía yo que la literatura, la poesía, la narrativa y la ficción eran señoras. Lo entendí hace mucho y me ha parecido siempre tan obvio: por fuertes, por bellas, por dulces, por inteligentes, por decididas y firmes. Es cierto que mayormente me ayudaba la letra “a”, pero no fue solo por eso. Muchas veces las vi reunidas trabajando o compartiendo el té, celebrando e incluso enfadadas. Una vez las espié mientras rezaban el rosario y otras saliendo de copas. Solo señoras podían ser. A una de ellas se lo pregunté directamente hace casi treinta años. ”¿Y tú qué crees?”, me repreguntó. “Pues señoras, ¿no?”. “Hombre, ¿y qué otra cosa podemos ser?”.
Pero el libro me tenía engañado. No sólo por el asunto del artículo y la letra final. También por las líneas. Todas rectas, cada una más que la otra: desde las que componen el párrafo hasta las que enmarcan cada página y cortan la portada. Por eso me confíe. En la adolescencia le conté mis cuitas, lo hice partícipe de mis dudas y dificultades. Más de una vez me fui de fiesta con él y hablamos entre amigos. Incluso le conté de las mujeres que me gustaban.  Es que éramos amigos, caramba.
Con el tiempo yo fui cambiando y también mi percepción de él. Por eso no me extrañó cuando empezó a decirme cosas diferentes cada vez que lo abría, incluso si se trataba de la misma página. Tampoco cuando se hacía el misterioso y no lo comprendía. Ni siquiera cuando me transmitía mensajes que aparentemente nada tenían que ver con lo que yo estaba pensando, cuando se adueñaba de mis tardes o fines de semana o cuando empecé a viajar e incluso comer siguiendo sus indicaciones.

Han pasado los años y me estoy haciendo mayor. Quizá es por eso que he podido darme cuenta y no me avergüenzo de compartir mi biográfica ignorancia y mi actual descubrimiento: Querido lector, no tengas miedo o comienza a tenerlo, ¡el libro es una mujer!