1 oct 2020

Adiós, Cuartientos

Lo he pensado y repensado. Tanto que lo he pensado que tengo varios meses sin publicar en el blog a pesar de tener varios borradores en la lista de espera. Estoy hablando de Cuartientos y de la necesidad de dejarlo. Me he divertido mucho escribiéndolos, los cuartientos de Cuartientos. "Eso me suena  a poco y resulta repetitivo", podría decir el amigo más crítico, siempre transgénero. También leyendo alguno. "Igual de poco", El asunto es que en algún momento de estos quince años (catorce, trece o dieciséis, ¿acaso no es lo mismo?) transcurridos desde el primer cuartiento he tenido la sensación de que había una comunidad alrededor de ellos. Quizá hablo desde el deseo, pero creo haberlo vivido. "Ya comenzamos con imprecisiones". Quien habla ahora no es el amigo hormonado sino un estudioso de redes sociales y seguramente me rebate con el número de visitas por año, que  (debo admitirlo) nunca fueron escandalosas. Pero igual yo recuerdo haber visto personas entusiasmadas con algunos neologismos generados  en el blog o a partir de su lectura. Medritor, medritura, el mismo cuartiento. En su trayecto esos términos nunca viajaron solos sino con la intención explícita de fusionar dos discursos: el médico y el literario e incluso, más allá del discurso y de su aparente superficialidad, de analizar con herramientas del pensamiento médico páginas literarias y hacer lo contrario (no estoy hablando de dejar de pensar sino de usar la mirada literaria) en situaciones médicas. Eso fue lo que se intentó, lo que se quiso hacer y creo que se logró al menos en parte.

"¿Y por qué lo dejas, Slavko?", preguntará el amigo de Alessandro que grita mi nombre cuando paso por el colegio haciendo de taxista.

Porque "todo tiene su final", pero fundamentalmente porque han pasado ya quince años (en el blog y en mí mismo) y, para bien o para mal, no todos han sido comiendo arepas. Desde la actual perspectiva no veo con la misma frescura el asunto de las redes sociales y la divulgación del pensamiento a través de ellas. Me quedo en esta terraza de la vida con el libro, a pesar de que también es volátil, tiene el riesgo de convertirse en ladrillo y hace que el escritor dependa de editoriales y editores. Pero alguien tiene que quedarse con él porque si no dejarán de talar árboles, las librerías se convertirán en peluquerías y los remates de libros en burdeles.

El asunto es que Cuartientos se va aunque (para contradecirme otra vez) puede que algún día vuelva. Pero hoy se va, se fue ya y, para que no haya lágrimas ni tristeza, lo hace cantando una canción que el blog generó y que de alguna manera es su himno secreto. Con ustedes, Juan Diego Jaén Bayarri en "El hombre pomada".


Post scriptum número 1: Nunca permitas que tu hijo lea a escondidas el contenido de este blog. Muéstraselo tú mismo.

Post scriptum número 2: este cuartiento ha sido jaqueado (sic) por un fas(cine)r(oso) lector para introducir la canción "No me amenaces" de José Alfredo Jiménez.

Y post scriptum número 3: Que lo he entendido y me voy. Chao pescao, queridos cuartientos.

21 jun 2020

Camarero, otra copa (derramada en las manos, por favor)



Volvió a pasar con el alcohol. Lo decía Shakespeare en Macbeth y, citándolo, lo repetían los tratados de farmacología del siglo XX. "Tres cosas provoca el alcohol: rubor nasal, sueño y aumento de la micción. Lascivia la provoca y también la disminuye, ya que aumenta el deseo pero disminuye la capacidad". A pesar de ello lo que más ha generado desde antes de la escritura de la Biblia es dependencia. Hasta ahora se había explorado la ingesta oral y, aunque en menor cuantía, la inhalación. Ahora se trata de la absorción transdérmica. 
El alcohol la ha vuelto a liar y está vez ni siquiera es culpa suya. Primero lo indicaron los epidemiólogos y a partir de ellos lo decretaron los políticos. En estos momentos es un imperativo social. Hay que tener las manos limpias. No estamos hablando de culpas ni de mitos redivivos. Se trata del virus. Manos limpias de él, del coronavirus nacido en 2019. ¿Y qué mejor que el alcohol para limpiarnos y soñar que lo alejamos, mucho más si se trata de una presentación que no produce rubor nasal, tampoco sueño y, por temor a la irritación, más bien genera contención urinaria?
Lo gelificaron y le alteraron el sabor quizá pensando que lo harían menos apetecible. Y lo es, verdad que sí. A muy pocos se les ocurriría llevárselo a la boca. Pero derramado en las manos es otra cosa. Aunque no lo parezca, alienta y conforta. Refresca y da sensación de compañía. Por ello, fundamentalmente por ello genera (vuelve a hacerlo) dependencia y, cuando se saca en público, que es donde se saca ya que en privado se prefiere el lavamanos, cuando se saca una copa convertida en botella con el ron gelificado, el amigo de turno extiende las manos. Pasa lo mismo cuando se ve el botellón en el establecimiento público: el público planta en derredor, como si hubieran escuchado el descorche de una botella de champagne, dispuestos a recibir su ración porque, dependientes que nos hemos hecho, ansiamos que el milagroso gel corra entre nuestros dedos..
Es la lascivia del alcohol la que nuevamente nos gobierna. Aumentado el deseo de tenerle en nuestras manos y disminuida la capacidad de hacer nada con ellas ya que ni siquiera podemos tocar a las personas que encontramos y, si se nos ocurriera llevarnos el extremo de un dedo a la boca, además de ser vistos como criminales por el resto de la humanidad, nos llevaríamos un severo y resacoso disgusto. Otra demostración de la verdad según Shakespeare: histeria pura, este alcohol huele bien pero sabe fatal. Así son los días que nos tocan para respirar, olorosos a vodka y a ginebra, en que las manos huelen más que las axilas y todos, culpa del olor, parecemos borrachos amanecidos. 
Hay quien se aprovecha sin embargo. "No bebas tanto", le dijo una mujer en el tren a un chico malogrado por los tragos, con la nariz roja, somnoliento y algún trozo de algodón humedecido. "Es el gel, el puto gel", mintió el borracho. "Entonces haces bien, continúa usándolo".


7 jun 2020

Donde digo PCR quizá quiero decir Pablo, quizá proteína


Ha de haber por lo menos quinientas parejas en el mundo en las que él se llame Pablo y ella Elisa, pero si los apellidos de él son Castillo Reverón o Cobos Ruipérez, sus siglas son PCR y ella seguirá siendo Elisa aunque, como si Beethoven nunca hubiera compuesto para ella, la llamaremos ELISA. Es en la cuarta línea de un cuartiento donde ella le besa y, de manera repentina, pandemia arriba o pandemia abajo, se da cuenta de algo demasiado obvio:
-Pablo, tú nombre y el mío. Así se llaman las pruebas del coronavirus.
-¿Cómo?
-Sí, PCR y ELISA.
Duele un poco, pero es necesario decir que en este momento, pandemia arriba o abajo, una prueba que aporte información sobre la posibilidad de que el virus se haya acercado, se encuentre o haya dejado memoria en nuestros cuerpos es imprescindible en algunas instancias. La piden los médicos para visitar a los pacientes, las empresas para volver a trabajar, los dentistas antes de amalgamar las piezas. Es una exageración seguramente, por aporía, pero a veces incluso parece que es necesario tener una PCR negativa para poder hacerse la PCR. No la piden peluqueros y panaderos todavía, pero si la situación se termina de desmadrar igual terminarán pidiéndola.
-Quizá podríamos aprovechar esa circunstancia -apuntó Pablo instalado ya en esto que se pretende llamar la nueva normalidad-. Ayer vi a un hombre decir que era PCR negativo para el coronavirus, que él "solo" era positivo para el VIH y alguna hepatitis.
Inmediatamente y sin faltar a la verdad, ambos se pusieron manos a la obra. Simplemente colocaron un cartel en la puerta de su casa con sus nombres:" PCR, ELISA".
Cuartientos no ha podido indagar en lo que pasó luego. Quizá les fulminaron el intercomunicador de tanto preguntarles cuánto costaban las pruebas. Quizá empezaron a hacerlas realmente. Quizá se lucraron. Esta última posibilidad augura una vida afortunada a sus descendientes.

15 abr 2020

Covid Alejandro







No podría asegurar que en estas semanas ha nacido un niño a quien sus padres han llamado Coronavirus. Pero si hablamos de Covid la situación sería absolutamente diferente. Claro que sí. Sin necesidad de evidencia, lo aseguro. En el registro civil de Manila, Sao Paulo, Moscú, Maracaibo y Cali están siendo presentados en este momento varios recién nacidos con ese nombre. Covid Alejandro, Covid Ernesto, Covidia Virginia. Ellos son apenas el aperitivo de lo que sucederá a finales de año. Producto del confinamiento el mundo se llenará de ellos y también de Confinados, Confinadas y Cloroquinas. Cuarentena María quizá sea uno de los nombres compuestos que más se escuche en los paritorios en diciembre de 2020. Estos niños crecerán a pesar del drama que su nombre invoca. En veinte años ya comenzarán a aparecer en los periódicos. La primera en hacerlo será Covidia 17, una estrella musical de breve pero impactante carrera. Habrá también un dramaturgo precoz, asunto que no deja de ser interesante ya que revela que en 2040 todavía se representará teatro novel. Algún jugador de béisbol también habrá y dos de fútbol. Progresivamente irán haciendo sus vidas, muchas sin publicidad ni estrellato. Médicos, fontaneros, panaderos, dependientas de tienda, taxistas y asesinos a sueldo. Cuando muestren el carnet de identidad o sus tarjetas de presentación harán llorar a los memoriosos más sensibles. En Colombia, Covidia Patricia Rentería será en año 2057 candidata a la Alcaldía de Bogotá. Perderá, pero tres años más tarde será elegida presidenta del país todo. Más lentamente, un publicista mexicano, Covid Alejandro Villoro, después de dos intentos autolíticos hará carrera en los organismos internacionales y en el año 2075 alcanzará la Presidencia de la Organización Mundial de la Salud. Dos años después, en un gesto de justicia poética con sus orígenes y su trayectoria, la disolverá. Se habrá acabado entonces la OMS. Pocos de nosotros lo veremos y, si es posible hacerlo de antemano, desde ya lamentamos que tenga que pasar tanto tiempo para que todo el mundo sepa que la OMS sirve para tan poco, que apenas es un desván olvidado en el que se acumulan burócratas y médicos de carrera insípida y escrúpulos diminutos, que podría ser el primer decreto del Covid que mañana nacerá en Cachemira y que, dada su inutilidad, si desapareciera ahora mismo, no lo lamentaríamos. 

4 abr 2020

Por si acaso no volvemos a besarnos




Me voy a la cama con las peores imágenes y sensaciones del día en la cabeza, relacionadas con la pandemia actual. Para tranquilizarme, recurro a dos detalles buenos que logro recordar. El primero, un hombre junto a la estación de trenes. Vestía una chaqueta cuya espalda estaba decolorada por franjas y, grapado sobre estas últimas, un cártel: “Balmis”. Es necesario explicarlo. En España, la Unidad Militar de Emergencias ha prestado un invalorable servicio pulverizando calles, estaciones de tren, hospitales y paradas de autobuses con lejía. A este servicio (y otros añadidos alrededor de la evolución de la pandemia) le han llamado “Operación Balmis”. Francisco de Balmis y Santander fue un médico militar del siglo XVII que, entre otras cosas, proyectó y ejecutó el transporte y difusión de la vacuna contra la viruela en las colonias españolas utilizando como medio de transporte niños huérfanos en un viaje que ha sido novelado por Julia Álvarez y Javier Moro. No puedo asegurar que su biografía fuese conocida por el hombre de la chaqueta decolorada, pero sí que este se había sentado en un banco público un momento después de que la UME pasara y, en vez de llorar la chaqueta perdida, decidió quedársela como recuerdo del coronavirus, la UME y la “Operación Balmis”.

A partir de ello, recuerdo un par de chicos que vi a cien metros de la entrada del hospital. Se notaba en ellos la alegría de encontrarse. Normalmente se habrían abrazado y dado dos besos. Los codos parecían querer despegarse de las costillas y las mejillas se veía que luchaban por contener el gesto de aproximarse. Mejilla contra mejilla. Labios y saliva contra mejilla. Saliva que ahora consideramos microbiana, como si nunca lo hubiéramos sabido. Prefirieron mirarse tiernamente y compartir palabras dulces. Él preguntó: "¿Volveremos a besarnos? ". "No lo creo", respondió ella. Yo tampoco. En ese momento estuve convencido de que una de las cosas que se llevará el coronavirus será el beso social, pero eso ante tanta tragedia y destrucción es una tontería. Dolorosa e importante sí, pensé antes de conciliar el sueño, pero una tontería.

7 mar 2020

Huir (de Italia)




Hay tantas formas de huir como de tomar café. Negrito, con leche o marrón. Ristretto, solo, cortado, con leche, el leche y leche canario. Por eso hemos sido testigos (y protagonistas) de huidas instantáneas (de sobre) en las que, como en el patio del colegio ante el adversario mejor dotado que ya ha zurrado a toda la clase, se sale corriendo en espantada. También es posible quedarse quieto, inmóvil, como una cafetera americana que apenas respira. Incluso así se huye, se está huyendo: te apunta un arma de fuego o estás escondido detrás de una piedra de cartón en aquel wéstern que filmaste en Almería. Y hay quien tuesta y muele los granos antes de introducir el café en la cafetera moka: primero selecciona lo más valioso de sus pertenencias, vende lo que puede, luego mete los restos en la maleta o en el corazón y organiza meticulosamente la huida. Así lo han hecho pueblos enteros luego de perder una guerra o darse cuenta de que a la miseria en que vivían solo le podía suceder otra mayor. Lo hicieron los españoles que llegaban a México, Venezuela y Argentina después de la guerra civil. También quienes dejaron Europa después de la Segunda Guerra. Cuando llegaban a buen puerto al menos un atadito de ropas tenían, una o dos fotos, algún resto de oro viejuno. Pasó lo mismo con los cubanos que llegaban a las costas de Florida o con los albaneses que llegaban a Italia hace  20 o 30 años. No llevaban consigo propiedades pero el viaje que los países ricos ridiculizaban habia sido planificado escrupulosamente. Igual los subsaharianos que llegan a España, los venezolanos que huyen en avión o por carretera de la estupidez de Maduro y los sirios que en las puertas de Europa huelen a pólvora y explotación.


En las últimas semanas comienza a gestarse otra huida: los italianos. Organizan sus ropas (no es fácil hacerlo ahora que la primavera está a punto de tocar el timbre), meten varios kilos de pasta Garofalo en maletas infinitas y, aprovechando cualquier medio de transporte, se marchan rumbo a España, Francia o Alemania. Se sabe que huyen de sus casas, de sus propias vidas, por miedo al último virus, la gripe de 2020 que tiene nombre de misil aunque parezca no ser peor que otras, y el barniz de tragedia con el que las autoridades y los medios de comunicación lo han cubierto  Quien ahora huye usa como excusa la precariedad de un sistema sanitario que aunque es puntero en varias áreas ha burocratizado (y abandonado) sus propias bases. Exagera, seguramente, y más ganaría previniendo y/o cuidándose en casa porque el monstruo de ahora se llama Covid 19, no Maduro ni Franco, tampoco Fidel Castro. Pero también es necesario considerar que debe ser difícil vivir en un país en que por orden gubernamental no puedes tocar la mano de quien conoces, mucho menos besar o abrazar, quizá quererse, con seguridad pedir un café en la barra del bar. Así, debe ser imposible.

4 feb 2020

Medellín




El último usuario, a priori, podría ser colombiano. No se trata de características físicas que a estas alturas, al menos hablando de gentilicios, aportan tan poco. Algo de bueno han de tener las últimas décadas aparte de la obra de Roberto Bolaño y Claudio Magris. Y no se puede negar que este siglo apuesta claramente por lo multicultural. Pero el hombre en cuestión viste una chaqueta azul que, a la altura del corazón, lo dice claramente: “Alcaldía de Medellín, Secretaría del Deporte y la Recreación”. Le veo llegar, saludar y dar sus datos aunque una barrera de cristal me impide escucharle. Aprovecho la circunstancia para construirle una biografía ficticia. En Colombia es profesor universitario y ha venido a Castellón como miembro de un tribunal de tesis doctoral. No me cuadra, no. Mejor que sea editor: participó en el encuentro de editoriales que se celebró hace varios meses y, después de haber sido iniciado en la cultura del café cremat, decidió quedarse en Castellón hasta el último día de su páncreas. O que simplemente se trate de un vendedor de azulejos. En las tres versiones ha dejado mujer e hijos en Medellín, pero los llama todos los días. Esas “llamadas telefónicas” me hacen recordar otra vez a Bolaño pero mucho más al gran escritor de Medellín, Héctor Abad Faciolince. Hace diez años regalé varias veces su novela, El olvido que seremos. Todavía recuerdo quién me recomendó que la leyera, Daniel Mordzinski. “Es imposible que no la hayas leído”, fue lo que me dijo. Tenía razón, es un libro maravilloso y, después de leerlo varias veces, recuerdo haberlo usado para que sus páginas me dieran al azar un epígrafe para la novela que entonces escribía. No he hablado todavía con el hombre, pero gracias a su presencia me encuentro caminando por las calles literarias de Medellín. Tropiezo con un vendedor de baratijas y, en la esquina, explota una bomba. Han matado al padre de Héctor y yo mismo vuelvo a quedarme huérfano. “Ojalá se prolongue la tregua, ojalá se prolongue”, sueño que digo sentado en el banco de una plaza desierta. Me quedo allí encantado. Medellín. Medellín, qué querrán decir esas ocho letras. Cuando me toca finalmente encontrarme con el hombre, no puedo evitar preguntarle desde cuándo no va a su tierra. Pues resulta que nunca ha visitado Colombia y libros ha leído más bien pocos. Realmente es de Tarragona, pero hace dos días, luego de perder una apuesta, intercambió chaqueta con un amigo.