21 jun 2020

Camarero, otra copa (derramada en las manos, por favor)



Volvió a pasar con el alcohol. Lo decía Shakespeare en Macbeth y, citándolo, lo repetían los tratados de farmacología del siglo XX. "Tres cosas provoca el alcohol: rubor nasal, sueño y aumento de la micción. Lascivia la provoca y también la disminuye, ya que aumenta el deseo pero disminuye la capacidad". A pesar de ello lo que más ha generado desde antes de la escritura de la Biblia es dependencia. Hasta ahora se había explorado la ingesta oral y, aunque en menor cuantía, la inhalación. Ahora se trata de la absorción transdérmica. 
El alcohol la ha vuelto a liar y está vez ni siquiera es culpa suya. Primero lo indicaron los epidemiólogos y a partir de ellos lo decretaron los políticos. En estos momentos es un imperativo social. Hay que tener las manos limpias. No estamos hablando de culpas ni de mitos redivivos. Se trata del virus. Manos limpias de él, del coronavirus nacido en 2019. ¿Y qué mejor que el alcohol para limpiarnos y soñar que lo alejamos, mucho más si se trata de una presentación que no produce rubor nasal, tampoco sueño y, por temor a la irritación, más bien genera contención urinaria?
Lo gelificaron y le alteraron el sabor quizá pensando que lo harían menos apetecible. Y lo es, verdad que sí. A muy pocos se les ocurriría llevárselo a la boca. Pero derramado en las manos es otra cosa. Aunque no lo parezca, alienta y conforta. Refresca y da sensación de compañía. Por ello, fundamentalmente por ello genera (vuelve a hacerlo) dependencia y, cuando se saca en público, que es donde se saca ya que en privado se prefiere el lavamanos, cuando se saca una copa convertida en botella con el ron gelificado, el amigo de turno extiende las manos. Pasa lo mismo cuando se ve el botellón en el establecimiento público: el público planta en derredor, como si hubieran escuchado el descorche de una botella de champagne, dispuestos a recibir su ración porque, dependientes que nos hemos hecho, ansiamos que el milagroso gel corra entre nuestros dedos..
Es la lascivia del alcohol la que nuevamente nos gobierna. Aumentado el deseo de tenerle en nuestras manos y disminuida la capacidad de hacer nada con ellas ya que ni siquiera podemos tocar a las personas que encontramos y, si se nos ocurriera llevarnos el extremo de un dedo a la boca, además de ser vistos como criminales por el resto de la humanidad, nos llevaríamos un severo y resacoso disgusto. Otra demostración de la verdad según Shakespeare: histeria pura, este alcohol huele bien pero sabe fatal. Así son los días que nos tocan para respirar, olorosos a vodka y a ginebra, en que las manos huelen más que las axilas y todos, culpa del olor, parecemos borrachos amanecidos. 
Hay quien se aprovecha sin embargo. "No bebas tanto", le dijo una mujer en el tren a un chico malogrado por los tragos, con la nariz roja, somnoliento y algún trozo de algodón humedecido. "Es el gel, el puto gel", mintió el borracho. "Entonces haces bien, continúa usándolo".


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