15 sept 2017

"Otren vez" (con asesino sueco incluido)




"Otren vez" es la voz que mi hija ha creado para resumir esta pulsión irrefrenable al comenzar un cuartiento, la de hablar otra vez del tren. "Otren vez" pues. Pero, ¿cómo no hacerlo? Por referirme a algún día me referiré al de hoy. Al menos dos cosas interesantes sucedieron después de entrar en el vagón.

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Comenzaré por la última, para variar fundamentalmente. Al regresar, a la hora de la comida una chica comía ensalada con los pies apoyados en el asiento frente a sí. Me senté al lado de sus pies e, inicialmente, los quitó pero luego, desenfadada, los volvió a colocar a mi lado. Calzaba sandalias y es necesario decir que los dedos eran incluso bonitos, pero olía fatal. Intenté mirarla. Imposible: los audífonos y la pantalla del móvil capturaban toda su atención. Para no enquistarme, decidí cambiar de sitio y me senté al lado de su tronco. "Peor el remedio que la enfermedad", diría mi tía. Era difícil de creer, sobretodo después de haber conocido el olor de sus pies, pero la ensalada (culpa del falso aceto balsámico di Modena, puedo jurarlo) olía peor. Sin embargo fue a su lado que me enteré (escuchando y leyendo los labios de los pasajeros al otro lado del pasillo) de que el asesino de Russafa se llamaba Pierre Danilo Larancuent, que  había nacido en Goteborg hijo de madre dominicana y padre sueco, que era coautor de dos novelas policíacas (el otro autor se llama Ricard Nilsson) y que había quedado con su primera víctima, Alberto Vila, a través de una app de encuentros.

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Fue a primera hora de la mañana. Antes de salir de casa, envolví el libro que me ocupa como lector en estas horas para que no cantara tanto. Sencillamente no quería que los compañeros de vagón me viesen leyendo un best seller poco recomendable. Elegí sentarme al lado de un chico que también leía. Saludé muy discretamente y abrí el libro. "¿Qué libro es? Es que me gusta preguntarlo", me abordó el vecino.
"Estoy leyendo el último de Dan Winslow", estuve a punto de responderle como si me hubiesen inyectado suero de la verdad, pero antes de hacerlo logré detenerme. "Es una buena pregunta", le dije para no quitarle motivación, "pero la lectura aunque se puede hacer en lugar público es un acto íntimo por lo que no voy a responderte". El chico me miró durante unos segundos entre incrédulo y agradecido y luego durante el resto del trayecto se contorsionaba para que yo viera el título de su libro. Me negué a verlo y continué protegiendo mi lectura. Durante las pausas (varias porque Winslow nunca ha sido bueno, pero ahora además es pesado) me enteré (escuchando y leyendo los labios de los pasajeros al otro lado del pasillo) que habían encontrado el tronco de un cadáver en una maleta junto a un contenedor de basura de Peris y Valero, que un rastro de sangre llevó a los policías a un portal de la Calle Sueca, en Russafa, que dos policías se quedaron apostados junto a la puerta, que un hombre corpulento intentó salir, que cuando uno de los dos policías le pidió que se identificara le hundió un cuchillo en el lado izquierdo del tórax, que mientras lo hacía el otro policía comenzó a dispararle y lo mató, que horas antes el cuchillo en cuestión había sido el instrumento con que habían descuartizado el cadáver de la maleta..

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La chica de los pies, luego de la ensalada, sacó un blister de pastillas. El tema me interesaba, porque quizá en el medicamento podía estar el secreto de su olor. Pero me lo prohibí. Humano que soy, me entretuve pensando que si la pregunta del chico me hubiese sorprendido intentando abrir el último libro de Carlos Velásquez o el próximo de Juan Carlos Méndez Guédez quizá ni él ni yo habríamos leído una línea en el resto del trayecto porque no habría parado de hablar.y nunca me habría enterado de los tres muertos de Russafa. Ellos eran, en todo caso, la novela del día, de la semana, de la década para las personas que les querían, no la novela fastidiosísima de Winslow. ¿Un título posible? El asesino sueco de la calle Sueca


8 sept 2017

Torpe manera de seguir solo



Tenía menos de diez años cuando aprendí que la mejor forma de salir bien librado del acoso domiciliario de predicadores y vendedores ambulantes era repetir las seis palabras que dos o tres veces al día soltaba mi madre por el intercomunicador: "La señora no está en casa". Pero a pesar de tan buena y precoz escuela me reconozco pasto fácil de los predicadores telefónicos del siglo XXI. Es verdad que ya nadie intenta vender a Dios, por lo menos no al teléfono, pero si amenazan constantemente con mejorar la tarifa telefónica y ampliar el crédito de la tarjeta. Estos últimos, los de la tarjeta, tienen por lo menos diez semanas martilleándome. Apenas me tumbo en el sofá suena el teléfono. Son ellos. Los reconozco porque son los únicos que llaman a casa preguntando por Slavko Corazón de Jesús. Hijos de puta, llamar a la hora de la siesta y restregarme el pasado religioso de la familia. Pero no es por eso que les tengo rabia. Se la tengo porque fastidian y ofrecen villas y castillas, pero si fuese necesario decirles que sí y ampliar el crédito pondrían trabas. Es la versión más histérica de la economía del siglo XXI. Por ello en las primeras semanas intenté repetir la lección de mi madre: "la señora no está". "No importa", me respondió la vendedora, "yo quiero hablar con usted".. Tuve que escucharla esa vez. Por torpe, por imbécil. La siguiente ocasión cambié de género: "El señor no está". "¿Y usted cómo se llama?". "Slavko Corazón de Jesús". Más imbécil imposible. Hace un mes más o menos me puse agresivo: "Usted no tiene derecho a llamarme constantemente. Si continúa, ...". Fue peor. Igual me metió la cantinela, me enfadé y por si fuera poco perdí diez minutos. Un fiasco total. Hace dos semanas encontré una posible solución: "Le llamamos para ofrecerle una ampliación del crédito". "Hija mía", la interrumpí. "Gracias a Dios, a cuyo servicio estoy, no necesito tal ampliación". "Pero, Padre, no se trata de necesidad, sino de algún posible proyecto". "Querida hija", insistí. "Gracias  Dios, a la Virgen María y a la Santísima Trinidad,  a cuyo servicio estoy entregado desde mi primera juventud, no necesito tal cosa". Sentía el miedo de la vendedora al otro lado del teléfono, quizá a tener que comprarme algún producto para terminar la llamada. Incluso me pidió disculpas: "No lo volveremos a llamar, Padre. Se lo aseguro". Quien me lee pensará que he logrado mi objetivo y en verdad tiene razón. Ese es el problema, que desde que me fingí cura ante los ojos del banco no ha vuelto a sonar el teléfono. Nadie llama y me está haciendo falta.