La
duda la tiene mi niño. ¿Por qué escribes? ¿Qué te queda de tanto hacerlo? La
culpa la tengo yo por hablar a cada instante de los proyectos que tengo en
mente. Lo hago para consolidar las ideas y sentirme comprometido a convertirlas
en textos. Por eso me esmero en responderle. Con mis limitaciones, como bien
puedo, pero también como él bien pueda entenderme. Por un lado siento que
necesito transmitirle mi apego por este oficio desde que tengo más o menos su
edad. Escribir me hace sentir bien, me multiplica. Es, después de leer, la cosa
que más me gusta de la vida. Por otro, no quisiera que me viera como un tonto
aunque lo sea. Escribir es ganar. Crear es la única cosa que nos aumenta. No se
trata sólo de plasmar lo que somos, lo que tenemos, sino además, palabra sobre
palabra, hacerlo crecer. Que se dispare, que alcance alturas inimaginables. Que
derribe fronteras. Hay algo en mi
discurso que no le convence, que no le termina de convencer. Mi hijo necesita
una verdad más cruda, con referencias concretas. Sabe porque me ha escuchado
decirlo que deseaba ser un escritor cuando tenía su edad y quiere saber qué
detalle concreto de la vida puede empujar a un niño de doce años a pretender
tal cosa. Por eso, he de decirle la
verdad, la verdad de entonces que, mira por dónde, continúa siendo la verdad
ahora. “¿Quieres saber por qué escribo?”
“Claro que sí, papá, es lo que te he preguntado”. Abro un frasco de aceitunas partidas. ”Entonces tenemos que hablar seriamente”, le digo ofreciéndole una
y aprovecho que la disecciona con los dientes para contarle que cuando yo tenía
su edad, en el periódico que se compraba en la casa escribía un columnista que me
gustaba particularmente, Kotepa Delgado. “Ah, sí, qué bien”. Pues lo que más me
gustaba era el nombre de la columna: “Escribe que algo queda”. “¿Y qué pasa?”,
me pregunta mi hijo. “¿Qué tiene que ver eso con lo que te he preguntado?”.
Coloco la cuchara de madera sobre la mesa y le respondo lentamente. “Que esa es
la verdad más grande que he leído nunca. Comencé a escribir y continúo
haciéndolo porque algo queda. Siempre”.
Ni cuentos ni artículos. Tampoco articuentos o cuentartículos. Se trata de cuartientos.
26 nov 2015
19 nov 2015
El imbécil que leía a Pierre Vilar
Se sentó frente a mí en el tren abrazado a la Historia de España. Entre cuarenta y cincuenta años, maltratado, le deben haber dado desde hace poco unas horas en la universidad. En una edición vieja, subrayaba con un bolígrafo barato como quien lo ha leído hace mucho pero ha de enseñarlo en treinta minutos a unos alumnos a los que no respeta demasiado.Yo leía el periódico, el impreso, mientras esperaba en el móvil un mensaje de Méndez Guédez. De repente el aprendiz de profesor movió las piernas, alzó las botas y las colocó a mi lado, donde ya tenía su maletín. Protegía el asiento, es verdad, pero no le importaba ofrecerme la parte más distal de su cuerpo. Igual podía haberme ofrecido el culo, el muy patán. Fue un gesto iluminador de su parte: hay gente (mucha) a la que le da igual el culo que la cabeza y los pies porque en estos días fundamentalmente se carece de distancia.
9 nov 2015
Médico jubilado busca compañía
Lo he visto en farmacias y ortopedias. Aquí y allá, pero siempre el mismo: un médico jubilado que quiere compañía y sabe qué hacer para encontrarla. A veces lleva sombrero. Otras no. A veces permite que se vean sus canas. En otras las lleva pintadas. Siempre vestido de manera correcta. Siempre gentil y sabio. Inevitablemente, tiene la belleza del siglo pasado y sabe pasearla. En las mañanas, luego de leer los periódicos y degustar un buen café, va de farmacia en farmacia, de ortopedia en ortopedia, y ofrece diagnósticos a las señoras que acuden solas y, se ve, albergan dudas sobre sus síntomas. "Seguro se trata de una rizartrosis". No sólo diagnostica, también encuentra soluciones. "La mejor ortesis es ésta, pero ha de llevarla por lo menos ocho horas al día". Si la cosa prosperase y fuese necesaria una receta, podría incluso extender alguna que todavía conserva para uso personal. Pero para ello sería necesario compartir un café. "Mejor una manzanilla", aconseja. Y hablar, hablar mucho. Las señoras disfrutan de sus anécdotas. Hay algunas que inventan patologías inexistentes para poder escucharlas. "El suyo es un síntoma curioso. Me hace recordar un paciente que..." Otras olvidan a sus maridos en casa y siguen su ruta de médico jubilado intentando toparse con él. "Doctor, ¿recuerda las pastillas que me prescribió la otra vez? Me ha ido de maravilla con ellas". Él entonces las invita a caminar junto a él. "Vamos a ver entonces si ya puede caminar la media hora". Así transcurre las mañanas. Él contento y ellas contentísimas porque su compañía no sólo es agradable sino que les da seguridad. "Sé que si me ocurre algo él sabrá que hacer". Y, en efecto, lo hace. Hace unas semanas una sufrió un síncope y él le prestó los primeros auxilios, llamó a la ambulancia e incluso firmó el parte. Por si fuera poco en las tarde se actualiza. Estudia y lee en la biblioteca del colegio de médicos. Cuando la señora fue dada de alta, revisó el informe. "Esto que te han hecho es una maravilla. Ya verás como con el tiempo conseguirás estar incluso mejor que antes". Así llega la hora de comer y se va a la casa de los hijos. Ellos celebran sus paseos matutinos. Comparten además su secreto. Hay una posible paciente que el médico jubilado espera. Es un amor de juventud. A ella, cuando le comente sus palpitaciones, le ofrecerá inmediatamente el electrocardiógrafo que conserva en casa. Está en óptimas condiciones.
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