4 feb 2020

Medellín




El último usuario, a priori, podría ser colombiano. No se trata de características físicas que a estas alturas, al menos hablando de gentilicios, aportan tan poco. Algo de bueno han de tener las últimas décadas aparte de la obra de Roberto Bolaño y Claudio Magris. Y no se puede negar que este siglo apuesta claramente por lo multicultural. Pero el hombre en cuestión viste una chaqueta azul que, a la altura del corazón, lo dice claramente: “Alcaldía de Medellín, Secretaría del Deporte y la Recreación”. Le veo llegar, saludar y dar sus datos aunque una barrera de cristal me impide escucharle. Aprovecho la circunstancia para construirle una biografía ficticia. En Colombia es profesor universitario y ha venido a Castellón como miembro de un tribunal de tesis doctoral. No me cuadra, no. Mejor que sea editor: participó en el encuentro de editoriales que se celebró hace varios meses y, después de haber sido iniciado en la cultura del café cremat, decidió quedarse en Castellón hasta el último día de su páncreas. O que simplemente se trate de un vendedor de azulejos. En las tres versiones ha dejado mujer e hijos en Medellín, pero los llama todos los días. Esas “llamadas telefónicas” me hacen recordar otra vez a Bolaño pero mucho más al gran escritor de Medellín, Héctor Abad Faciolince. Hace diez años regalé varias veces su novela, El olvido que seremos. Todavía recuerdo quién me recomendó que la leyera, Daniel Mordzinski. “Es imposible que no la hayas leído”, fue lo que me dijo. Tenía razón, es un libro maravilloso y, después de leerlo varias veces, recuerdo haberlo usado para que sus páginas me dieran al azar un epígrafe para la novela que entonces escribía. No he hablado todavía con el hombre, pero gracias a su presencia me encuentro caminando por las calles literarias de Medellín. Tropiezo con un vendedor de baratijas y, en la esquina, explota una bomba. Han matado al padre de Héctor y yo mismo vuelvo a quedarme huérfano. “Ojalá se prolongue la tregua, ojalá se prolongue”, sueño que digo sentado en el banco de una plaza desierta. Me quedo allí encantado. Medellín. Medellín, qué querrán decir esas ocho letras. Cuando me toca finalmente encontrarme con el hombre, no puedo evitar preguntarle desde cuándo no va a su tierra. Pues resulta que nunca ha visitado Colombia y libros ha leído más bien pocos. Realmente es de Tarragona, pero hace dos días, luego de perder una apuesta, intercambió chaqueta con un amigo.

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