1 mar 2011

De la noche en que fui a una cena a la que no había sido invitado


No fue del todo así. O sólo lo fue en parte. Uno de los comensales, A, me había invitado a cenar pero, sin que yo me diera cuenta, su cena había sido engullida por la cena de otro amigo, B, que entonces se había convertido en el anfitrión. Es por eso que los días de postguardia son para ver películas malas, fisgonear en Internet o publicar un cuartiento, pero no para más, mucho menos si significa salir de casa. Algo de eso me habían recomendado C y D. Porque si hubiera sido cualquier otro día yo me habría dado cuenta inmediatamente del golpe de estado, habría inventado una excusa, un pretexto cualquiera, y no habría ido a cenar ni a nada. Tanto yo lo que quería era dormir y la posibilidad de meterme algo en la boca no estaba en mi lista de prioridades. Pero fui a cenar sin darme cuenta de que ya no existía el plan de A sino el de B. Y por lo de la postguardia no me daba cuenta de las indirectas:
(A es director de cine. B es escritor de telenovelas. C es comentarista deportivo de la televisión. D es cirujano).
-Pero, ¿vienes a cenar? -me preguntaba B insistentemente.
-Pues sí -yo entonces, lo juro, me refería a la cena de A.
-Es que sólo hemos reservado para quince y contigo serían dieciséis.
A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K ...
-Sí, sí, no hay problema -insistí medio adormilado, sin entender nada, seguro de que A me habría incluido en la reserva, preguntándome más bien quién sería ese incómodo no invitado que insistía en meterse en el grupo: ¿L?
Fui entonces a cenar y no me privé de nada. Cuando trajeron la carta de vinos, pedí el más caro: A no se enfada normalmente por esos asuntos. De los platos, el mejor, el más grande: A es generoso y si uno no acepta su generosidad se molesta un poco.
(A es ingeniero. B es propietario de una red de ludotecas. C es médico de urgencias. D es carpintero).
Las otras quince letras, A incluido, me miraban extrañados y yo pedía más y más, pensando que quizás sus miradas eran simplemente un efecto de la postguardia. Y, de alguna manera, eso eran: ellos no entendían cómo yo podía comportarme así en una cena a la que no había sido invitado y yo estaba seguro de que estaba en la cena de A.
A la hora de opinar, tampoco fui comedido. Hablé de todo: de hombres, de mujeres, de animales, niños, gobernantes e impuestos. Las letras todas me miraban como alucinados. Quizás estoy hablando mucho, pensé antes de callar un poco y empezar a masticar. Igual continuaban mirándome: qué extraño, es posible que tampoco ellos hayan dormido.
Con el postre, tampoco me pude contener y acepté nuevamente la generosidad de A.
(A tiene un vivero. B construye caminos para el gobierno. C bebe cerveza alemana. D lee periódicos deportivos)
Fue en el último acto, en el momento de pagar, cuando vi que A miraba a B, que a su vez sacaba los billetes lentamente, que me di cuenta de que allí sucedía algo muy raro y, por primera vez en toda la noche, empecé a sentirme incómodo, sin saber a ciencia cierta qué era lo que me incomodaba.
Me despedí del grupo y comencé a caminar rumbo al apartamento.
Cuando llegué a la esquina pensé que lo que me había incomodado tenía que ver con la política: D es anarquista radical (al menos así se presenta), pero ya en la escalera deseché la posibilidad: a mí no me importa la política.
(A vende una cosa. B te la lleva a tu casa. C hace algo para que comas. D es médico de urgencias).
Metí la llave de la cerradura y grité: Eureka. No porque la puerta se abriese, sino porque entonces estaba convencido de que la incomodidad estaba relacionada con los impuestos. A los cuatro minutos, mientras me cepillaba los dientes, aborté el camino: a mí los impuestos me importan un comino.
Apoyé la cabeza en la almohada y creí haberlo solucionado todo: fue lo de los perros, cuando hablaron mal de los perros. Así pude conciliar el sueño, pero cuando desperté, supe que tampoco ésa era la respuesta correcta: para bien o para mal, yo no tengo mascotas desde hace más de diez años.
(Ninguna de las anteriores es la respuesta correcta).
Entonces, ¿qué fue lo que pasó? ¿Por qué todavía me siento mal? Eso era lo que estaba preguntándome hasta hace unos minutos cuando me di cuenta que si A no había sido el anfitrión,yo me había colado en la cena de B.
Aclarada la duda, comencé finalmente a sentirme bien y, para que el día siguiera enderezándose, me dije en voz alta:
-Voy a escribir un cuartiento.
-¿Sobre qué?- me preguntó el vecino a través de la pared compartida.
-Sobre la primera huevonada que se me ocurra -le respondí o simplemente soñé que le respondía.

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