20 sept 2019

Enterrar el perro



Mi perro, Lazarillo, hubiera podido morir de viejo pero, escapándose de casa, se adelantó unos días y fue arrollado por un camión en la carretera al borde la cual vivíamos. No es que fuese tan fuerte que necesitase un camión para morir. Simplemente le tocó al camión. Igual hubiera podido ser un carro pequeño o, con lo mal que estaba, incluso una bicicleta. Pero le tocó el camión. 
Lazarillo era un perro negro con manchas blancas. Más grande que pequeño, en casa fantaseábamos con la posibilidad de que fuese pastor alemán, pero yo creo que realmente no lo era. Nos habíamos encontrado en la calle y él había decidido venir conmigo. Mi madre Aura inmediatamente interpretó su cara y le preparó un tazón de sopa de leche que él en menos de un minuto devoró. Luego se fue quedando con nosotros. Era una casa abierta, sin vallas ni empalizadas, pero él no salía. Había asumido la casa como recinto y, aunque ambulante, se había convertido en árbol de su patio.
Mientras yo crecía Lazarillo hizo familia. A la casa llegó una perra más pequeña que él de la que mi hermana dijo que estaba embarazada. Él la acogió y, porque así pasaban las cosas en el pueblo, la noche en que ella se retiró a parir, Lazarillo fue quien la acompañó. Recuerdo la mañana siguiente como una fiesta de la saliva. Lazarillo la lamía a ella y ella los lamía a él y a los cachorritos. Uno de ellos se quedó en casa y, por largo que parezca, lo llamamos Lazarillo Segundo. 
Él estaba conmigo cuando Lazarillo murió. Yo, que tenía catorce años, escuché un frenazo y luego vi el cadáver de Lazarillo desde la ventana. Bajé inmediatamente por la escalera que en la piedra habían esculpido los hombres de la familia Aular y, sin pensar mucho en lo que hacía, empujé el cadáver de mi perro hacia el bordillo. No recuerdo haber llorado ni gritado. Ni siquiera llamé a las mayores, yo que era hijo de dos madres. Regresé a la casa, que permanentemente estaba en obras. Nadie me vio mientras iba y venía, tampoco cuando regresé junto a Lazarillo provisto de carretilla, pico y pala. Me guiaba, más que el sentido común, la necesidad de hacer lo que creía que debía. Desde el momento en que había sido yo quien había llevado a Lazarillo a casa, Lazarillo era mi perro y yo sentía que debía ser yo quien se encargase del asunto ahora que Lazarillo no era perro ni nada sino esa masa enorme inanimada con apenas un hilo de sangre que le salía por una de las fosas nasales. 
Así, con ayuda de la carretilla, trasladé lo que quedaba de Lazarillo hasta la iglesia del pueblo, apenas separada de la casa por una rambla cementada que a veces usábamos como estacionamiento. Realmente lo llevé hasta el patio de la iglesia, del lado izquierdo mirando desde la cocina de mi casa, a la altura del altar que el Padre Pedrón usaba para gritar e insultar (con la sana intención de convertir, de terminar de convertir) a sus escasos feligreses, y allí comencé a cavar una fosa. La tierra era blanda y no tuve mayor problema en cumplir mi cometido. Volqué el cadáver en la fosa y lo cubrí. Luego recogí mis cosas y regresé a casa.
Allí le conté a mi madre Leticia lo que había pasado. Ella recordó que Lazarillo se llamaba así en homenaje al de Tormes y me sirvió un taza de leche tibia con trozos de arepa que yo ingerí poco a poco, sin saber que olvidaría lo ocurrido durante casi treinta y cinco años.

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