23 ene 2011

AL SAM ALLEB


Trabaja en el hospital, claro que sí, la doctora más bella del hospital. Es dulce y buena. Y amable. Y generosa. También, si así quiere, puede ser todo lo contrario. Es, en fin, una mujer normal, pero absolutamente bella. Bellos son sus ojos, sus dientes, sus labios, sus piernas, su cabellera. Cuando era cirujana, hacía ocho guardias al mes y, si hablaba, de su boca salían quistes, suturas, cápsulas de pus, fragmentos de peritoneo y asas intestinales. Callada, era posible verlos en sus ojos: mirándola fijamente en sus córneas flotaban los tumores y las hemorroides. Su belleza no cambió ni se metastizó. Siguió siendo la doctora más bella. Pero se hizo internista y apretaba los dos tomos del Harrison contra su cuerpo. Qué decir de la forma en que el estetoscopio, la campana del estetoscopio, se movía tintineando de un lado a otro entre sus pechos. Entonces la historia clínica era generosa y se detenía en menudeces que en cualquier otro momento de la belleza hospitalaria ninguno habría percibido. Pasó el tiempo y esta misma mujer, la doctora más bella, se pasó a la psiquiatría. Los más ingenuos se acercaban a ella y le hablaban de traumas infantiles. Los que menos iban directamente al síntoma. Ella era clara, incisa y contundente, pero su belleza la convertía en un torrente de olanzapina. Con la mano derecha saludaba y con la izquierda transmitía un chorro de agomelatina. Cuando se aproximaba, los jóvenes médicos ciclaban a la manía. Cuando se marchaba, se hundían en la tristeza. Ella continuaba caminando y desde lejos sus piernas parecían inalcanzables, casi imposibles, pero luego giraba la cabeza y con una sonrisa prometía una revisión monográfica sobre la histeria para el siguiente encuentro. Visto lo visto, ninguno habría pensado en la posibilidad de que se hiciese radióloga, pero así fue. Desde la imagenología, la doctora más bella lo sabía todo, lo conocía todo. No había rincón del cuerpo humano que no hubiese sido visitado por su saber. Era entonces bella y altiva, seca y confiable. Su mirada era un scanner que hurgaba dentro del interconsultante y, sin disecarlo, lo cortaba para visualizarlo en trozos. Ante ella, los pasillos del hospital eran una playa nudista que ni siquiera la piel lograba cubrir. Ella, en cambio, gobernaba vestida de telas. Fue, sin lugar a dudas, una época dura de la belleza hospitalaria. La siguieron la neurología, la nefrología y la oftalmología. Luego, dos meses de urología (un contrato temporal) y tres de cardiología. El tiempo ha pasado y la doctora más bella sigue aquí, habitando el hospital. Últimamente, lo podemos decir, ha sufrido una mítosis y, ahora duplicada, ejerce en un pasillo de traumatóloga y en el otro de pediatra. Lactancia materna, fractura de cadera, rotura aquílea, varicela, vómitos, rotavirus y rubeola: ésos son los temas de los que todos en el hospital ahora queremos hablar.

1 comentario:

trauma escrupuloso dijo...

¿Qué doctora no es bella para un paciente? ¿Qué doctor no es guapo para una paciente?. Se busca un hombro, una madre, un Salvador. ¡Ah! pero eso sí, el Urólogo con barba, vozarrón y fumando un puro... que uno es muy hombre.