Quien escribe es una persona normal, absolutamente normal. Con mujer e hijos. Y un trabajo que ama u odia dependiendo del clima, las colas o los días que faltan para la fecha de pago.
Cuando le preguntan qué hace, responde agricultor, estudiante o recurre a ese otro oficio, el de la fecha de pago: médico, taxista o profesor de idiomas.
Le gustaría decir “escribo, simplemente escribo”, pero dos cosas se lo impiden. En primer lugar, si así dijera, el interlocutor seguramente formularía dos o tres preguntas más: ¿cómo es eso?, ¿de qué vives?, etcétera, etcétera. O incluso se atrevería a decir alguna cosa ingeniosa como: “Bueno, pero todos escribimos, ¿acaso no aprendimos a hacerlo en los primeros años de la escuela?”. La segunda cosa es no estar seguro de poder decir “simplemente escribo” porque sabe que en sus días hay varios momentos extraordinarios que no tienen nada que ver con la literatura.
Cuando le preguntan para qué sirve la literatura, a veces se equivoca y responde cualquier cosa, lo primero que se le ocurre, pero progresivamente se ha ido dando cuenta que ésa es una pregunta que no debe responder él sino los otros: los lectores, los editores, los no lectores sobre todo.
Constantemente pierde. Ideas principalmente. Se le ocurren en el metro, en el otro trabajo o hablando con los amigos y, si no las escribe, se van volando, como vinieron. También pierde el paraguas y el celular, constantemente, hasta el punto de que ya es un parroquiano fijo de la oficina de objetos perdidos.
Pocas veces, sí, pierde sus manuscritos. Las editoriales constantemente se los devuelven, él los conserva y, aunque lucen en desorden, bastaría apenas un segundo para que él encontrase uno si alguien así lo quisiera..
Envía a concursos en ocasiones y casi siempre no pasa nada. No sabe bien si lo hace para publicar el libro rápidamente, por el dinero del premio —que, a pesar de los discursos de su mujer, no relaciona con mejoras en la casa sino con el crecimiento de su biblioteca—, para hablar con la chica de la fotocopiadora o simplemente para sentir que ha terminado el libro.
Cuando falta un día para la entrega del premio y nadie lo ha llamado, entiende que la cosa no va con él y empieza a desear que la fortuna le sonría a una persona que no sea uno de sus amigos: no le gustaría depositar en ellos su envidia.
Cuando gana, las pocas veces que eso pasa, sonríe apenas. La celebración de quien escribe no se parece a la de los ciclistas, los nadadores o los tenistas. Ni siquiera a la de los físicos cuando reciben un premio importante. Más que una alegría contenida, evidencia una preocupación. Alguien incluso ha dicho que quien escribe no sabe ganar. Parece más bien que hubiera sucedido una diminuta catástrofe en su vida y quien escribe, para subsanarla, se sienta urgentemente frente a la computadora o la máquina de escribir.
Quien escribe no se lo ha dicho a nadie, quizás ni siquiera lograría verbalizarlo, pero dentro de sí lo sabe o lo presiente: la única victoria posible en la escritura es seguir escribiendo.
Cuando le preguntan qué hace, responde agricultor, estudiante o recurre a ese otro oficio, el de la fecha de pago: médico, taxista o profesor de idiomas.
Le gustaría decir “escribo, simplemente escribo”, pero dos cosas se lo impiden. En primer lugar, si así dijera, el interlocutor seguramente formularía dos o tres preguntas más: ¿cómo es eso?, ¿de qué vives?, etcétera, etcétera. O incluso se atrevería a decir alguna cosa ingeniosa como: “Bueno, pero todos escribimos, ¿acaso no aprendimos a hacerlo en los primeros años de la escuela?”. La segunda cosa es no estar seguro de poder decir “simplemente escribo” porque sabe que en sus días hay varios momentos extraordinarios que no tienen nada que ver con la literatura.
Cuando le preguntan para qué sirve la literatura, a veces se equivoca y responde cualquier cosa, lo primero que se le ocurre, pero progresivamente se ha ido dando cuenta que ésa es una pregunta que no debe responder él sino los otros: los lectores, los editores, los no lectores sobre todo.
Constantemente pierde. Ideas principalmente. Se le ocurren en el metro, en el otro trabajo o hablando con los amigos y, si no las escribe, se van volando, como vinieron. También pierde el paraguas y el celular, constantemente, hasta el punto de que ya es un parroquiano fijo de la oficina de objetos perdidos.
Pocas veces, sí, pierde sus manuscritos. Las editoriales constantemente se los devuelven, él los conserva y, aunque lucen en desorden, bastaría apenas un segundo para que él encontrase uno si alguien así lo quisiera..
Envía a concursos en ocasiones y casi siempre no pasa nada. No sabe bien si lo hace para publicar el libro rápidamente, por el dinero del premio —que, a pesar de los discursos de su mujer, no relaciona con mejoras en la casa sino con el crecimiento de su biblioteca—, para hablar con la chica de la fotocopiadora o simplemente para sentir que ha terminado el libro.
Cuando falta un día para la entrega del premio y nadie lo ha llamado, entiende que la cosa no va con él y empieza a desear que la fortuna le sonría a una persona que no sea uno de sus amigos: no le gustaría depositar en ellos su envidia.
Cuando gana, las pocas veces que eso pasa, sonríe apenas. La celebración de quien escribe no se parece a la de los ciclistas, los nadadores o los tenistas. Ni siquiera a la de los físicos cuando reciben un premio importante. Más que una alegría contenida, evidencia una preocupación. Alguien incluso ha dicho que quien escribe no sabe ganar. Parece más bien que hubiera sucedido una diminuta catástrofe en su vida y quien escribe, para subsanarla, se sienta urgentemente frente a la computadora o la máquina de escribir.
Quien escribe no se lo ha dicho a nadie, quizás ni siquiera lograría verbalizarlo, pero dentro de sí lo sabe o lo presiente: la única victoria posible en la escritura es seguir escribiendo.
1 comentario:
como en todo acto creativo después de ganar un premio, lo más importante es que la imaginación no falte!!!
Publicar un comentario