Hay gente que no debería
reconocernos cuando vamos por la calle. Y gente que sí porque, desde
los tiempos lejanos de La Entrada, el pueblo de las montañas en la
infancia, a mí siempre me ha gustado caminar y ser reconocido
entonces era también un asunto de seguridad , una suerte de garantía
que en una época sin móviles -o sin dinero para comprar los que
entonces carísimos se vendían- aseguraba el regreso a casa en caso
de infortunio. Luego, cuando salí de La Entrada, caminar por el
Carrer de Balmes en Barcelona o por Vía Arce en Salerno y que te
saludara el vendedor de periódicos, el pescivendolo o la madre de
Silvio era una forma de integración y, en el caso italiano, la
posibilidad de respirar más allá de la familia política que,
siempre lo digo, no sé por qué la llaman así si no es familia ni
política.
-Claro, como eres un
perfecto desconocido, te gusta que te conozcan - es lo que más de
una vez me ha dicho el más exitoso de mis amigos.
Nunca he podido
responderle y quizás tenga razón. Lo que nunca le he contado es
que, como él, yo también he querido ser invisible en alguna ocasión
y no ser reconocido. Recuerdo el día en que empeñé una cadena de
oro para salir, para poder salir con la mujer más bella del hospital
en que hacía las prácticas de la carrera. Se ve que le di
conversación al comprador de oro roto, éste se quedó con mi cara
y, cuando dos días después el destino (¿El destino? Imposible, seguro era un acto fallido) quiso que yo
pasara frente a su pequeño local acompañado por la mujer maravilla,
el hombre me llamó, como yo fingía no escucharlo se plantó delante
de mí y luego de abrazarme me dijo que se había equivocado en la
tasación y que, cuando quisiera, podía pasar por el local a recoger
no sé cuántos bolívares.
También he vivido lo
otro. En alguna ocasión he sido yo el comprador de oro y he visto en
la cara de los pacientes un deseo, el de no ser reconocido fuera de
ambiente hospitalario, que obviamente he respetado. No se trata en
este caso de las personas, del reconocimiento interpersonal, sino más
bien de la patología y su estigma, de la asociación que el médico
pueda hacer entre una persona -paciente, sí, pero también
ciudadano- y el estigma que rodea la patología que padece. En la
década pasada, me sucedió con algún paciente psiquiátrico. Hace
unas semanas, con una enfermedad sexual en aparente desuso, la
gonorrea.
Ahora que el cuartiento
ha empezado a oler a hospital, no puedo dejar de recordar una escena
contemplada por mí en el siglo pasado en un ambulatorio catalán. De
la cuidadora de un paciente, un compañero de trabajo aportó, de
manera inevitable, la información de que por años había trabajado
en una whiskería.
-¿Whisquequé? -pregunté
sin saber que se trataba de un bar de putas.
Al rato, la señora entró
en el consultorio para terminar de referirme los antecedentes de su
pareja. Ella tampoco pudo evitarlo y comenzó a hablar con cierta
confianza.
-Es que yo los conozco a
todos. A usted no porque se ve que es de fuera. Pero a todos los
otros sí. A éste -dijo señalando al que había venido con el
cuento de la whiskería- lo conozco desde que era un muchacho. Y a él
también -dijo señalando esta vez al enfermero que me acompañaba,
un hombre muy serio, conocido en el ambulatorio por su pulcritud, los
hábitos higiénicos que practicaba y divulgaba y la seriedad con que
vivía el asunto familiar.
-Señora, ¿qué dice? Yo
a usted no la conozco - protestó enérgicamente el enfermero.
-Claro que sí -insistió
la mujer en la continuación de una escena en la que yo había
desaparecido y era tan sólo un espectador.
-Que no señora, yo a
usted no la conozco -volvió a protestar el enfermero avanzando hacia
ella, casi amenazadoramente. En todo caso, con demasiado vigor para
tratarse de un acto inocente.
-Está bien, no te
conozco -retrocedió la mujer.
Le había sucedido tarde
en la vida, pero en ese momento acababa de comprender que hay gente
que no quiere y no debe ser reconocida.
1 comentario:
El anonimato como la "fama" tiene sus ventajas y sus inconvenientes, pero tengo que reconer que me seduce más el primero.
La invisibilidad siempre ha sido un anhelo del ser humano, pero no está entre sus capacidades y, sin embargo, cuando los demás te la otorgan, pierde ese halo de potencial de superhéroe para convertirse en la más dura vara de castigo.
Por otro lado, hay pocas cosas más divertidas que las situaciones que relatas. Hay que dejar que fluya la inocencia y la alegría de las mismas para al cabo del rato saber reirse de ellas.
VIVA LA VIDA!!!... pero incluyendo sus equivocos.
Traumatólogo escrupuloso.
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